DOSSIER- A 50 años de golpe cívico-militar en Uruguay

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Del surgimiento del Frente Amplio en 1971 al golpe de 1973

Aram Aharonian

Sin duda, las elecciones de 1971 marcaron la ruptura del bipartidismo tradicional que en Uruguay había predominado con los partidos Blanco y Colorado desde 1836, y el reacomodo político de los electores se dividiría en tres partes, gracias a pactos y alianzas de ese año. El mundo estaba cambiando y en plena Guerra Fría se calentaba con la previsible victoria del Tío Ho sobre los estadounidenses en Vietnam, con la exportación de la esperanza que venía desde Cuba y el ejemplo de Chile, donde Salvador Allende imponía el modelo electoral al socialismo.

50ª ANIVERSARIO DEL FRENTE AMPLIO URUGUAY. Frente Amplio: una contra crónica sobre sus orígenes
Seregni y la fundación del Frente Amplio

En Argentina, milicos aperturistas y ultramontanos se disputaban el poder (que era seguido por los argentinos por la uruguaya Radio Colonia, donde brillaba la voz de Ariel Delgado) mientras el pueblo esperaba el retorno de Juan Domingo Perón, cuya figura se acrecentaba en (o por) su ausencia, y la dictadura castrense brasileña ya hacía sus planes de invadir Uruguay si la ganaba la izquierda: había financiado la construcción de las rutas 5 y 26 para el tránsito de sus tanques.

Quizá la de 1971 fue la campaña más virulenta en la historia electoral (moderna) del Uruguay (antes, cuentan, se dirimían “civilizadamente” a cuchilladas o balazos), desarrollada en el contexto de la persistente actividad de los grupos guerrilleros, notorios dirigentes políticos secuestrados, fuga de presos políticos de las cárceles, amenazas a granel, muertos en actos electorales, grupos de choque de jóvenes de la derecha, ataques a la caravana electoral del Frente Amplio. Y eso a pesar de las medidas prontas de seguridad impuestas por un gobierno cada vez más impopular que orquestaba la represión en las calles y las torturas en las comisarías.

Para completar el marco de estas primeras elecciones con voto obligatorio, las denuncias de los fraudes económicos, ministros interpelados e investigados por el Parlamento, marchas, manifestaciones de obreros y estudiantes (unidos y adelante), pedidos de juicio político al presidente Jorge Pacheco Areco, un boxeador frustrado, que haciendo oídos sordos de la realidad intentó, incluso, su reelección.

Políticamente, dos novedades: el surgimiento de un líder carismático en el Partido Nacional, Wilson Ferreira Aldunate, y el “milagro” de un Frente Amplio progresista que coqueteaba con la victoria con el general retirado Líber Seregni como candidato. En el otro extremo del partido blanco, el general Mario Aguerrondo, fundador de la logia de los Tenientes de Artigas, fungía de la pata ultraderechista, apoyo para el golpe que llegará meses después.NuncaMás: A 45 años del Golpe de Estado - 970 Universal

Pero ni Pacheco, ni Wilson, ni Seregni se llevaron la victoria, sino un desabrido exministro de Ganadería, peinado a la gomina, llamado Juan María Bordaberry, uno de los candidatos del gobernante partido Colorado: en Uruguay aún rige la ley de lemas, donde distintos candidatos de diferentes fracciones de un partido acumulan votos, y quien haya obtenido mayor número se adjudica la presidencia.

Fue un 1971 movidito. Apenas cuatro días después del majestuoso acto “inaugural” del Frente Amplio, los Tupamaros (del Movimiento de Liberación Naciona MLN-T) secuestraron por segunda vez a Ulysses Pereira Reverbel, presidente de Usinas y Teléfonos del Estado, terrateniente del norteño departamento de Artigas y uno de los funcionarios más allegados al presidente Pacheco. Pereira Reverbel se sumó a una serie de secuestros que conmovieron la campaña: el del embajador inglés Geoffrey Jackson, el del técnico en suelos estadounidense Claude Fly (liberado ese marzo) y el del ex ministro de Ganadería y Agricultura Carlos FrickDavie, apresado en mayo.

Y como si todo eso fuera poco, se destapó la crisis bancaria con la quiebra del Banco Mercantil, uno de los más importantes, propiedad del canciller Jorge Peirano. Pacheco, en una polémica jugada, anunció que no dejaría caer ningún banco y que se intervendrían las instituciones fundidas: nacionalizó las pérdidas de los estafadores, lo que produjo una gran devaluación del peso uruguayo. Los blancos y el Frente Amplio asumieron una posición muy crítica. Wilson Ferreira denunció en el Senado que la caída del Mercantil era “la estafa más grande en la historia del país”, y en los primeros días de abril interpeló al ministro de Economía y Finanzas, César Charlone, por lo que la campaña pasó a jugarse dentro del Parlamento.

La prensa cuestionó al gobierno, y éste aplicó la censura como medida para disminuir una

Jorge Pacheco Areco - Wikipedia, la enciclopedia libre
El 15 de agosto de 1968, un cuarto de millón de montevideanos salieron a las calles por el asesinato del estudiante Líber Arce (fallecido el día anterior), contra el gobierno de Pacheco Areco.

supuesta propaganda subversiva, como fue el caso del diario Ya, con el fin de “garantizar la libertad de prensa” durante la campaña electoral. A mediados de año, un informe parlamentario  publicado en Ya advertía sobre la enorme fuga de cerebros que se producía en Uruguay por la emigración de profesionales, docentes y jóvenes capacitados, por falta de oportunidades, trabas burocráticas. Obviamente era un informe subversivo.

El 7 de noviembre, un fallido atentado con armas de fuego contra el ómnibus del Frente realizados por las bandas fascistas de la Juventud Uruguaya de Pie, con el apoyo policial-militar, culminó con la muerte de una niña por un disparo en el cráneo, y luego hubo un intento de apuñalar a Seregni en el esteño departamento de Rocha.

En medio de este clima de suma tensión, el domingo 28 de noviembre de 1971 se realizaron las elecciones: fue la única vez que voté en mi vida. Los resultados que se dieron a conocer en los días posteriores, en medio de denuncias de fraude, despejaron tres incógnitas: la reforma constitucional había quedado por el camino, por lo que Pacheco no sería reelecto; el Frente Amplio había votado muy por debajo de lo esperado, sin superar el 20% de los votos, pero rompió el histórico bipartidismo, y las cifras primarias arrojaban una paridad casi absoluta entre colorados y blancos por el primer lugar.

En 2009, casi 40 años después, un documento de 1971 desclasificado por la CIA, el entonces presidente de Estados Unidos Richard Nixon le confesaba al primer ministro inglés Edward Heath que el gobierno de Brasil “había ayudado a arreglar las elecciones en Uruguay”. Obviamente un resultado diferente hubiese podido cambiar el rumbo de la historia. Recién en febrero de 1972, a pocas semanas de la asunción oficial, la Corte Electoral le concedió la victoria a Juan María Bordaberry, quien a partir del 1º de marzo sería el presidente de Uruguay.

El Ejército desplegado durante la huelga general

En Brasil gobernaban los militares, en Argentina, el 11 de marzo de 1973 había asumido Héctor Cámpora. El 27 de junio de 1973 Bordaberry daría el golpe de Estado en Uruguay -con el apoyo del estamento militar y la embajada de Estados Unidos-, lo que significó la prisión del “viejo” Seregni y cientos de militantes y ciudadanos, y la salida del país de miles de uruguayas y uruguayos… Y el 11 de setiembre de 1973 se dio el golpe de Estado en Chile contra el gobierno democrático del socialista Salvador Allende.

La central sindical CNT resolvió en 1964 ir a una huelga si había una ruptura institucional, lo que sucedió en 1973. Los trabajadores la planificaron nueve años, allí se decidió cómo organizar los lugares de trabajo, quien iba a tener esa responsabilidad, como hacer movilizaciones en medio de tanques y caballos, eso fue posible hacerlo.  La huelga fue derrotada, la dictadura se mantuvo durante doce años. Buena parte de la dirección del movimiento obrero fue “desaparecido” por los escuadrones de la muerte de la Operación Cóndor,  en Uruguay y Argentina.

El golpe se fue gestando por dos años. Si bien el 27 de junio  de 1973 marcó un antes y un después en la historia del país, tuvo un gran impacto en otros países que acogieron a cientos de personas exiliadas.

 

Prohibido discrepar, prohibido pensar | Diario Sur

Prohibido pensar: 12 años de una gran cárcel en un pequeño país

Nora Rusquellas

“No es dictadura” fue el título de la portada del emblemático semanario uruguayo Marcha, que dirigía Carlos Quijano. Así titulaba su edición a tres días del golpe de Estado cívico-militar del 27 de junio de 1973.  Más abajo, en la misma tapa, se reproducía el Decreto completo de disolución del Parlamento.

Juan Carlos Onetti

Ese mismo 27 de junio de 1973, los trabajadores y la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) empezaron la Huelga General más larga de la historia del país. Duró 15 días. El 30 de junio, el dictador y sus cómplices ilegalizaron la CNT. Un año después, en noviembre de 1974, la dictadura cerró Marcha. En sus páginas, habían escrito y escribían intelectuales como Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Rodolfo Walsh, Eduardo Galeano y Mario Benedetti.

La sangrienta dictadura uruguaya permaneció en el poder hasta 1985. En esos doce años, el régimen uruguayo se convirtió en el mayor verdugo de sus ciudadanos, torturando, asesinando, encarcelando y aterrorizando. Uruguay se transformó en una gran cárcel: en 1976 tenía el índice más alto de prisioneros políticos por cantidad de habitantes de América del Sur y posiblemente del mundo entero.

Eduardo Galeano escribió al respecto: “Durante los doce años de la dictadura militar, Libertad fue nada más que el nombre de una plaza y una cárcel… estaban presos todos, salvo los carceleros y los desterrados: tres millones de presos… A uno de cada ochenta uruguayos le ataron una capucha en la cabeza; pero capuchas invisibles cubrieron también a los demás uruguayos, condenados al aislamiento y a la incomunicación, aunque se salvasen de la tortura. El miedo y el silencio fueron convertidos en modos de vida obligatorios”.

El Golpe en Uruguay  hizo que tuvieran que exiliarse Los Olimareños, Alfredo Zitarrosa, José Carbajal (El Sabalero) y Daniel Viglietti, entre muchos otros grandes artistas de ese tiempo, pero antes de marcharse, Viglietti llegó a publicar el álbum Trópicos, cuya estatura artística alcanzaría niveles notables, aún hoy importantes aunque hayan pasado 50 años.

Junto con Argentina y Chile, Uruguay fue uno de los países más activos del terror transnacional conocido como “Plan Cóndor”, cuyas garras recorrieron toda Sudamérica. Centenares de uruguayos exiliados en Argentina, Chile, Paraguay, Brasil y Bolivia fueron secuestrados y desaparecidos.

Benedetti, Galeano, Viglietti

A 50 años del retorno de la democracia, la mayoría de esos crímenes aún siguen sin castigo.  La impunidad con la que se cometieron esos horrores en los años 70 se institucionalizó en 1986 cuando el parlamento democrático sancionó la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado.

Una ley de nombre largo y rebuscado con un simple objetivo: dejar en el silencio las atrocidades cometidas por el estado uruguayo, en ese caso por la camarilla cívico-militar. La impunidad prevaleció durante 15 años.

“Ni verdad, ni justicia” pareciera haber sido la fórmula de los tres gobiernos uruguayos entre 1985 y 2000. Hasta 1999, políticos como el ex Presidente Julio María Sanguinetti podían afirmar a la prensa que “en Uruguay no desapareció ningún niño”. Pero esas mentiras se hacían insostenibles.

Gracias a la labor incansable de los sobrevivientes, sus familiares, las ONG, la central sindical y algunos jueces y fiscales comprometidos se llegó en 2002 al primer procesamiento en el país. El acusado fue el ex canciller Juan Carlos Blanco por la desaparición de la maestra Elena Quinteros en 1976 desde dentro del predio de la embajada venezolana en Montevideo.

También en 2002, Sara Méndez pudo encontrar a su hijo Simón, que tenía apenas veinte días  cuando ambos fueron secuestrados en Buenos Aires en 1976 bajo el Plan Cóndor.

En 2000, había aparecido en Montevideo Macarena Gelman -nieta del famosos poeta argentino Juan Gelman. Su mamá, Maria Claudia, había sido llevada a Montevideo desde Buenos Aires a finales de 1976. Dio a luz allí y luego fue asesinada. Su hija Macarena fue apropiada ilegalmente por un policía.

Estas historias no sólo evidencian que en Uruguay habían desaparecido niños, sino también demuestra la existencia de la coordinación de terrorismo de estado entre los países.Artículos sobre Julio Castro | la diaria

El hallazgo del cuerpo de Julio Castro, secuestrado en 1977, torturado y asesinado de un disparo en la nuca, desveló otra mentira: los desaparecidos no fueron ningún “exceso”.

Exiliados que regresan para encontrar un Uruguay distinto, desterrados que ya no vuelven y rehacen sus vidas en países lejanos, gentes que se quedaron y sufrieron la dictadura y otros que permanecieron indiferentes ante los desmanes. Una amplia galería de personajes construyen Andamios , la última novela de Mario Benedetti.

Escribir Andamios fue una experiencia dolorosa para Benedetti, que regresó a Uruguay en 1985 tras un largo exilio que discurrió por Argentina, Cuba y finalmente España. Define de modo muy gráfico la herencia que dejó la dictadura militar en Uruguay (1973-1985) como “un legado de mezquindad”. “Sin duda todos sienten, sentimos la derrota”, añade Benedetti: “el país cambió y el reencuentro entre los exiliados que volvieron y aquellos que se quedaron ha estado teñido de resquemores y de recelos”.

En marzo de 1975 se instalaba definitivamente en Madrid el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti. Dejaba atrás  Montevideo y una breve temporada en el infierno: una prisión y un sanatorio psiquiátrico. La pena  había surgido de un premio y un relato: “El guardaespaldas”, del escritor Nelson Marra, premiado en el concurso organizado por Marcha, por el jurado compuesto por JuanCarlos Onetti, Jorge Ruffinelli y Mercedes Rein.

Entre el 9 y el 11 de febrero de1974, el director del semanario (Carlos Quijano), el autor del relato y el jurado que lo había premiado –salvo Rufinelli, contratado en aquellos momentos por una universidad mexicana–, serían arrestados por las fuerzas militares bajo la acusación de pornógrafos, aun cuando la obra había aparecido publicada con una nota, expresamente redactada por Onetti, en la cual se señalaba que “el cuento ganador, aun cuando es inequívocamente el mejor, contiene pasajes de violencia sexual desagradablese inútiles desde el punto de vista literario”.Amazon.com: El guardaespaldas: MARRA, Nelson.: Libros

La preocupación de los censores no era estilística sino que habían creído identificar, en la obra de Marra, el retrato y un espejo de las interioridades, con toda su degeneración y patológico sadismo del comisario Héctor Morán Charquero, represor muerto en 1970 por el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.

La acusación de pornografía fue recogida semanas más tarde por el escritor argentino Julio Cortázar en un diario mexicano,donde solicitaba la excarcelación de los detenidos y comentaba igualmente el“emplazamiento” del gobierno uruguayo al “New York Times” –que había tildado el encarcelamiento de “arbitrario”– para que publicase el relato de Marra y pudiera así el lector estadounidense juzgar “las razones que justifican la medida tomada por el Uruguay”.

Cortázar burlaba de esta petición, señalando que nada podría escandalizar a quienes ya habían pasado “por la escuela de Henry Miller y de Norman Mailer”: “no van a sonrojarse por la eventual pornografía de un relato que, por lo visto, presenta a un guardaespaldas homosexual que termina siendo ejecutado por los tupamaros; como si en Francia los lectores de Jean Genet o de Tony Duvert fueran a sobresaltarse por un tema que incluso comienza a fatigarlos por repetitivo”.

Pasaron 50 años. Ya no están ni Quijano, ni Onetti, ni Galeano, ni Benedetti, ni Cortázar. Ya callaron sus voces El Sabalero, Viglietti, Zitarrosa. Todavía hay quienes reivindican la dictadura -por suerte son los menos-, mientras siguen apareciendo, en cuarteles del Ejército, restos óseOs de “desaparecidos” de hace más de medio siglo.

*Historiadora y docente universitaria

 

Presos se amotinaron en Uruguay para reclamar por el despido de un empleado de la cárcel - Infobae

 La cárcel de «Libertad»

Jorge Majfud 

Las paradojas del destino han hecho que yo tuviera que añorar los años de la dictadura militar en mi país; tuve en mala suerte crecer y abandonar mi infancia en esa época. No es a la barbarie a quien debo estar agradecido y parecería estar de más aclararlo, si no fuera por la ilimitada necedad humana que nunca descansa.

Una vez, en una clase de literatura de la secundaria, le preguntamos a la profesora por qué no se hablaba de Onetti, siendo que dos años antes había recibido el Premio Cervantes en España y que, se decía (alguien dijo), era uno de los clásicos vivos de nuestro país. La respuesta, contundente, fue que Juan Carlos Onetti había recibido todo de Uruguay —educación, fama, etc.— y luego se había ido al exilio a hablar mal de su país. No es necesario comentar semejante exabrupto.

Sólo que uno espera de alguien que se ha dedicado a la literatura una visión menos estrecha de la existencia. Se supone que alguien con ese extraño oficio ha vivido varias vidas y ha tenido que sentir y pensar el mundo desde otras cárceles. Sin embargo no es así; la necedad no es la simple carencia de algo sino el resultado de un largo aprendizaje, casi siempre basado en la práctica.

Si este recuerdo ocupa todavía en su memoria algún lugar, tal vez forme parte de su cuota de arrepentimientos. Agregaré que aquella profesora, hasta donde alcanza mi juicio, no era una mala persona. Quizás era más feliz que las otras profesoras de literatura que tuve años después. Lo único que tenían todas en común era cierta sensualidad, insospechable por su forma de vestir o de hablar.El Muerto |||: Marcha del silencio: en mi patria no hay justicia ¿quienes son los responsables?

A lo que voy es que no sería raro que alguien piense, mientras menciono que crecí en tiempos de dictadura, que me debo a ella, que le debo mi educación y poco menos que la vida y que, por lo tanto, debería tenerle algún agradecimiento. Claro que la respuesta es no. Como decía Borges —el tantas veces ciego, pero no menos veces brillante—, uno nace donde puede. A mí me tocó nacer en un momento histórico donde la política —o, mejor dicho, su antítesis: la barbarie— se filtraba por las rendijas de las puertas y las ventanas, hasta destruir a familias enteras. Una de esas fue, entiendo, mi familia. O parte de mi familia. Pero no voy a entrar en eso ahora.

No puedo evitar recordar esta trasnochada la cárcel de Libertad, allá en Uruguay. Antes, yo había conocido depósitos menores, con motivo de las visitas que mi familia le hacía a mi abuelo, Ursino Albernaz, el viejo rebelde, el revolucionario, la oveja negra de una familia de campesinos conservadores. Mi abuelo había sido negado por su primera familia; le quedaba la que él mismo había construido y, sin querer, destruido también. Fue torturado por varios “soldaditos de la patria”. Omitiré nombres de vecinos, ya que aún viven y no tengo más prueba que la confesión de mis seres queridos, ya todos muertos; sólo diré que el célebre “Nino” Gavazzo estuvo entre sus cobardes inquisidores.

Aunque el adjetivo “cobarde” es una redundancia histórica, ya que las dictaduras no recuerdan ningún acto heroico, ni de sus soldados ni mucho menos de sus generales. Ni siquiera pudieron inventarlos; no sólo porque carecían de imaginación sino porque ni ellos mismos se creían cuando se colgaban estrellas y medallas en sus uniformes, una tras otra hasta cubrirles todo el pecho de chatarra que portaban orgullosos en las fiestas de sociedad.

Sólo queda el recuerdo de la permanente y obsesiva propaganda detallando los horrores ajenos. O las demostraciones de amor de los religiosos seguidores de Pinochet que en los años noventa desfilaban con retratos de los desaparecidos por el régimen y con una leyenda que decía: “Gracias a Dios están muertos”.

(Recientemente estuvo aquí en la Universidad de Georgia el célebre Frederic Jameson donde, con su habitual guiño provocador, recordó las costumbres narrativas de los imperios, el placer del éxito y la tortura: la épica pertenece a los ganadores, mientras el romanticismo es propio de los perdedores. No obstante, es ésta la que permanece. En América Latina ni siquiera hubo una épica de los vencedores. ¿Quién se puede imaginar a un escritor, por enano que sea, rescatando alguna de los miserables éxitos de nuestros atilas?)

De esos cursos en el infierno, mi abuelo salió con una rodilla reventada y algunos golpes que no fueron tan demoledores como los que debió sufrir su hijo menor, Caíto, muerto antes de ver el final de lo que él llamaba “tiempos oscuros”. A principio de los años 70 ascendieron a ambos al mayor espacio simbólico de la dictadura: los enviaron a la cárcel de Libertad.

Recuerdo la cárcel de Libertad desde infinitos puntos de vista. Para los niños que íbamos allí, el largo viaje era un paseo, aunque siempre debíamos madrugar para luego esperar a un costado de la ruta en noches frías y lluviosas. Esperar, siempre esperar en la ruta, en las terminales de ómnibus, en los interminables puestos de seguridad, en pasillos y salas de manoseo.

Cuando niños no podíamos imaginar que todo ese proceso, además de agotador, era humillante. Nos salvaba la inocencia, o la casi inocencia, porque siempre supe qué significaba aquello: era algo de lo que no se podía hablar. Años más tarde, uno de mis personajes llamó a esa generación, “la generación del silencio” y creo que dio sus razones, aparte de ésta. Ese “silencio” significaba, para mí, que existía una contradicción trágica entre el discurso oficial y mi propia vida.

En la humilde escuela de Tacuarembó a la que yo asistía, aquella escuela que goteaba sobre nuestros cuadernos los días de lluvia, se nos hablaba de la justicia y el orden pacífico que reinaba en el país, gracias a los Soldados de la Patria. Años después, en la secundaria, todavía se repetía que vivíamos en democracia. Mientras debíamos escuchar y repetir todo esto en el ámbito público, en los veranos, en una cocina rural de Colonia, escasamente iluminada por un farol de mantilla, escuchaba las historias de personas desconocidas acerca de hombres y mujeres lanzados desde aviones al Río de la Plata, por arte de la dictadura argentina.Qué son 'los vuelos de la muerte' y cómo afectó a miles de familias en Argentina? | justicia | régimen militar argentino | | Argentina | La República

Quince años más tarde serían éstas mismas confesiones, por parte del ex capitán de navíos Adolfo Scilingo, que escandalizarían al mundo. Eso fue en 1995, según recuerdo; leí esta noticia en algún país de Europa —por la arquitectura podría ser Praga—, lo que me dio una idea de la sospechosa inocencia del mundo y de buena parte de nuestra sociedad. Luego Scilingo o Tilingo se desdijo argumentando que todo había sido una “novela”.

Si libero mi memoria a partir del primer “check point” que precedía la entrada a la monstruosa cárcel de Libertad, enseguida me vienen a la conciencia militares con botas negras por todas partes, mujeres cargando bolsas, niños quejándose por el paso rápido de sus madres, maldiciones en secreto, invocaciones a Dios.

Luego un salón como una estación de trenes, gris por todas partes. El cielo también gris y el piso húmedo, marcado por las botas que iban y venían. Un militar de bigotes recortado, llenando formularios y autorizando a pasar a la gente. No sé por qué, se parece a un Videla de ojos claros, labios apretados y voz de mando. Luego una salita pequeña donde otros uniformados palpaban a los visitantes.

Estudio médico forense revela 108 muertes en custodia durante la dictadura cívico- militar – El PopularLuego otro camino de asfalto que conducía a otro edificio. Una sala sin ventanas. Un retrato de José Artigas vestido de militar blandengue. Más esperas, más ganas de ir al baño y no poder. Una niña hermosa que me sonríe entre tanto fastidio. El pelo rubio le brillaba entre las penumbras de la pequeña sala. Pero a mí me había impresionado su mirada, inocente (se me ocurre ahora), llena de ternura, algo improbable en ese infierno.

En algún momento mi abuela se levantó y pasó para hablar con su hijo, por teléfono. Los separaba un vidrio espeso. Esa misma tarde u otra parecida le confesó que había sido allí, en la cárcel, donde se había convertido en aquello por lo cual estaba preso. Tiempo después me repitió a mí también la misma convicción: si había caído injustamente, ahora por lo menos tenía una justificación que le haría todos aquellos años de su juventud más soportables. Ahora tenía una causa, una razón, algo por lo cual sentirse orgulloso y redimido.

Luego los niños seguíamos por otra puerta y salíamos a un patio tiernamente equipado con juegos infantiles. Allí estaba el tío, con su bigote grueso y su eterna sonrisa. Su incipiente calvicie y sus preguntas infantiles. “¿Cómo te va en la escuela?” A mi lado recuerdo a mi hermano, mirando ensimismado a mi tío, y mi primo más chico M., arrojándose de un tobogán. Caíto lo agarraba, lo subía de nuevo y entre los gritos de alegría de M., volvía a preguntar: “¿Y cómo están los papis?” “¿Ya tienes novia?”.

Pero nosotros no estábamos para eso. Me acerqué al tío y le dije, en voz muy baja para que no me escuchara el guardia que caminaba por allí, el mensaje que tenía para él. Se quedó serio.

Luego lo recuerdo del otro lado de un tejido de alambre, caminando en fila india junto con los otros presos. Yo tenía ganas de llorar y me contuve. Mi primo gritó su nombre y él hizo como si se tocara la nuca y movió los dedos. Lo vi alejarse, con la cabeza inclinada hacia el suelo. El tío había sido torturado con diferentes técnicas: lo habían sumergido repetidas veces en un arroyo, lo habían arrastrado por un campo lleno de espinas. Más tarde supo que cuando se lo llevaron su esposa se pegó un tiro en el corazón. Mi hermano y yo estábamos ese día de 1973 o 1974 en aquella casa del campo, en Tacuarembó, jugando en el patio al lado de una carreta.

Cuando oímos el disparo fuimos a ver qué ocurría. La tía Marta, que apenas conocí, estaba tendida en una cama y una mancha cubría su pecho. Luego entraron personas que no puedo identificar a tanta distancia y nos obligaron a salir de allí. Mi hermano mayor tenía seis años y comenzó a preguntarse: “¿Para qué nacemos si tenemos que morir?” La mama, la abuela Joaquina, que era una inquebrantable cristiana a la que nunca vi en iglesia alguna, dijo que la muerte no es algo definitivo, sino sólo un paso al cielo. Excepto para quienes se quitan la vida.

—¿Entonces la tía Marta no irá al cielo?

—Tal vez no —contestaba mi abuela—, aunque eso nadie lo sabe.

Tortura: una práctica habitual en todo el mundo
Tortura: una práctica habitual

A uno de los empleados de mi padre le gustaba jugar con un verso que había que repetir cada vez usando una sola vocal:

Estaba la calavera

sentada en una butaca

y vino la muerte y le preguntó

por qué estaba tan flaca?

Astaba la calabara, santada an ana bataca, a vana la marta… Cuando llegaba aquí, su rostro deformado por tantas as en su boca me recordaba a la muerta. La tía Marta estaba fría y muerta. Tiempo después tuve un sueño que se repitió algunas veces. Yo yacía inmóvil pero consciente en un sótano, lleno de desperdicios. Alguien, con la voz de mi abuela, decía: “Déjenlo, está muerto”. Entonces era doblemente abandonado: por mí mismo y por los demás. Este sueño, como algunos otros —aunque a los críticos de letras les gusta repetir que los sueños no le importan a nadie más que a quien lo soñó— está trascripto, casi literalmente, en mi primera novela.

Mi hermano y yo supimos, por deducción secreta, por qué lo había hecho. Aunque ahora pienso que nadie puede culpar a nadie de un suicidio sino al que aprieta el gatillo o se cuelga de un árbol. Ni siquiera a un dictador. Dejar cartas responsabilizando por su propio suicidio a alguien que no se encuentra presente es completar la cobardía del acto supremo del escapista —y una prueba póstuma de la manipulación de las emociones ajenas que el muerto ejerció o quiso ejercer en vida. En el caso de la tía Marta no fue un acto político; sólo fue víctima de la política y de sus propias debilidades.

El tío Caíto murió poco después de salir libre, en 1983, casi diez años más tarde, cuando tenía 39. Estaba enfermo del corazón. Murió por esta razón o por un inexplicable accidente en su moto, una noche, en un solitario camino de tierra, en medio del campo.

*Escritor y traductor uruguayo, radicado en Estados Unidos. Del libro Moscas en la telaraña.

 

Lacalle, Sanguinetti y Mujica, tres tristes gallos

Samuel Blixen-Brecha

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El gallo joven invitó a tres gallos viejos para un aguante por los 50 años del golpe de Estado. Dos de ellos tienen vínculos estrechos que han fortalecido en estas cinco décadas y, a pesar de los colores de sus vinchas, en materia de golpes y milicos la saben por señas. Pero el tercero, más que un gallo parece un sapo de otro pozo. ¿Dónde estaba el gallo Vizcacha por aquellos días? Con tantas frases célebres y consejos profundos, olvidó aquello de que «cada lechón en su teta es el modo de mamar».

Efectivamente, José Mujica nos alecciona, con hechos, que algunos miran para adelante y otros se estancan en su pasado; los primeros cultivan el jardín de la esperanza y los otros, el páramo del odio. Al aceptar la invitación de Luis Lacalle Pou para emitir un mensaje conjunto con Julio María Sanguinetti y Luis Alberto Lacalle Herrera, en ocasión del medio siglo de la infamia, prefiere ignorar viejos agravios. La imagen de los tres juntos, antaño enemigos, destilará mieles patrias, que sugerirán una realidad ilusoria. Los uruguayos brindarán con agua salada mientras el anfitrión corta una imaginaria cinta azul y blanca que inaugurará la definitiva reconciliación, a semejanza de aquel Abrazo del Monzón, en el que Fructuoso Rivera simuló ser capturado para abandonar a los brasileños y sumarse a la cruzada de Lavalleja.

Colas para comprar leche. Montevideo, 1972

En el juego de los símbolos habrá que ser tolerantes. La presencia de tres expresidentes sugerirá el martes 27 una unanimidad en la condena al golpe de Estado, unanimidad que en realidad no lo fue antes y no lo es ahora –como lo confirma la ausencia del presidente en el acto de reparación por el asesinato de las «muchachas de abril»–. Julio María y Luis Alberto hicieron mutis por el foro el 12 de febrero de 1973, cuando se dio el verdadero golpe; el Pepe por esas fechas ni se imaginaba que lo sacarían de Libertad y lo mantendrían años, como rehén, bebiendo sus propios orines.

Antes, a lo largo de 1972, blancos y colorados, con honrosas excepciones, apañaron la marcha militar: votaron la ley de seguridad nacional y el estado de guerra interno contra el pueblo uruguayo, respaldaron a los ministros de Defensa en los debates parlamentarios sobre las torturas y los asesinatos en los cuarteles y prefirieron ignorar las evidencias sobre los vínculos del gobierno con los escuadrones de la muerte; el Pepe, mientras, vivía sus últimos momentos de clandestinidad esquivando a la yuta, porque, como diría después, sabía correr rápido.

En aquel entonces era impensable un Abrazo del Monzón. No los separaba un arroyo, los separaba un océano. Si el 27 de junio de 1973 se producía el último acto del golpe, era porque –explicaría Sanguinetti– los tupamaros habían cometido la demencia de atacar a la democracia, y ese pecado original justificaba las aberraciones. Las mayorías parlamentarias de blancos y colorados que apañaron todos los desmanes militares, finalmente, dijeron no cuando aprendieron, tarde, que su carácter de cómplices no impediría que fueran a su vez víctimas. Y así se disolvió el Parlamento.

Fotografía que publicó la UJC en Twitter. En primer plano se encuentra Juan María Bordaberry y a la izquierda Julio María Sanguinetti.
En primer plano Juan María Bordaberry y a la izquierda Julio María Sanguinetti.

La heroica huelga general apoyada por el Frente Amplio no llegó a infundir ánimos de rebeldía en los partidos tradicionales, y tampoco en la guerrilla, que ya había sido derrotada.

La larga lista de ministros, consejeros de Estado, tecnócratas y altos funcionarios que aportaron el ropaje cívico a una dictadura militar alecciona sobre dónde estuvo cada uno a lo largo de los 13 años. Consecuente, Luis Alberto fue de los pocos parlamentarios de 1985 que no votaron la amnistía total a los presos políticos. La asimetría se mantuvo al final del año siguiente cuando blancos y colorados votaron la ley de caducidad, un perdón genérico y absoluto para los terroristas de Estado.

Quizás el Pepe miraba hacia el futuro cuando Julio María y Luis Alberto transpiraban la camiseta en 1989 para impedir el triunfo del voto verde en el plebiscito contra la ley de caducidad, y muy probablemente ya iniciaba el periplo de introspección que precede al proceso de cambio, que se manifestaría años después cuando indujo al diputado Víctor Semproni a cambiar su voto y abortar uno de los tantos intentos de derogación del engendro.

Pepe Mujica en la izquierda. Salida de la cárcel y apertura de la democracia.
Pepe Mujica en la izquierda. Salida de la cárcel y apertura de la democracia.

Como Luis Alberto se benefició con el profundo bajón de la derrota del voto verde, su presidencia no tuvo que gambetear las consecuencias que derivaron de los golpes de 1973 y pudo decir, suelto de cuerpo, que mientras fue presidente nadie reclamó por desapariciones, asesinatos y torturas. En cambio, Julio María se las vio negras, en su segunda presidencia, cuando, tras afirmar que en Uruguay no hubo robo de niños, le explotó en la cara la evidencia de que la hija de una argentina, asesinada después de dar a luz, estaba en manos de un jefe de Policía que él mismo había nombrado.

En las contradicciones inherentes al inevitable proceso de cambio del ser humano, el Pepe podrá explicar a sus contertulios, el próximo martes, que su convicción de que el «problema» de los derechos humanos se resolverá cuando todos se mueran no impidió que fuera él, durante su presidencia, quien ordenara desarchivar los expedientes judiciales que su antecesor Julio María había fondeado en lo más profundo de los cajones de la impunidad.

Fue un tranco chueco, porque la Justicia, sin auxilio del Estado, se las ve fieras para avanzar, peleando contra la imposibilidad de obtener evidencia y, a la vez, contra el paso del tiempo. La prescindencia gubernamental en materia de apoyo a la búsqueda de la verdad convirtió en axioma aquella justificación del Ñato Fernández Huidobro: «¿Qué quieren, que los torturemos para que nos den los datos?», excusa que fue recientemente reiterada por el ministro Javier García. La tortura fue el método más cómodo de los militares para obtener información y también para pisotear la condición humana de sus víctimas.

Sitio donde funcionaba el ex-centro de tortura 300 Carlos (07.10.2020). · Foto: Santiago Mazzarovich / adhocFOTOSPero hay otras opciones que no han sido ensayadas. Incluso hay algunas de las que no se tenía noticia, y que ahora el Pepe decidió revelar: «El Ñato se empedaba con los milicos para ver si obtenía información». ¿Qué tal?

La evidencia de que 50 años no es nada y de que ciertamente no es esa historia que se lee sin pasiones radica en el hecho de que en este país de viejos, los viejos que eran jóvenes hace 50 años se emperran en justificar sus procederes y en secundar las decisiones de sus relevos para que todo quede como está, es decir, oculto. En esa pertinaz coherencia del más puro gatopardismo, el Pepe desentona en ese encuentro de viejos gallos. Él sí ha cambiado, lo que lo vuelve menos viejo, cualquiera sea el sentido de su cambio.