Fútbol, medios de comunicación y control social
El nacimiento del fútbol moderno está estrechamente ligado al surgimiento del estado parlamentario burgués y a los primeros pasos del sistema económico capitalista a finales del siglo XVII y principios del XVIII en Inglaterra. En este sentido, la configuración de las reglas de este deporte y el consenso acerca de su cumplimiento es resultado de la filosofía propia del sistema político entonces creado, en el que diversas agrupaciones políticas competían por el poder parlamentario adscribiéndose a unas reglas concretas bajo la supervisión de un juez. Los artífices de esta transposición de valores fueron los estudiantes de los elitistas ‘public schools’ británicos, que dieron al actual ‘deporte rey’ la forma que hoy tiene al concretar unas reglas comunes para poder competir a nivel nacional entre los equipos ligados a sus centros educativos.
Pero fue a cargo de la clase obrera británica que el fútbol se profesionalizó y extendió, llegando a todas las colonias y puertos con presencia británica en el siglo XIX. Su rápida difusión se debe, entre otras cosas, a la escasez de medios que precisa su dinámica de juego, para la que únicamente se necesita un balón (o algo que pueda pasar por esférico) y unas demarcaciones que hagan las veces de por
tería.
Una religión mediatizada
Actualmente el fenómeno es generador de potentes comunidades vertebradas por sentimientos identitarios colectivos gestados en torno a los diferentes clubes del mundo, reafirmados en cada partido mediante una serie de actos masivos que bien se podrían clasificar de auténticos rituales sociales. Varios autores han reflexionado acerca de los lugares comunes que comparten el fútbol y los ritos religiosos.
Partiendo de los estudios realizados por Émile Durkheim sobre religiones primitivas a principios del siglo XX, se entiende que la razón de ser de las diferentes religiones, presentes en toda sociedad conocida, es la de justificar la forma social de la que a su vez son resultado. Todo ritual religioso cumple así una función unificadora de la comunidad que lo practica. Estos ritos suelen consistir en actos de comunión conjunta de sus miembros con entidades supraterrenales, que constituyen finalmente una suerte de alabanza y reafirmación de la propia comunidad en sí y de su propia estructura social.
Coincidiendo con las revoluciones liberales, en las que se elimina la gracia de Dios como justificación principal del poder, comenzó en Occidente una progresiva, aunque limitada, pérdida de autoridad política del cristianismo, que ha sido suplida por diferentes formas “laicas” de culto a la sociedad. Una de ellas es el fenómeno social del fútbol.
Durante el ritual futbolístico las hinchadas realizan un acto de comunión cuasi religioso, expresando devoción hacia su club durante la temporada de fútbol ordinaria y a la propia nación cuando juega la selección de sus respectivos países. Tanto en un caso como en el otro, los individuos llevan a cabo una aproximación al ideal colectivo que los une, encomendándose finalmente a la comunidad de la que forman parte.
Varios elementos son compartidos por el ritual religioso y el futbolístico, en los que la comunidad fortalece y reafirma el sentimiento que tiene de sí misma. En todo culto religioso es necesario, en primer lugar, separar los actos sagrados de los profanos configurando un calendario litúrgico diferenciado del día a día de los fieles. Los fines de semana son las fechas elegidas tanto para ir a misa como al estadio generalmente.
En segundo lugar, la ruptura con la vida profana debe extenderse también a su dimensión espacial. Una ceremonia religiosa sólo puede oficiarse en un espacio sacralizado y convenientemente acondicionado para ello. Actualmente, los templos del fútbol emergen solemnes en las ciudades simbolizando la importancia política y económica de éstas, así como la grandeza del club mismo. En ellos, el terreno de juego, al igual que el presbiterio católico, se inviste como espacio sagrado que únicamente puede ser pisado por los oficiantes del ritual, en este caso los jugadores y el árbitro. Este espacio es sometido como tal a determinados cuidados que lo hacen digno de ser escenario de tan importante acto: césped cuidado, limpio y regado en su justa medida.
En tercer lugar, en todo acto religioso tienen lugar una serie de acciones colectivas más o menos repetitivas mediante las que los fieles expresan su devoción a la instancia a la que adoran. Alzar los brazos, agitar las bufandas, levantarse de los asientos o entonar cánticos son expresiones colectivas de veneración hacia el club y que guardan significativos parecidos con los que realizan las y los fieles hacia sus deidades en sus respectivos templos.
Toda comunidad religiosa debe tener una serie de referentes históricos que sirvan de ejemplo a sus integrantes. La leyenda y el mito alrededor de determinados jugadores para un club se asemejan a la tradicional santificación cristiana de personalidades históricas. Los santos constituyen así auténticos ejemplos de actuación y de servicio a la comunidad religiosa, habiendo sido canonizados por la realización de determinados actos o hazañas que contribuyeron a la expansión del cristianismo en el mundo.
En el caso del fútbol, las y los aficionados de los equipos recuerdan a jugadores emblemáticos cuyas hazañas en el terreno de juego fueron claves en la consecución de títulos y glorias que engrandecieron al club. El caso de Diego Armando Maradona es un claro ejemplo del vínculo existente entre idolatría religiosa y deportiva: en torno a él se formó la Iglesia maradoniana en Argentina, un culto de corte paródico pero que guarda sentimientos reales de devoción hacia la figura del futbolista. En Nápoles fue santificado extraoficialmente por los aficionados del club.
Competitividad, consumo y éxito social
Como puede apreciarse, los vínculos existentes entre ritual religioso y ritual deportivo son notorios. Durante la temporada de fútbol se realiza un devoto culto a la competitividad por el éxito profesional (ligado al éxito social) que rige a la sociedad contemporánea, basada en la economía de mercado. Pero, sin duda, en la sociedad actual el fútbol no es el único espacio de congregación colectiva que cumple este tipo de funciones cohesionadoras. La forma de consumir casi cualquier otro tipo de espectáculos, como el cine, la música o la televisión, también se acerca en gran medida al culto religioso. Un ejemplo son las diferentes comunidades de fans (fanatic) que se crean en torno a productos culturales generados por las industrias del espectáculo, cuyos integrantes exhiben símbolos identificativos plasmados en objetos cotidianos de merchandising o realizan auténticas muestras de devoción al acudir a ceremonias colectivas como conciertos, estrenos de películas, o el consumo simultáneo de capítulos de series de televisión.
En cualquiera de estos campos es un lugar común la labor de santificación de las personalidades más relevantes, llevada a cabo por los medios de comunicación de masas. Si bien los antiguos santos solían ser ejemplos de conductas ascéticas, las modernas celebridades son santificadas justo por lo contrario, por ser ejemplos de opulencia y conductas sociales ligadas al consumo, las cuales suponen el combustible de un sistema social basado en la sobreproducción.
En este aspecto, se configuran en torno al fútbol auténticos modelos de hombre para la clase obrera, debido principalmente a que la mayoría de astros futbolistas provienen de los sectores más humildes de la sociedad y han logrado su fama y éxito normalmente por sus propias habilidades en el campo y por su entrega. Es significativo que la industria mediática otorgue una cobertura tan privilegiada al único terreno que ofrece el sistema económico capitalista en el que la clase social no determina el éxito profesional.
Los medios de comunicación de masas llevan a cabo esa labor de glorificación de los campeones, a quienes invisten como auténticos modelos de vida en la sociedad de consumo, así como ejemplos de virilidad, autosuperación y trabajo.
Desde la industria publicitaria a los informativos televisivos, se nos muestran continuamente las hazañas deportivas de estos superhombres sobre el terreno de juego y, cada vez más, se introducen las cámaras en sus vidas cotidianas para mostrar la opulencia en la que viven, las mujeres despampanantes que tienen o el nuevo coche que han adquirido. El espectador medio de clase trabajadora podrá ver así que un igual suyo ha ascendido hasta la cima del éxito social por sus propios medios, quedando él mismo como único responsable de sus circunstancias socioeconómicas.
El mito generado actualmente por periodistas deportivos y empresas publicitarias alrededor del futbolista Cristiano Ronaldo es el mejor ejemplo de esta estrategia mediática. La marca deportiva Nike lleva años explotando su imagen como modelo de masculinidad y profesionalidad. “Mis expectativas son mejores que las tuyas” era el eslogan de la campaña lanzada por la marca en 2009. Una imagen gigante del futbolista celebrando un gol con el torso desnudo aparecía prácticamente en cada parada de metro madrileña, recordando a los millones de trabajadores que usan el transporte público lo lejos que se encuentran del éxito social y profesional. El consumo se convierte así en la única vía posible para emular al superhombre que no han sido capaces de ser.
El césped politizado
Pero éste del que hemos hablado es sólo uno de los aspectos mediante los que el fútbol se convierte en espacio político de disputa por el poder y el control social. Es necesario recordar que el fútbol constituye una alegoría del combate en el que dos comunidades perfectamente identificadas se enfrentan a través del juego, que posibilita que el encuentro se resuelva sin arriesgar la integridad física de los participantes. En su dimensión de fenómeno de masas, este deporte canaliza las pulsiones agresivas de la sociedad mediante el elemento mimético que constituye el juego competitivo sobre el césped, siendo un espacio idóneo para volcar tanto pretensiones de empoderamiento como reafirmaciones de la autoridad establecida.
El fascista Benito Mussolini fue de los primeros líderes políticos en ver en el fútbol una importante herramienta propagandística. Dedicó grandes esfuerzos a construir estadios monumentales y a organizar grandes competiciones deportivas en aras de demostrar el poderío de la nueva Italia.
En la actualidad, esta estrategia es una pauta básica de la política global, regida por similares pretensiones imperialistas. Sólo hay que atender a la forma en la que los Estados-nación vuelcan sobre el césped su orgullo patrio, o la forma en la que compiten previamente por ser la sede de los mundiales, mostrando su nivel de organización y su potencial de desarrollo a la inversión extranjera. Se producen violentas expulsiones de personas pobres del centro de las ciudades, o inversiones millonarias de capital público en la construcción de infraestructuras que darán pingües beneficios a las élites económicas locales y extranjeras.
En estos campeonatos, el fútbol funciona como elemento cohesionador. En el caso español, tras el resultado del mundial de Sudáfrica de 2010 no tardaron en escucharse en los medios de comunicación de masas alegorías acerca del gran poder que podría tener una España unida en el terreno de la política global, siendo esta unión requisito indispensable para salir cuanto antes de la crisis económica. El complejo de imperio perdido que vertebra el nacionalismo español se volcó a través de los medios en el triunfo de la selección, reforzando el sentimiento de identidad nacional y contrarrestando a su vez el clima sociopolítico. Contrasta la saturación informativa del Mundial de 2010 con el relativo silencio mediático tras quedar eliminada la selección española en 2014 en Brasil.
Mediante la parafernalia mediática creada alrededor de los triunfos de la selección nacional, se genera en la clase obrera una suerte de ilusión colectiva de participación en su Estadonación, a modo de sucedáneo. En cada cadena de televisión se crean tertulias deportivas y programas de “personas expertas” que engrandecen a los héroes del país, dando forma a un espíritu nacional que integra a trabajadores, patrones, e instituciones políticas. Gracias a la facilidad que ofrece a la hora de generar identidades colectivas, el fútbol supone un atractivo de masas sin igual que reproduce las estructuras de poder social y las diferentes tensiones inherentes a ellas.
El fútbol comprende uno de los grandes bastiones intocables de la dominación masculina en su dimensión más tradicional. Las glorias futbolísticas son sistemáticamente negadas a las mujeres a pesar de que cada vez éstas tengan mayor presencia en los estadios. Ellas son minoría, como los homosexuales, condenados al más completo silenciamiento. La asociación ente virilidad y competición de contacto físico, que supone la columna vertebral del culto futbolístico, es resultado lógico del contexto filosófico- moral burgués en el que este deporte se gestó.
Como en cualquier otro deporte, se lleva a cabo una discriminación de la mujer a practicarlo junto a los hombres, aludiendo a razones de corte biologicista. Sin entrar en una discusión de este tipo, simplemente es necesario señalar que el fútbol es un deporte en el que las capacidades físicas son relativamente compensables mediante las capacidades técnicas, la inteligencia del jugador o jugadora y la estrategia y cohesión del equipo. De no ser así hubiese sido impensable, por ejemplo, que un equipo como la selección española, integrado en su mayoría por jugadores bajitos y relativamente delgados, se alzase con el título mundial en 2010, habiendo selecciones compitiendo como la camerunesa o la marfileña que no llegaron siquiera a la segunda fase del torneo.
De nuevo los argumentos de corte evolucionista se hacen primar respecto a la teoría social a la hora de explicar por qué las mujeres juegan peor al fútbol que los hombres y no son dignas de competir junto a ellos. Sin duda, pensar en el hecho de que las mujeres partan desde su nacimiento de una posición claramente desventajosa para practicar este deporte (y prácticamente cualquier otro) respecto a los hombres debido al rígido constructo social que suponen los roles de género en los que se socializan, es más absurdo que pensar que la mujer juega peor al fútbol porque la madre naturaleza (paradójicamente) así lo ha querido.
Por otro lado, el culto al ideal masculino que rige el espectáculo futbolístico conlleva una suerte de prohibición tácita de su práctica a aquellos individuos cuya identidad sexual sea percibida como una amenaza a los pilares de la masculinidad tradicional que se venera en este deporte. No es casualidad que sólo existan en la actualidad dos jugadores profesionales en activo declarados homosexuales, el sueco Anton Hysén y el estadounidense Robbie Rogers, ambos jugando actualmente en EEUU. Los casos más conocidos se hicieron públicos tras su retiro, evidenciando la incompatibilidad de su identidad sexual con su carrera.
Así, entendiendo cada encuentro futbolístico profesional como una ceremonia cuasi religiosa en la que la sociedad realiza un rutinario culto a los valores de competitividad y de masculinidad que rigen el sistema sociopolítico dominante, se entiende la dificultad que entraña para un futbolista homosexual erigirse como elemento disonante en un entorno tan mediatizado, en el que será sometido a un inevitable juicio de masas. Aún así, poco a poco se va abriendo la brecha en la FIFA gracias al coraje de los propios jugadores, que, en silencio, luchan por su libertad sexual propiciando el desarrollo de más iniciativas que favorezcan la normalización de la homosexualidad en el deporte. No obstante, éste es solo el principio de un arduo camino que conlleva el necesario replanteamiento de los pilares culturales en los que se asienta este fenómeno de masas.