Antropología: sexo y pereza en Japón

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SANTIAGO ALBA RICO | Hace unas semanas, un documental emitido por la televisión española revelaba una realidad insospechada para los que amamos la cultura japonesa: el 70% de los habitantes de Japón no mantiene nunca relaciones sexuales: parejas casadas que llevan veinte años sin hacer el amor, novios castos que evitan tocarse, ejecutivos solitarios que pagan por poder acariciar… un gato.

Santiago Alba Rico – Rebelión

Podríamos pensar que se trata de una cultura puritana y reprimida o de una sociedad de disciplina “protestante”, volcada en el trabajo, que ha dado la espalda a los placeres del erotismo. Pero es mucho más complicado e inquietante. Porque resulta que este Japón monacal, de pocos hijos y menos abrazos, cuenta con la más floreciente industria del sexo del mundo, con unos ingresos de 20.000 millones de euros al año que representan el 1% del PIB del país.

Aún más: no se trata sólo de la industria más potente sino también de la más refinada, la más variada, la más imaginativa y la menos púdica: las calles de Tokio ofrecen sin tapujos toda clase de reclamos publicitarios y toda clase de servicios; y sus ciudadanos los reciben y los usan con la misma naturalidad con la que comen sushi o compran el último modelo de iPhone.

¿Hay alguna contradicción o, por el contrario, una proporcionalidad directa entre la abstinencia sexual y la hipertrofia de los estímulos sexuales? La característica central de esta refinadísima industria del placer corporal es que todas sus ofertas, sus adminículos, sus imágenes y sus promesas de gozo no sólo excluyen la penetración (que es la que define la prostitución, ilegal en Japón) sino que está orientada a suprimir cualquier mediación propiamente humana.

¿Cómo decirlo? No es que en Japón estén desapareciendo las “relaciones sexuales”; lo que están desapareciendo son las “relaciones” en general mientras que el sexo sin relaciones, completamente autorreferencial, va ocupando un lugar cada vez más importante en la vida de individuos desconectados del mundo que no sienten la menor vergüenza en exhibir y proclamar esta desconexión.

Esta riquísima, civilizadísima, libérrima industria sexual —con todo su aparato escénico e instrumental— está orientada a ahorrar el trabajo de las dependencias exteriores: el cortejo, la conversación, los preliminares, el otro mismo.

Uno de los japoneses entrevistados en el documental declaraba con alegre franqueza que prefería masturbarse en una cabina con una vagina de plástico mientras veía imágenes pornográficas que acostarse con su novia: “me da mucha pereza”, decía, “porque cuando estoy con ella tengo que ocuparme de su placer y prefiero ocuparme sólo del mío”.

Lo extravagante de este egoísmo es que quiebra la regla antropológica básica de los últimos 15.000 años según la cual el propio placer sexual estaba asociado precisamente a la existencia de otros cuerpos y al reconocimiento, aunque fuese negativo, de nuestra dependencia de ellos. El sexo en Japón se ha emancipado de los cuerpos, esas criaturas tan inmanejables, tan incómodas, tan exigentes, tan imprevisibles.

“El infierno son los otros”, decía el filósofo Jean-Paul Sartre. Los otros, sobre todo, dan pereza. Hasta ahora nos cansaba trabajar y nos cansaba también estudiar mientras que estábamos siempre dispuestos a reunirnos con unos amigos, ir a una fiesta, participar en el bullicio de una conversación, desnudar de nuevo con emoción el pecho del amado. Ahora lo que cansan son las relaciones. Sexo sí, relaciones no.

La industria sexual en Japón refleja y alimenta una sociedad de perezosos masturbadores que pagan para no tener que ocuparse de sus mujeres o de sus novias; que pagan, en definitiva, para emancipar su propio placer de cualquier contacto exterior.

El colmo de la civilización, ¿será la masturbación industrial? Tres cosas llaman la atención de esta extraña pereza cultural.
La primera, como insólita ruptura antropológica, tiene que ver con el hecho de que las imágenes y los instrumentos han absorbido por completo la intensidad de los objetos a los que aludían o sustituían. La pornografía, las muñecas, los juguetes sexuales, fuente hasta ahora de estímulo y de insatisfacción, sucedáneos irritantes del cuerpo deseado, se han convertido en el objeto mismo donde se satisface el deseo.

Esas imágenes, esas muñecas, esos juguetes, constituyen la superación completa de todas las imperfecciones y todas las molestias, al servicio ahora de un placer encerrado, como un molusco, en el propio cuerpo. En su cabina, frente a la pantalla, manipulando el artefacto de plástico, el perezoso no echa de menos el cuerpo verdadero; todo lo contrario: se siente aliviado, liberado, sexualmente colmado en su confortable negación del mundo.

La segunda cosa que llama la atención de esta ruptura antropológica es, en cambio, de orden muy tradicional: esta nueva sociedad de perezosos masturbadores sigue siendo, como la anterior, machista y masculina, y en ella la mujer ocupa no sólo un papel subalterno sino también instrumental.

La industria japonesa del sexo, que no está dirigida a las mujeres, emplea sin embargo a muchas mujeres, pero no porque los clientes pidan o necesiten cuerpos femeninos, sino porque los cuerpos femeninos, con un poco de trabajo, pueden lograr parecer imágenes, muñecas y juguetes. Los hombres se ahorran el trabajo de las relaciones; las mujeres trabajan para ahorrar a los hombres el trabajo de las relaciones.

Ciencia-ficción y patriarcado se citan en los locales de masturbación industrial de Tokio. La vieja utopía homofóbica y misógina de un mundo sin mujeres se hace realidad en estos recintos de sexo puro donde una sucesión de Unos Machos se derrite en un espacio sin Nadie.

La última sorpresa es inquietante y se refiere a la naturalidad con que los japoneses reivindican su derecho a la pereza antropológica. Hay algo muy desagradablemente machista en la bravuconería del latin-lover que se jacta en público de sus hazañas sexuales; pero uno casi siente nostalgia del macho de las cavernas, y hasta del salvaje torturador, ante la obscenidad del masturbador industrial al que sobran todos los cuerpos del mundo y que exhibe su auto-erotismo como la máxima satisfacción y la máxima evolución a la que puede aspirar un individuo humano.

Una de las ventajas del sexo es que obliga a prestar atención al otro. No cuidamos un cuerpo enfermo de buena gana, pero nos ocupamos con minucioso entusiasmo del cuerpo deseado. El amor y el deseo constituyen la única garantía irrefutable de la existencia del mundo y de nuestra dependencia recíproca en él. Un beso es una forma de materializar al otro; una caricia una marca de salvación del cuerpo ajeno.

¿Qué pasa cuando la pereza llega al extremo de cortar todo vínculo —incluso el del deseo— con un cuerpo de carne y hueso? Japón, vanguardia del capitalismo, está a punto de liberarse industrialmente de la atadura de los otros. Quizás sea bueno. Un perezoso antropológico emancipado de todas las relaciones corporales no será un maltratador doméstico ni un violador en serie ni un sádico verdugo; un masturbador satisfecho nunca será un activo destructor del mundo.

Pero un macho que se “independiza” de los cuerpos a través de la masturbación artefacta, un perezoso radical adicto a la ausencia industrial del mundo, hará muy poco por conservar ese mundo que desprecia, allí donde se encuentre en peligro, y hará en cambio todo lo que sea necesario —y sin ningún malestar o remordimiento— por conservar la industria de la que depende su independencia.

Entre la barbarie antigua, tan saludablemente asesina, y la masturbación ultracivilizada, tan bárbaramente perezosa, ¿no habrá aún alguna forma de seguir reivindicando la existencia del mundo, el amor libre, la dependencia voluntaria, el beso salvífico, el placer compartido?