Los ultras franceses marcan tendencia

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EDUARDO FEBBRO|La ultraderecha xenófoba y populista es un misil tóxico con suficiente fuerza como para deshacer mayorías, precipitar la caída de gobiernos y lograr que sus ideas impregnen la acción política de los partidos conservadores. No se debe olvidar que la extrema derecha francesa hizo escuela en casi toda Europa.
El partido ultraderechista Frente Nacional surgió en Francia a partir de los años ’80, justo después de la elección del socialista François Mitterrand a la presidencia de la República (en mayo de 1981). El FN existía ya, pero su audiencia era confidencial. Las tácticas electorales de Mitterrand destinadas a debilitar a la derecha clásica son uno de los factores que llevaron a la ultraderecha francesa a convertirse con los años en un partido poderoso, capaz de perturbar el equilibrio político clásico y contaminar con sus ideas todos los debates, desde la izquierda hasta la derecha. Tres décadas más tarde, el Frente Nacional, ahora dirigido por la hija de su fundador, Marine Le Pen, obtuvo el resultado electoral más alto de su historia: casi 18 por ciento de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales del pasado 22 de abril.

Lejos de ser un caso aislado, este movimiento cuenta con unos cuantos hermanos en el Viejo Continente. La ultraderecha xenófoba y populista es un misil político tóxico con suficiente fuerza como para deshacer mayorías, precipitar la caída de gobiernos y lograr que sus ideas impregnen la acción política de los partidos conservadores. La extrema derecha tiene, de hecho, dos fases históricas: la que fue de 1945 al año 2000, donde el antisemitismo era la norma, y la que se inicia con el siglo XXI, donde la islamofobia es anzuelo de las urnas.

El segundo hito de la ultraderecha tuvo lugar en Austria, entre los años ’80 y 2000. El FPÖ –Partido Austríaco de la Libertad, fundado a principios de los años ’50 por el ala nacionalista y populista de la extrema derecha– es aún uno de los más sólidos de la Unión Europea. El FPÖ tuvo su hora de gloria en la década del ’80, cuando formó una coalición gubernamental con los socialdemócratas del SPÖ. Luego, bajo la influencia de su carismático líder, Jörg Haider, la ultraderecha nacionalista austríaca regresó al poder en 1999, después de obtener el 27 por ciento de los votos en las elecciones legislativas de ese año. Playboy y negacionista, Haider prosiguió la obra de Jean-Marie Le Pen, el fundador del Frente Nacional francés. Ha transcurrido un cuarto de siglo y la ultraderecha es ahora un movimiento normalizado, admitido y legitimado. Esta corriente mudó sus ideas y pasó de un antisemitismo secular a la islamofobia delirante y a la crítica violenta contra Bruselas.

El ejemplo más moderno y devastador de esta reencarnación es el líder populista holandés Geert Wilders y el Partido por la Libertad (PVV). Desde las elecciones de 2010, donde obtuvo el 24 por ciento de los votos, el PVV es un aliado de la coalición de derecha-conservadora que gobernó Holanda hasta que, esta semana, el mismo Wilders hiciera caer el andamiaje del primer ministro Mark Rutte, forzando elecciones anticipadas. Un desacuerdo en el seno de la coalición sobre los planes de austeridad demostró la capacidad destructora de la ultraderecha. Wilders es un islamófobo notorio, defensor acérrimo de cerrar por completo las fronteras a la inmigración. En 2008, el jefe del PVV firmó un panfleto infeccioso contra el Islam y luego realizó un documental, Ftina (La discordia), en el cual mezcló imágenes de los versículos del Corán con atentados terroristas.

En los países escandinavos, el retroceso de los partidos socialdemócratas dio lugar al surgimiento de partidos de ultraderecha. Muchos de éstos pasaron de la marginalidad a formar alianzas de gobierno. Ese es el caso de Dinamarca entre 2009 y 2011; en 2009, en Noruega, el Partido del Progreso logró el 22 por ciento de los votos en las elecciones; en Finlandia, la coalición formada por la izquierda y la derecha impidió in extremis que el Partido de los Verdaderos Finlandeses integrara el gobierno luego de que, al cabo de las elecciones legislativas de 2011, este cenáculo de la extrema derecha obtuviera el 19 por ciento de los votos y pasara a ser la tercera fuerza política del país; en Suecia, la extrema derecha del partido Demócratas de Suecia se llevó el 5,8 por ciento de los sufragios en las elecciones legislativas y entró por primera vez al Parlamento.

Italia es una excepción; hay una oveja negra, la regionalista y fascistoide Liga del Norte de Umberto Bossi, pero el movimiento ultra más poderoso que existía operó una transformación inédita hasta hoy. El neofascista Movimiento Social Italiano de Gianfranco Fini se transformó a partir de 1994 en un sólido partido de derechas, la Alianza Nazionale. Esa transmutación fue mucho más allá que el mero nombre: Fini, quien luego formó alianza con Silvio Berlusconi, condenó el antisemitismo, reconoció como válidos los valores de la Resistencia y los términos de la Constitución.

Una tras otra, en mayor o menor medida, las sociedades del Viejo Continente sucumben a las sirenas del ultraderechismo. La receta del éxito es siempre la misma: la globalización y sus innumerables y reales consecuencias, entre ellas las deslocalizaciones, la llama de la confrontación del “pueblo” contra las elites “corruptas”, la inmigración, la amenaza del Islam y la identidad nacional en peligro por el multiculturalismo.

Dominique Reynié, autor del ensayo Populismes, destaca el doble resorte de los valores que pregona hoy la extrema derecha: “Por un lado está la protección de los llamados intereses materiales, es decir, el nivel de vida o el empleo; y, por el otro, el patrimonio inmaterial, o sea, la reivindicación de determinado estilo de vida amenazado por la inmigración y la globalización”. La fuerza de la extrema derecha consiste en presentarse como una respuesta “antisistema” ante una arquitectura formada por las elites corrompidas y “empañada” por la globalización y el multiculturalismo. La repercusión de este discurso sobre las construcciones políticas de los países es considerable.

A partir del 14 o 15 por ciento de votos obtenidos por la extrema derecha, los partidos conservadores tradicionales caen en la tentación de imitar sus principios. La mutación es así considerable y el trastorno de los valores termina en una gran confusión de la cual sale siempre el mismo ganador: la ultraderecha. Las elecciones presidenciales francesas son un ejemplo espectacular de esa carrera protagonizada por los conservadores liberales para sacarle a la extrema derecha su caudal electoral. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, salió en busca de los votos que le faltaban para ser reelecto con un argumento digno de la más pura extrema derecha: apenas perdió la primera vuelta, Sarkozy consideró, entre otras delicadezas, que Marine Le Pen era “compatible con la República”. La recuperación del miedo al Islam y la agresión verbal contra los inmigrados son hoy, en las sociedades europeas, una de las semillas más fructíferas de la conquista del poder.