La invariable política exterior de EEUU hacia América Latina
HUGO MOLDIZ | El tercer y último debate entre el demócrata Obama y el republicano Romney, el lunes 22 de octubre, ha confirmado que Estados Unidos seguirá, por causas económicas y políticas, desarrollando una contraofensiva general para derrocar a los gobiernos revolucionarios y progresistas de América Latina.
Nuestra América –aquella que de nuevo recorre los senderos de la emancipación- tiene más de una razón para mantenerse alerta ante la previsible y esperada continuidad de la contraofensiva de Estados Unidos, independientemente de quien gane las elecciones presidenciales en ese país el 6 de noviembre próximo.
El último debate presidencial entre el demócrata Barak Obama y el republicano Mitt Romney, del lunes 22, confirmó, a pesar de la diferencia de tonos entre ambos candidatos, que no habrá mayor variación de la política exterior de los Estados Unidos hacia el Oriente Próximo y América Latina.
La llamada de atención de Romney a Obama por su predisposición al diálogo con “las peores figuras del mundo” como el presidente Hugo Chávez, Fidel Castro y otros, en realidad está destinada a captar y/o consolidar el voto latino radicalmente anti-izquierdista que se concentra en algunos estados de ese país, particularmente en Miami, donde la mafia cubano-americana tiene virtualmente secuestrados a los políticos estadounidenses en función de una política que ha fracasado: el bloqueo a Cuba.
Contrastando el lenguaje belicoso y agresivo del candidato republicano con las palabras más moderadas del demócrata que lleva una pequeña ventaja nada irreversible en su campaña por la reelección, pero además colocando en el balance de situación las acciones u omisiones de Obama desde enero de 2009, la conclusión no puede ser menos que afirmar que la política exterior estadounidense seguirá siendo una amenaza real para los gobiernos revolucionarios y progresistas de América Latina y el Caribe.
El criterio de que un Obama reelecto se juegue en su último mandato por cumplir con sus propuestas de hace cuatro años, como el cierre de la base militar en Guantánamo, la flexibilización del bloqueo contra Cuba, un reencuentro con América Latina (reiterado incluso en la V Cumbre de las Américas en Trinidad Tobago de abril de 2009) y otros, hay que tomarlo con beneficio de inventario, pero al mismo tiempo asignarle una mínima posibilidad de materialización por la historia de los Estados Unidos en su relación de dominio/subordinación con los países de esta parte del mundo.
En los Estados Unidos hay una larga tradición de hacer política interna sobre la base de la “seguridad nacional”. La cultura política estadounidense se basa en el temor y la ignorancia de la inmensa mayoría de su población. A eso hay que añadir el creciente peso que tienen el Pentágono y los servicios secretos estadounidenses en la configuración de la política exterior y en la adopción de medidas de largo aliento. Para muestra un botón: hace pocos días se conoció, por medio del ex embajador del Reino Unido en Uzbekistan, Craig Muray, que el fondo de 87 millones de dólares constituido por la CIA para desestabilizar al presidente ecuatoriano Rafael Correa e impedir su reelección en febrero de 2013, se ha sido triplicado luego que el presidente venezolano Hugo Chávez saliera victorioso en las elecciones del domingo 7 de octubre.
El conocimiento de esa información no es una sorpresa, pues es sabido que Estados Unidos destina millones de dólares para sus campañas de subversión contra Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, en las que los medios de comunicación juegan un papel importante para construir matrices de opinión contrarias a los procesos políticos que viven esos países y sus líderes.
Entonces, valga ese dicho popular de que no todo es lo que parece. La mayor parte de las transnacionales de la información han señalado que América Latina apenas estuvo presente en el tercer debate presidencial e incluso la CNN ha enfatizado que “estuvo ausente”. Pero que los dos candidatos no hayan concentrado su intervención en esta parte del mundo, no quiere decir que no se tenga pensado mantener las medidas vigentes y adoptar otras en defensa de la seguridad interna de los Estados Unidos. Las acciones dicen más que las palabras.
Si bien la construcción de enemigos viejos y nuevos forma parte de la teoría y práctica de los dos únicos partidos reconocidos por el sistema electoral estadounidense, la tendencia se ha agravado en los últimos años debido a las serias dificultades que tienen los políticos estadounidenses para conquistar a una población agobiada en su mayoría por la combinación de la crisis mundial capitalista y la crisis específica de los Estados Unidos.
Por lo tanto, es muy claro que para los políticos y autoridades estadounidenses la recuperación de su hegemonía en la América Latina de hoy -laboratorio de luchas por la emancipación-, es una imperiosa necesidad y pasa por revertir la creciente tendencia latinoamericanista que está contagiado –al impulso de los países miembros del ALBA- a gobiernos progresistas y de derecha que buscan construir un espacio de mayor autonomía ante los Estados Unidos.
La creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que no hubiera sido posible durante más de dos décadas de neoliberalismo, representa un espacio político mucho más rico de lo que es la Organización de Estados Americanos (OEA), bastante desprestigiada por su papel funcional a los Estados Unidos, para pensar en otras maneras de integración comercial y económica. Ni hablar del aporte de UNASUR y MERCOSUR en su favorable papel de apoyo a la latinoamericanización.
Es bastante lo que ha perdido Estados Unidos en América Latina. Políticamente ha tenido que enfrentar una creciente ola contestaría de pueblos y gobiernos que le dicen cosas que nunca antes solía oírse. Una de ellas, la advertencia –formulada en Cartagena de Indias en abril de este año- de que no habrá otra Cumbre de las Américas si Cuba no está presente. Económicamente, el incremento de las relaciones comerciales intra-regionales y la apertura de otros mercados, como la China, cuya demanda de materias primas no cesa de aumentar, ha disminuido relativamente el peso específico de EE.UU. en el continente.
La necesidad de recuperar el espacio perdido conduce a la burguesía imperial a cerrar filas ante los que consideran sus enemigos principales. Ahí pueden variar los tonos e intensidades, pero no cambian los objetivos. No importa cuál sea el discurso empleado por republicanos y demócratas, el fondo es el mismo. Para Obama, “EE.UU. permanece como la nación indispensable”, para Romney “Latinoamérica es una oportunidad” y, apelando a la Doctrina Monroe que nunca dejaron de aplicar sostuvo: “nuestra misión en el mundo es hacer un planeta pacífico… Ese papel le cayó a America… no lo pedimos… America tiene una responsabilidad y un privilegio de defender la libertad y los principios fundamentales”.
¿Qué es lo que se anuncia entonces?
No hay que profundizar mucho para saber que, por ejemplo, Estados Unidos le seguirá dando las espaldas al mundo y al sentimiento latinoamericano en la demanda del cese inmediato del criminal bloqueo contra Cuba. Prisioneros de la mafia cubano-americana, pero además convencidos del credo religioso –bastante fuerte en esa sociedad conservadora- de que Puerto Rico y Cuba les pertenece, según se tradujo con claridad en el Destino Manifiesto redactado en la primera mitad del siglo XIX, es poco probable que la clase dominante estadounidense vaya a levantar esa criminal medida por su sola voluntad política, así la Casa Blanca siga habitada por el demócrata Obama. De hecho, el 13 de noviembre se da por descontado que Cuba reciba, por vigésima primera vez consecutiva el inmenso apoyo en las Naciones Unidas a su resolución que condena el bloqueo y pide su inmediato levantamiento.
Pero al viejo enemigo, que ha aportado autoridad política y moral al mantener invariable su conquistada soberanía y dignidad nacionales, se le suman los nuevos enemigos del siglo XXI. Las revoluciones venezolana, boliviana y ecuatoriana, a las que se añade la re-emergencia de la nicaragüense, concentran la atención de los estrategas del Pentágono, que virtualmente también tienen secuestrado al Departamento de Estado desde la década de los 80, sin que eso signifique que los titulares de la Casa Blanca sean unos angelitos.
La guerra permanente contra Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega se va a mantener. Es más, la crítica de Obama a Romney por tener una política exterior de los años 80, hay que llenarla del contenido que el candidato demócrata no se atrevió a hacer ante las pantallas de televisión, en parte porque esa política no ha sufrido la mayor variación estructural en el período de su administración.
El hilo conductor de esa política es la estrategia de la guerra de baja intensidad para América Latina, concebida por Reagan en los 80 y resignificada después por Clinton, los Bush y Obama a través del Plan Colombia, la Iniciativa Regional Andina, la Iniciativa Mérida y desde hace poco la Alianza Pacífico. Esto significa la combinación de medidas políticas, económicas, ideológico-culturales y militares conducentes a “revertir” los procesos revolucionarios haya donde hubiesen triunfado o a evitar la expansión de su ejemplo en otros países donde el poder político de las clases dominantes aliadas a Washington esté en peligro de ser conquistado por los nuevos enemigos.
Por eso no es un desliz la afirmación del candidato republicano de que Rusia es el principal enemigo de Estados Unidos o que hay que apostar por América Latina como una alternativa a China. En realidad, ese punto de vista más que una confusión respecto del ex país socialista y de ser un halago para Latinoamérica, es el preaviso de la profundización de una estrategia que ya está en marcha en plena administración demócrata.
Parte sustantiva de esa estrategia es la llamada “Guerra Internacional contra las Drogas” que no solo que ha fracasado por su énfasis represivo en los países productores de coca y la tolerancia en los países consumidores, sino que ha servido en la mayor de las veces como pretexto de intervención política y militar de los Estados Unidos. Obviamente de ese tema ambos candidatos prefirieron no opinar, lo que equivale a decir que existe una plena coincidencia de que esa concepción antidrogas seguirá vigente, a pesar de que un informe emitido por expresidentes de varios países de América Latina afectados por este flagelo (Bolivia, Colombia, Peru y México) y otros especialistas concluye, luego de un largo balance, que esa estrategia de cuatro décadas ha fracasado.
Vayamos por partes. Para los políticos estadounidenses la férrea oposición rusa y china a intervenir en Siria e Irán es algo que obstruye sus planes de recolonización de parte del Africa y Asia, pero además que configura un escenario geopolítico que no se esperaban a más de dos décadas del derrumbe de un mundo bipolar.
Por lo tanto, hay que ver América Latina, bastante rica en yacimientos hidrocarburíferos, mineralógicos y gasíferos, así como de reservorios de agua dulce, oxígeno y biodiversidad, como un territorio atractivo para un capitalismo estadounidense en crisis. Pero no solo para EE.UU. El capitalismo central requiere retornar, bajo el liderazgo de EE.UU., a ciertas formas de acumulación originaria (recursos extra-económicos de acumulación de capital) para encontrar una salida a la crisis multidimensional que no ha podido ser resuelta a pesar de los encuentros del G-20 en Londres, Seúl y Cannes.
Pero lo que se opone entre esos recursos naturales que Estados Unidos ve como suyos y los planes de demócratas o republicanos, son pueblos y gobiernos que en más de doce años han construido soberanías, dignidades y un tejido de voluntades con múltiples perspectivas emancipadoras.
Por tanto, como varias veces se ha señalado, América Latina es escenario de disputa intensa entre una tendencia emancipadora –la tercera desde la invasión europea- y la dominación, cuyas formas solo han cambiado de ropaje.