Rius, la pedagogía de la imagen
Luis Hernández Navarro|
Eduardo del Río, Rius, trasladó la vocación educativa del muralismo mexicano a la historieta. Al igual que Diego Rivera, David Alfaro Siquieros, José Clemente Orozco o Juan O’Gorman, el monero michoacano forjó, en sus cartones, revistas, cómics y libros una verdadera pedagogía de la imagen.
La misión que los grandes muralistas se echaron a cuestas a la hora de pintar los muros fue muy parecida a la que cargó Rius sobre sus hombros buena parte de su vida: promover entre las masas populares la toma de conciencia, catalizar el cambio político y social, presentar la historia como resultado de la lucha de clases, inventar un lenguaje plástico directo, forjar una representación de lo popular.
Juan O’Gorman sintetizó esta posición reivindicando su pintura como forma de servir al pueblo, a su enseñanza y formación. Como parte de la memoria de un pueblo. Y Rius la resumió reivindicando la función social de la caricatura como vehículo de concientización. La función de la caricatura –dijo– es la de educar un poco al pueblo, haciéndolo reír si se puede…
Pero el México en que los muralistas produjeron su obra (entre 1951 y 1954) es radicalmente distinto al país en que Rius elaboró la suya. Si los pintores tuvieron en muchos momentos el apoyo del Estado (no siempre) y a sus espaldas un vigoroso movimiento social, en sus inicios el monero trabajó en un entorno en el que la izquierda estaba divorciada de lo popular y en el que incluso fue reprimido por el Estado. Como le dijo Renato Leduc: Joven Rius, en esta profesión o le pagan o le pegan. Él escogió que le pegaran.
Comparar la obra pictórica de los muralistas con Rius no es excesivamente forzado. Según cuenta David Alfaro Siqueiros, ellos tuvieron que dejar en 1925 los muros fijos de los edificios públicos para tomar los muros móviles de las páginas de su periódico: El Machete. Cambiaron una forma de arte público por otra forma diferente. Y Juan O’Gorman reconocía en 1982 que las artes gráficas sustituyeron al muralismo con una inmensa ventaja: podían reproducir millones de copias de un mismo mensaje y llegar a todos.
Por supuesto, hay enormes diferencias entre el lenguaje del muralismo de los grandes maestros y el lenguaje del cómic de Rius, pero ambos alimentaron con claves similares los nuevos lenguajes de la cultura popular. A través de su plástica, elaboraron un relato épico y popular para comprender la historia de México (y de muchas otras partes del mundo). Como señala el mismo Juan O’Gorman: La identificación del espectador con la obra artística se lleva a cabo cuando ésta contiene aquellos elementos propios de la tradición popular que permanecen en el inconsciente colectivo.
Las similitudes temáticas son asombrosas. Diego Rivera y Rius coincidieron en reivindicar la importancia de los maestros de banquillo. Mientras en el retablo de La maestra rural, parte de los murales en la Secretaría de Educación Pública, Rivera representó a la docente con la forma de una mensajera del espíritu que lleva al campo, con su resplandeciente libro, el nuevo Evangelio laico de la educación, el michoacano buscó convencer a sus lectores de que debemos recuperar a los maestros, el único factor de cohesión social y de cambio en el país.
Podría parecer abusivo comparar los trazos magistrales, el manejo del color y la perspectiva de los grandes muralistas con los dibujos aparentemente elementales de Rius, influido por Saul Steinberg y Abel Quezada. Por principio de cuentas porque lo del monero es simultáneamente imagen y texto. Y, después de todo, él mismo reconoció, en un exceso de modestia, que no sabía dibujar. Sin embargo, a pesar de ello, recogió, con enorme eficacia, los rasgos esenciales de la tradición popular presentes en el imaginario social, actualizándolos.
Al hacer un balance de su obra, Rius reconoció la potencia de su trazo. “En estos 50 años –explicó– he caído en cuenta de que, para hacer una buena caricatura, el dibujo puede pasar a segundo plano. Que se puede hacer un cartón político efectivo y crítico, con el mínimo de líneas y monos mal hechos. Y que también se puede lograr el mismo efecto, ejecutándolo magistralmente con todas las de la ley”.
Rius fue, en el sentido gramsciano del término, un filósofo. La labor del filósofo –decía el autor de los Cuadernos de la cárcel– no consiste solamente en hacer descubrimientos particulares, sino también, en difundir críticamente la verdad descubierta, socializarla… convertirla en fundamento de acción vital, en elemento de coordinación y de condición intelectual y moral. Rius lo hizo en tres grandes ejes: el marxismo y las revoluciones populares, el ateísmo y el vegetarianismo. Aunque no tuvo formación académica (o precisamente por ello) supo dialogar con la gente. Se movía en el sentido común como pez en el agua. Más aún, sus caricaturas expresaban ese sentido común y la pretensión de transformarlo en un buen sentido proletario.
En una época en que la izquierda radical había perdido sus lazos con el sujeto social que decía representar, Rius llevó a los sectores populares (incluidos algunos que vivían en los enclaves más reaccionarios del país) herramientas teóricas emancipadoras y un análisis de la coyuntura inexistente en la gran prensa.
Con una enorme eficacia, construyó una representación crítica de la situación política de los subalternos (de allí el título de sus dos historietas: Los Agachados y Los Supermachos), del autoritarismo del PRI y del caciquismo. Aunque su labor como divulgador comenzó desde antes, puso a dialogar con el pueblo el auge del marxismo. Tanto así, que la identidad de la izquierda mexicana pasa por el espejo de Rius.
Por supuesto, en la combinación de su misión a un tiempo concientizadora y de divulgación, Rius cometió simplificaciones, excesos y errores. A pesar de ello, fue un enorme educador popular, que alfabetizó políticamente a una generación convencida de la necesidad del cambio. El intelectual cubano Omar González resumió a este gigante en unos cuantos caracteres: “Cuando Rius me dio la mano, me estremecí. Grande en la obra e intenso y cercano en los gestos. Cierto que se aprendía. Que vaya en paz”. Su pedagogía de la imagen queda entre nosotros.