El día que las piedras hablaron

Leandro Albani | 

“¡Vamos, vamos compañeros, no aflojen que están reculando!”, se escuchó durante buena parte de la tarde del lunes en la Plaza de los Dos Congresos. Detrás de la primera línea de manifestantes, que no dejaban que la policía metropolitana avanzara por más que disparasen gases lacrimógenos y balas de goma, miles de personas aguantaban la falta de aire, el calor y la tensión que cruzó a Buenos Aires durante todo el día. De esa primera línea, conformada por pibes y pibas de diferentes organizaciones políticas y sociales, una lluvia permanente de piedras caía sobre las formaciones de uniformados que custodiaban el Congreso Nacional, donde los diputados y las diputadas intentaban darle forma a la discusión por la reforma previsional impulsada por el gobierno del presidente Mauricio Macri.

“Con los viejos, no”, se leía en una pared sobre la calle Hipólito Yrigoyen, paralela a la plaza. Por esa calle, la policía tuvo que retroceder en varias oportunidades cuando la gente se lanzaba sobre la hilera de uniformados, custodiados por un carro hidrante y por las propias balas que escupían de sus escopetas.

Desde la una y media de la tarde la resistencia de las personas que tiraban piedras y aguantaban los gases fue constante y la Plaza de los Dos Congresos se transformó en un territorio que se disputó metro a metro. Al mismo tiempo, los principales medios de comunicación del país comenzaron a tejer un discurso unánime, donde la violencia de “infiltrados” y “violentos” tuvo más peso que la cacería desatada por la metropolitana y la policía federal.

Cuando la tarde avanzaba, decenas de personas levantaron una barricada con tablas de madera sobre Yrigoyen, mientras la policía se atrincheraba y apenas podía contener a las miles de personas que colmaban la plaza. Todo servía para aguantar: los limones se pasaban de mano en mano, las botellas con agua y bicarbonato, y las palabras de aliento que salían desde el centro de la movilización para quienes mantenían a raya a la policía.
En la plaza se pudo ver a jóvenes, ancianos y ancianas, militantes, laburantes y obreros que, con las voces a punto de rasgarse, repudiaron la reforma previsional que permite el desguace del sistema jubilatorio. “¡Unidad de los trabajadores, y al que no le gusta, se jode, se jode!”, tronó en más de una ocasión cuando los manifestantes –que se habían convertido en una vanguardia de desangelados– hacía retroceder a la policía. A esa altura, una de las glorietas de la plaza, sobre avenida Rivadavia, casi no existía. Se había convertido en una cantera de cascotes y pedazos de mármol que volaban hacia las fuerzas de seguridad. Antes de las cuatro de la tarde, en la Plaza de los Dos Congresos y sus calles adyacentes nadie se movía, sobre todo la masa de personas que se extendía por avenida de Mayo hasta la avenida 9 de Julio.

Vidrieras rotas, plantas y tachos de basura escupiendo fuego, una manguera que aparece y apunta contra la policía. Y hombres y mujeres firmes en la plaza: los de adelante, lanzando piedras y conteniendo a la metropolitana; y los de atrás, aguantando cuando había corridas, gritando el clásico “Que se vayan todos”, informando sobre qué pasaba dentro del Congreso. Durante casi cuatro horas la policía tiró balas de gomas y gases, pero nadie se movió de los lugares que habían elegido para manifestar el rechazo al gobierno de Macri.

A las cuatro de la tarde, la policía comenzó a avanzar por la plaza y apareció por las calles del costado. En ese momento se olió una masacre que no fue, pero que se convirtió en una represión descarnada. Cuando la gente retrocedía como podía por avenida de Mayo y la calle Sáenz Peña, las fuerzas de seguridad no dejaron de tirar gases. La intersección de las dos calles, de apenas unos pocos metros cuadrados, se convirtió en un embudo fatal, donde los gases no dejaban respirar, las personas mayores se descomponían y las escopetas apuntaban a los cuerpos sin hacer distinción. La represión se encarnizó y ninguna de las explicaciones que las personas gritaban detuvo a la policía. Las columnas salían de la plaza y la avalancha no produjo una tragedia porque la propia gente se sostenía y cuidaba en medio de la represión. “¡Paren, paren asesinos. No tienen familia. Son unos asesinos!”, gritaba un pibe que se asomaba en medio de la multitud que trataba de escapar por Rivadavia. En esa calle, que se vuelve angosta y se convirtió en una ratonera, había mujeres ahogadas sobre las veredas, pero la policía empujaba y tiraba desde muy pocos metros.

Sobre avenida de Mayo, la policía federal, con motos y camiones hidrantes, arrasaba todo lo que se cruzaban. En la entrada de uno de los edificios de la avenida, un grupo de personas, entre ellas dos o tres ancianas, se había resguardado de las balas. Cuando la policía pasó frente a ellos, le rogaron que no tiraran porque había abuelas y gente descompuesta. Los policías de la metropolitana, de civil y con pecheras celestes, no dudaron en marcarlos. En apenas unos segundos, la federal trató de sacarlos a empujones y golpeando con palos y las culatas de las escopetas. Fue solo un instante: alguien abrió la puerta del edificio y varios pudieron resguardarse en el palier. Desde afuera, los policías amenazaban y gritaban que se los iban a llevar a todos.

Como el jueves pasado –cuando la gendarmería encabezó una de las represiones más cruentas de las que se tiene historia en el país–, la tarde de ayer se hizo noche con la policía cazando personas por todo el barrio Congreso. Pasadas las seis y media, las motos con uniformados recorrían la avenida 9 de Julio y no perdían oportunidad para hacer sentir su violencia. Un bar fue blanco de los uniformados: lanzaron gases lacrimógenos adentro y las personas que comían en el lugar salieron desesperados, entre arcadas y puteadas. Sobre Yrigoyen, la policía baleó a un pibe, lo tumbaron con una moto y después le dispararon cuando ya estaba tirado en la calle.

La noche en Buenos Aires no fue un remanso después de un día de furia. Desde diferentes barrios porteños se comenzaron a escuchar cacerolazos, como sucedió en diciembre de 2001 y que detonó la caída estrepitosa del entonces gobierno de la Alianza. Con más de sesenta detenidos y decenas de heridos, con al menos una persona que perdió un ojo por una bala de goma, la marcha en contra de la reforma previsional todavía no se detiene. Al cierre de esta nota, en Buenos Aires y en muchas otras ciudades del país se escuchaban los pasos firmes de quienes se niegan a enterrar en la pobreza a los jubilados y a las jubiladas.