Colombia: Los veinte mil
William Ospina-El Espectador
Después del proceso de paz como obra de teatro exitosa, que le ha permitido a Juan Manuel Santos mantener la sala colmada y aplazar por cinco años las reformas que Colombia necesita, va llegando la hora de las definiciones.
Santos tiene un año largo de plazo para sacar adelante su paz, antes de que el carnaval de las elecciones siguientes convierta el armisticio en el último punto de la agenda pública.
Uno no deja de preguntarse si la guerrilla es tan importante como nos dice el establecimiento colombiano. Durante 45 años no se pudo modernizar el país porque la guerrilla no dejaba; ahora llevamos cinco años aplazando las reformas hasta que el proceso de paz las permita. Cincuenta millones de personas seguimos dependiendo de veinte mil.
Alrededor de la mesa de negociación, Santos inventa cada día una guirnalda nueva, una comisión, un festón, una gira, un preacuerdo, para hacerle sentir a la galería que ya se oyen los claros clarines, y cada semana la guerrilla tiene que salir a decir que el acuerdo está lejos.
Entre tanto el doctor Vargas Lleras hace la única obra de gobierno visible: preparar las siguientes elecciones que garanticen la eternidad de ese grupito autista que se hace llamar la clase dirigente, mediante el sorteo dramático de las casitas, que se va convirtiendo en un reality de televisión: la lotería de la esperanza.
Mientras tanto Álvaro Uribe recorre el país soñando que, con la consigna cansada de una guerra que ya nadie quiere, le será posible recuperar sus laureles: la oportunidad desperdiciada que tuvo de cambiar el país antes de que el tiempo, que es implacable, y Santos, que lo es más, le cambiaran el libreto.
Tanto la vieja dirigencia de la caja registradora como la nueva de la caja de pino siguen soñando que tienen el país en sus manos, pero el país ya iba fuera de madre antes de los diques de Uribe, y se salió definitivamente después de que Santos los hizo volar en pedazos, de modo que hoy no hay en Colombia un poder central sino mil poderes haciendo de las suyas por todas partes, y revistas llenas de noticias alarmantes bajo una carátula donde Simón Gaviria le sonríe feliz al porvenir.
Ahora al Gobierno no le queda siquiera la opción de levantarse de la mesa, porque eso significaría entregarle el país en una bandeja a la venganza de Uribe, y recostar sobre el tablero el rey de la vieja dirigencia colombiana.
A Uribe le quedaba la opción de sumarse a la mesa (a la que ya está sentado, sin saber el menú, Andrés Pastrana, que sólo sigue las órdenes de su estado de ánimo), pero pudo más la idea primitiva de que Colombia sólo funciona con delaciones, lluvias de bombas y cortes marciales.
Nadie, ni siquiera Santos, sabe para quién trabaja. Ahora el país se precipita, casi sin otra opción, hacia una nueva Asamblea Nacional Constituyente, como lo exigen las Farc, que paradójicamente no tienen quién las elija; como lo desea Uribe, quien cree ser dueño de la mitad de los electores; y como no lo desea ni en sueños Juan Manuel Santos, quien no ha tenido nunca mayorías pero ha mostrado ser el más sagaz de los jugadores, haciéndose elegir primero por la esperanza de guerra de la mitad del electorado y después por la esperanza de paz de la otra mitad. Sólo cuando se está en la partida final, una clase social se ve obligada a mostrar todas sus cartas.
Esa Asamblea Constituyente es necesaria y casi parece inevitable, pero no sólo para refrendar los acuerdos, como la guerrilla lo exige, sino para rediseñar un país que hace rato se quedó sin el ejecutivo, sin el legislativo y sin el judicial.
Ahora la pregunta es si será rediseñado por Uribe, a quien sólo parece importarle la agroindustria pero en sus manos, la locomotora minera que hoy es todo y mañana es nada, y el poder considerado apenas como autoridad y vociferación. O si será rediseñado por Santos con los votos solícitos de la izquierda parlamentaria, atrapada en el respeto de unas instituciones que se derrumban, e incapaz, década tras década, de proponernos otro país.
O si veremos aparecer por fin la Franja Amarilla que Colombia busca desde hace décadas (y ojalá la izquierda forme parte de ella), que sea capaz de ponerles freno al egoísmo y a la violencia de unas minorías y dejar brotar el país verdadero.
Un país para el que el territorio sea un hermoso laboratorio de la vida y no una saqueada bodega de recursos; para el que un río sagrado y lleno de vida no pueda convertirse en una sucesión de hidroeléctricas y una autopista; un país donde cada región pese y decida; donde en cada ciudadano repose la dignidad de la nación; un país con industria, con agricultura, con autonomía de sus alimentos, que tenga grandeza en su diálogo con el mundo y no esté de rodillas ante las multinacionales, que deben estar para servir y no para expoliar a la humanidad.
Ese país que se agolpa a las puertas esperando el viento fresco de la historia; un país que ya no se deje arrastrar por las maniobras de los pequeños rencores que han profanado a Colombia durante tanto tiempo.
Porque es verdad que cincuenta millones de personas seguimos dependiendo de veinte mil: pero esos veinte mil no son la guerrilla.