El año más largo: un balance de 2016
Reinaldo Iturriza|
A finales de agosto pasamos un par de días en Puerto La Cruz. Veníamos de Margarita y decidimos hacer una pausa para saludar a la familia antes de continuar el viaje de regreso a Caracas. Diez días antes habíamos salido de casa llevando un pequeño mercado con nosotros, porque viajábamos con muy poco dinero, pero sobre todo porque estábamos seguros de que nos costaría mucho trabajo conseguir alimentos en la isla, sin hablar de los precios, históricamente más altos que los de la capital.
Dos días en Los Robles fueron suficientes para darnos cuenta de lo equivocados que estábamos: conseguíamos pan, leche líquida o queso con relativa facilidad, en contraste con la situación a la que nos habituamos en Parque Central, pero además a precios similares o más bajos que los de Caracas. Pocos días después fuimos a comprar vegetales y frutas: cebolla, tomate, lechoza, cambur, piña. En Caracas lo comprábamos casi todo al mismo precio, con el añadido de que lo hacíamos en el lugar con los precios más accesibles que conocíamos: en cualquier supermercado, los tomates o las piñas duplicaban y hasta triplicaban el precio. Cada vez teníamos menos dudas de que, a diferencia de cualquier otra coyuntura durante los últimos quince años, el ataque contra la economía nacional se expresaba con mayor virulencia en Caracas.
Llegamos a Puerto La Cruz por la tarde, dormimos en el apartamento de los suegros y al día siguiente, muy temprano, fuimos a comprar algunas pocas cosas para hacer tres, tal vez cuatro comidas. Desorientados, por mala fortuna o por la razón que fuera, terminamos en el peor lugar posible: la Avenida Principal de Lechería, y probablemente en uno de los peores lugares de toda la avenida, un lugar de nombre “Le Marché”, un automercado con pretensiones de bodegón, mini-market o como quiera que se les llame a los establecimientos comerciales que ofrecen a su “distinguida clientela” productos importados a precios impagables por el común de los mortales. No más entramos nos dividimos, a ver qué conseguíamos. Caminé al lado de una cola de quince o veinte personas que cargaban, cada una, dos, tres, cuatro paquetes de arroz y azúcar. Me extrañó no tanto que se consiguieran estos productos, sino las marcas: no conocía ninguna. Al fondo del local, del lado izquierdo, había dos pilas de paquetes: una de arroz y otra de azúcar. Dos empleados del automercado los ofrecían para la venta, a precios exorbitantes, entre los dos mil y tres mil bolívares. También ofrecían aceite, a un precio similar. Importados de Colombia y Brasil. No tan caros como los precios del mercado paralelo e ilegal, pero mucho más caros que los precios regulados. La escena era tan repulsiva que decidimos irnos. Saliendo del local escuché a una señora que justificaba todo aquello: “¡Carísimos, sí! Pero, bueno, también es que ésta es una zona exclusiva”.
Regresamos a Caracas con la cabeza puesta ya no en el contraste entre la situación de Caracas y la de Margarita, sino en el contraste entre Los Robles y Parque Central y la zona más rica de todo el estado Anzoátegui. Sabemos perfectamente que en Caracas, como en muchas otras ciudades de Venezuela, abundan los lugares del tipo “Le Marché”, y que los hay muchísimo más “exclusivos”, pero ellos pertenecen a un universo al que no pertenecemos nosotros y al que nunca hemos deseado pertenecer. Supongo que intentar comprar alimentos en Lechería en agosto de 2016 nos afectó tanto como haber vivido en San Antonio de Los Altos en 2002: ahora, como entonces, observamos al monstruo desde dentro y atestiguamos la podredumbre moral que predomina en las burbujas que habitan las clases medias y altas.
No pasaron dos meses cuando, a mediados de octubre, fue puesto en marcha el Plan de Abastecimiento Complementario (PAC) en ocho puntos de Caracas. Precios exorbitantes, aunque no tanto como los del mercado paralelo e ilegal. Por más que intentamos, no fuimos capaces de desentrañar la racionalidad política y económica de la iniciativa. Tal vez entendimos, pero no quisimos aceptarlo. Tal vez preferimos hacer como que no entendíamos. Luego de meses escuchando a voceros del equipo económico afirmar que no había otra alternativa sino el ajuste de precios como precondición para que los alimentos aparecieran, el PAC en Caracas vino a ser como la consumación de una derrota material y simbólica. Había que ajustar precios, quién puede dudarlo. Pero los precios resultantes, la no normalización de la distribución de alimentos, la persistencia del ataque contra la economía nacional por parte de las fuerzas económicas que controlan el mercado, sugieren que, más que un simple ajuste de precios, se trató de una peligrosa concesión: una cuasi liberación de precios que, lejos de aplacarlas, fortaleció aún más a las élites económicas rebeladas contra la democracia venezolana.
En el campo de lo simbólico el retroceso es hondo y se expresa nítidamente en los cambios operados en el sentido común: “Que aumenten los precios, pero que se consigan los productos”, “el problema son los subsidios”, “hay que acabar con la regaladera”. No es que antes fueran pocos quienes se expresaban de tal manera. El problema es cómo este sentido común ha ido ganando terreno. Hasta hace poco resultaba muy sencillo sustraerse de aquel universo de valores y además muy gratificante combatirlo de manera entusiasta. Hoy ese universo es cada vez más el nuestro. Como si nuestro mundo estuviera a punto de ser engullido por un agujero negro. Como si Venezuela se estuviera convirtiendo, poco a poco, e irremediablemente, en una gigantesca Lechería.
Dos
El chavismo no sólo no ha sido derrotado: durante este largo 2016 ha vuelto a demostrar que sabe aprovechar muy bien las ventajas que otorga el antichavismo. Ensoberbecida por el triunfo electoral de diciembre de 2015, parte de la clase política antichavista incurrió en el despropósito de ponerle plazo a la salida de Nicolás Maduro de la Presidencia: seis meses como máximo. Lo cierto es que el referéndum revocatorio nunca encabezó la lista de opciones. Demagógica a extremos insospechados, prometió a su base social algo que no sería capaz de cumplir. Dicha falsa promesa obedeció, además, a dos razones: a la brutal disputa interna por el liderazgo político de la oposición, pero sobre todo a la subestimación de la fuerza del pueblo chavista. Muy difícil estimar correctamente la fuerza de un sujeto político cuya existencia se niega de manera sistemática.
El pueblo chavista volvió a aprovechar la ventaja que supone la subestimación de su propia fuerza, pero además decidió emplearse a fondo: resistió cada embate, cada provocación, y lo sigue haciendo. El chavismo no ha renunciado a sus deseos de pelear. Pero el precio que ha debido pagar ha sido muy alto y negarlo sería irresponsable.
Ahora mismo, el chavismo está atravesando por un importante proceso de mutación. Esta mutación se expresa, entre otras cosas, en la progresiva desafiliación política de las mayorías populares. No estoy seguro de que sea correcto hablar de despolitización creciente. Al contrario, sospecho que una población muy politizada se siente cada vez menos identificada con la clase política en general y con la clase política chavista en particular. Esta severa crisis de las mediaciones políticas produce el efecto de una retirada popular de la política, que viene a sumarse a la retirada parcial del espacio público como consecuencia del boicot a la economía nacional, que a su vez ha dado paso al predominio de lógicas de supervivencia. La misma retirada se ha traducido en una tendencia a desplegarse en otros frentes: el bachaqueo es uno de ellos. Otro sería el productivo: individualidades, pequeños grupos familiares o comunitarios y organizaciones populares que se han desplegado en pequeñas y medianas extensiones de tierra cultivable para producir algunos rubros, casi siempre para el consumo a pequeña y mediana escala. Como se viene haciendo costumbre afirmar, el difícil trance histórico ha sacado a relucir lo peor y lo mejor del pueblo venezolano. Estos frentes ilustrarían esta verdad elocuentemente.
Es necesario hacer algunas precisiones respecto de esta crisis de representación política. En primer lugar, ésta no constituye ninguna novedad histórica. Hacia mediados de los 90, la intelectualidad europea de izquierdas comenzó a usar el término de “pensamiento único” para referirse a este fenómeno, al que consideraban el correlato político de la hegemonía neoliberal en boga desde inicio de los años 80. ¿Cómo interpretar el ascenso de figuras como Donald Trump o la creciente popularidad de políticos de ultraderecha en varios países de Europa: como signos del agotamiento de la onda expansiva neoliberal o como la radicalización de sus líneas de fuerza más antipolíticas? Sea como fuere, el chavismo es, sin duda alguna, producto de la crisis de representación. Es la respuesta política del pueblo venezolano frente a tal crisis. Es la manera como la clases populares en Venezuela se movilizaron para hacerle frente al agotamiento de las formas tradicionales de representación política. Parte de las fuerzas económicas e incluso políticas que, al final de cuentas, terminaron haciendo parte del antichavismo, intentaron, en su momento, capitalizar esta crisis de representación. Sin ningún éxito, como es evidente.
La oligarquía venezolana, los partidos reunidos en la Mesa de la Unidad Democrática, el gobierno de Estados Unidos, sus aliados políticos y económicos en el continente y el resto del mundo, siguen sin ser capaces de capitalizar políticamente la misma crisis de representación política, tal y como se expresa en el actual momento histórico. Y esa es otra de las razones por las cuales Nicolás Maduro continúa en la Presidencia. Sobre todo durante los últimos cuatro años, el antichavismo ha sido muy eficaz minando las bases sociales del chavismo, destruyendo poco a poco los vínculos sociales construidos por la revolución bolivariana. Pero está muy lejos de constituirse en una alternativa política real para la mayoría de la población. El antichavismo es, fundamentalmente, una fuerza destructiva, “destituyente”. Una fuerza que durante 2016, y desde la Asamblea Nacional, volvió a mostrar su verdadero rostro, que moviliza a una parte minoritaria de la base social del antichavismo, la misma que fue radicalizándose conforme avanzaban los meses y el Gobierno no caía, y que exigía marchar sobre Miraflores al costo que fuera. No hay que desestimar el detalle del verdadero rostro del antichavismo: desde 2006, cuando Manuel Rosales fue el candidato presidencial opositor, el liderazgo no era ejercido por una figura plenamente identificada con lo peor del pasado político en Venezuela: Henry Ramos Allup.
Pero en el campo popular y revolucionario las cosas no están mucho mejores. Habiendo insurgido contra las formas tradicionales de representación política, sólo cabía esperar del chavismo la superación de la vieja cultura política y el predominio indiscutible de lógicas democráticas participativas y protagónicas. Y vaya que logró avanzar a pasos agigantados durante algún tiempo. Más recientemente, sin embargo, sólo cabe hablar de franco retroceso. La obstinación en desconocer esta tendencia peligrosamente regresiva no hace sino agravar el problema. La burocracia política, en buena medida despolitizada, pragmática al extremo, distraída en disputas grupales y limitándose a asegurar sus cuotas de poder a través de redes clientelares, tiene el control casi total del partido, de sus “equipos políticos”. La falta de iniciativa que le caracteriza, su desconexión de las dinámicas territoriales y, en general, su nivel de postración frente a los problemas cotidianos de la población han llegado a tal punto que sólo un muy severo estremecimiento interno haría que recuperara algo de la vitalidad perdida. Un verdadero sacudón.
En un nivel más superficial, otros fenómenos se han manifestado a lo interno del chavismo durante 2016. Por una parte, está la forma muy particular como este proceso de desafiliación política se expresa en la clase media chavista. Como me desenvuelvo en un entorno predominantemente clase media, me ha tocado padecerlo muy de cerca y con mucha frecuencia, sobre todo durante el primer semestre. Más allá de lo anecdótico, que en realidad no aporta nada, me parece importante anotar que en este caso la desafiliación está asociada principalmente con pérdida de estatus o privilegios. Esto nos obliga a revisar, una vez más, muchos de nuestros supuestos, claramente equívocos: como aquel según el cual la formación académica universitaria garantiza mayores niveles de politización. Antes al contrario, la institucionalidad universitaria, incluida la creada en revolución, parece seguir siendo concebida, fundamentalmente, como una oportunidad para el ascenso social, y continua funcionando como un espacio que promueve el desclasamiento. En los casos más extremos, cuando la desafiliación da paso a la identificación con el antichavismo, se hace presente la característica virulencia de los conversos: denostan de Maduro mientras reivindican el “legado” de Chávez, evidentemente como forma de justificar su conversión. Parte importante de la “masa crítica” contra Maduro provendría de la clase media conversa.
Un fenómeno que ha pasado más desapercibido, y que se manifiesta, al menos en parte, como respuesta a la manera como se expresa la desafiliación política en la clase media chavista, es el de los “irreductibles”. Yo mismo he llegado a considerarme uno de ellos. Quienes sufrimos esta suerte de “complejo de irreductibilidad” incurrimos en el grave error de considerar al desafiliado como débil, equivocado o incluso traidor. Sólo nosotros somos fuertes, sólo a nosotros nos asiste la razón, sólo nosotros somos leales. El problema con nosotros, los irreductibles, es que cada vez somos menos y más los desafiliados. Estamos condenados a convertirnos en reducto porque abandonamos cualquier vocación hegemónica: no somos capaces de sumar porque no sabemos u olvidamos o no tenemos voluntad para lidiar con la diferencia, con el que piensa distinto, incluso, y en ocasiones pareciera que menos, si se trata de otro chavista. Nótese cómo es que esto supone desaprender la forma chavista de hacer política. Sólo nosotros somos chavistas y mientras más claros estamos, menos claro está el resto del mundo. Presumimos de nuestra autoridad moral. No nos interesa la pedagogía, aleccionamos constantemente. Somos infinitamente soberbios: actuamos como una partida de idiotas compitiendo por quién muere primero con las botas mejor puestas. Este “complejo de irreductibilidad” afecta a la clase media que todavía “resiste”, a la burocracia política y al funcionariado que anda en el mismo plan de “resistir” y que no tiene nada que perder salvo sus cuotas de poder, pero también a lo más lúcido del chavismo: el “chavismo de corazón”.
Sobre “el chavismo de corazón” ya escribí en diciembre de 2015 (1). Antiburocrático, anticlientelar, durante 2016 lo he visto protagonizando las iniciativas más audaces y exhibiendo una claridad política que ya quisiéramos fuera la norma en nuestro liderazgo político. Es muy improbable que comprenda más que algunos pocos centenares de miles, lo que podría parecer una cifra insignificante en un país con treinta millones de habitantes. Sin embargo, son estos hombres y mujeres quienes sostienen, literalmente, la revolución bolivariana. No hay política de contenido revolucionario del Gobierno bolivariano que no los tenga como principales protagonistas, y permanecen, en el territorio, muy a pesar de todas las dificultades, disputándole a los poderes fácticos, incluidos los que medran a lo interno del chavismo, garantizando un grado mínimo de vínculo social, de organización, de vitalidad, de aliento, a partir del cual tendríamos que ser capaces de reordenar y sumar fuerzas.
Tres
La patria se desangra en alcabalas y peajes. Una verdadera contrarrevolución es la que están protagonizando funcionarios policiales y efectivos militares que, muchas veces a la vista de todos, roban para permitir el flujo de alimentos y otros productos. Ésta es una de las expresiones más ignominiosas del proceso de franco deterioro de los vínculos sociales, de la sociabilidad construida en revolución. Una de las tantas que no se puede atribuir al antichavismo. Impóngase la autoridad democrática en alcabalas y peajes y se habrá ganado la mitad de la guerra.
Cuatro
Durante los primeros meses de 2016 la derrota parecía inminente. El tiempo se acababa. Contra todo pronóstico, el presidente Nicolás Maduro logró imponer el diálogo. Sí, la política chavista, la que practica su clase política, es cada vez más una política cupular. Pero es un error calificar la mesa de diálogo como un espacio en el que un puñado de cúpulas “negocia” de espaldas al país. Con la mesa de diálogo ha terminado imponiéndose la alta política y la que ha sido siempre, debo insistir, la bandera del Presidente. Al menos temporalmente, Maduro ha sido capaz de neutralizar al antichavismo más violento y puede que al chavismo más “irreductible” y, en consecuencia, más proclive a la baja política. Ha sido una victoria de la política, a secas, y como tal hay que celebrarla, por más reservas que tengamos. Parece claro que la inmensa mayoría del país está realmente harto de la “diatriba” entre políticos y desea que unos y otros se concentren en resolver lo que, de manera muy eufemística, el lenguaje periodístico y la encuestología llaman “problemas económicos”. El “país real”. No el país imaginario que construyen a conveniencia todas las encuestadoras, sin excepción.
Cinco
Hoy disponemos del tiempo que no nos alcanzaba a comienzos de año. La pregunta es: ¿tiempo para qué? Una manera de verlo es que, por los momentos, tenemos poco más de seis meses hasta la próxima contienda electoral, lo que quiere decir que, guardando las distancias, estamos en una situación similar a la de comienzos de 2016. Poco más de seis meses para que la política económica retome su carácter decididamente popular, democrático, revolucionario. Poco más de seis meses para que se produzca el necesario sacudón político a lo interno. Caso contrario, podríamos estar a las puertas de un nuevo, y tal vez catastrófico, revés electoral, antesala de nuevas y más dolorosas derrotas. El tiempo es para aprovecharlo.
Seis
El chavismo todo, pero en particular su liderazgo político, debe ser capaz de hablarles a las mayorías populares. A todas: chavistas y antichavistas. Convocarlas a una cruzada dirigida a neutralizar a quienes promueven el odio como forma de ejercicio de la política. Para esto no basta con hablar de paz. No es cuestión de retórica. Hay que reconstruir el sentido perdido. Recomponer los vínculos sociales fracturados, restituir los derechos económicos vulneados, recuperar el orgullo mancillado.
Siete
En agosto pasado, puesto a valorar el liderazgo de Nicolás Maduro, consideré necesario hacerles frente a quienes, desde dentro del chavismo, jugaban a presentarlo como un hombre débil e incapaz de timonear el barco. Tal apreciación, sobre todo si evitaba hacer mención de la lucha de clases, y de la forma que ésta asume a lo interno del chavismo, me parecía ligera a irresponsable. Hoy reitero esa posición. Y quisiera agregar: si hemos llegado a esta fecha, eso se debe a dos cosas: a la voluntad de lucha del pueblo venezolano y a Nicolás Maduro. Sí, el hombre es presa de las circunstancias, con frecuencia luce impotente y tal vez sea cierto que más que lo hecho, es lo que ha dejado de hacer. Pero en esto también cierro filas con el “chavismo de corazón”, sin pensarlo dos veces: una de las cosas que no ha hecho Nicolás Maduro es defraudar al pueblo venezolano. Ojalá pudiera decirse lo mismo de muchos de quienes lo rodean.