Venezuela: Comunicación enferma
Jesús Puerta-Aporrea |
Es obvio que en Venezuela no vivimos una situación normal. Esto viene ocurriendo desde hace tiempo, y no sólo en las últimas semanas, o a propósito de los llamados “puputov”. Se trata de una situación de anormalidad, mejor dicho, de crisis a todo nivel: institucional, político, moral, psicológico y comunicacional. Los aspectos patológicos nos afectan a todos los actores participantes; no es privativo de alguno de los polos políticos. En este artículo me referiré a la enfermedad que aqueja a nuestra comunicación social, interpersonal, intra e intergrupos. En otros textos, me referiré a otros aspectos de esta grave anormalidad que hoy vivimos.
La enfermedad de nuestras comunicaciones se manifiesta en los siguientes síntomas:
1-Desconfianza radical: atribución de malas intenciones y de mentira a todas las comunicaciones del interlocutor; esto lleva a la negación del derecho del otro a emitir su opinión, o la resistencia a siquiera escuchar con atención lo que el otro dice.
2-Insinceridad: toda comunicación se hace con un interés ulterior, distinto y hasta opuesto al explícito en el mensaje; los intercambios comunicacionales son completamente insatisfactorios porque son juegos perversos de simulaciones, maniobras y manipulaciones;
3-Heteroglosias incompatibles, es decir, desacuerdos en relación al significado de las palabras o frases; ni siquiera se comparte un léxico común;
4-Crisis de veridicción, no hay acuerdos mínimos en cuanto a las maneras en que se puedan verificar las afirmaciones o noticias que se comparten. En esto las redes sociales y los medios masivos imponen su régimen de espectacularización, ostensión de videos de violencia física o simbólica, orquestación de memes, ollas informativas, repeticiones abusivas: cumplimiento de todas las recomendaciones de Goebbels.
La enfermedad se contagia. Se retroalimenta. Se confirma en un morbo, un “goce”, una “satisfacción en la insatisfacción”, un “masoquismo primordial” como dicen los psicoanalistas. El sujeto queda atrapado en la fruición de ver una y otra vez la escena violenta, en compartirlo, en comentarlo con nueva violencia simbólica. Surge la adicción al dispositivo (celular, computadora), así como la adicción a la adrenalina, a la emoción fuerte.
La crisis de confianza, de sinceridad, de participación, de consensos mínimos semánticos y la “muerte de la verdad”, se ven aumentados sistemáticamente por el doble discurso y el doble vínculo. Contradicciones pragmáticas entre el contenido del mensaje y la acción que se hace en el momento de decirlo (esas declaraciones de “aquí no hay libertad de expresión” dichas abiertamente en un programa de TV; esos llamados a la “manifestación pacífica” al lado de un llamado a la rebelión de Julio Borges). Conflictos entre lo dicho y lo hecho (resolveremos la “guerra económica” ¿y entonces?). Diversas caras (Maduro llamando a la paz y al diálogo para, acto seguido, amenazar a los “intelectuales cobardes” o bailar celebrando el mismo día en que ha muerto una persona; o Farías burlándose de los opositores que escaparon de la represión en el Guaire, o Carreño anunciando que se van a armar escuadrones del PSUV). Anuncios de próximos anuncios, o anuncios y contra-anuncios sucesivos (el caso de los billetes de a cien es paradigmático). El abuso del tiempo futuro en los verbos. Los “mantras” contrafácticos (repetir una y otra vez que la Constituyente lleva a la paz; pero los que estén en desacuerdo fomentan la guerra). Estas comunicaciones dobles han sido consideradas por la psiquiatría sistémica (Bateson y demás) como provocadoras de episodios esquizofrénicos.
Por supuesto, los discursos tienden a perder toda coherencia y cohesión. Ya no hay límites de verosimilitud: todo puede ser posible, principalmente en relación al “enemigo”, quien es presentado como el Mal ontologizado, purificado, enfrentado al Bien puro y esencial que es siempre nuestro. El maniqueísmo es la regla de producción de los discursos. Maniqueísmo es reiteración de estereotipos: el chavista es malandro, “narco”, los colectivos son motorizados violentos; mientras que el opositor (el “escuálido”) es sifrino, violento, terrorista, millonario (últimamente, Jorge Rodríguez señaló a una chica de “judía” porque le gritó a su hija en Australia).
Ya hay alarmantes señales de discursos psicóticos. Tienden a desaparecer las marcas metalingüísticas, es decir, las señales en el mismo discurso acerca del status del contenido. No se sabe, en un momento dado, si lo que se dice se dice en serio o en sentido figurado, si es una broma o una ironía, o algo verídico, comprobable. He leído un artículo donde se habla de un liderazgo “dialéctico, profético y religioso” (¿qué?) tratando de elogiar al Presidente Maduro. La lógica ha explotado. Abundan los anacolutos (razonamientos truncos en frases también truncas, sin complemento, sin predicado, donde el sujeto de la oración se pierde). También se repite e intensifica un estilo estereotipado, caracterizado por ristras de adjetivos (“revolucionario, popular, comunal, antiimperialista, latinoamericanista, indigenista y profundamente chavista”, y se le agregan más y más adjetivos cada vez), que evidencian una profunda inseguridad compensada por la fórmula repetitiva, a la manera de un mantra.
A veces se acusa a las redes sociales y a los medios electrónicos en general de producir esta patología de la comunicación. No estoy de acuerdo. Hay un viejo aforismo que reza: “la radio no crea estupidez, sólo le da más volumen”. Efectivamente, las redes sociales y los medios lo que hacen es darle más volumen, repetición, sonido y color. Pero la patología ya está ahí, desde el momento en que los individuos no se dan cuenta de que han perdido la normalidad, que han roto todos los filtros que la salud mental puede establecer.
La raíz de esta enfermedad de la comunicación, por supuesto es política e institucional: se perdió la credibilidad en el liderazgo político, en las instituciones, en las reglas generalmente establecidas que todos violan en una especie de guerra de todos contra todos. En esta situación, los individuos se hunden en el desamparo. Así, se hacen indefensos ante un condicionamiento operante, estimulados sistemáticamente (a través de la repetición, la orquestación, la contaminación, las evocaciones religiosas, el maniqueísmo, la ultrasimplificación) a responder reactivamente, sobre la base de las emociones más primitivas: miedo, ira, frustración; que lo llevan a la desesperación, la depresión, la explosión emocional.
Es un problema político esta enfermedad de la comunicación. Y el primer paso para sanear el ambiente es por uno mismo y, en segundo lugar, tratar de recurrir a los grandes consensos: la paz, la democracia, la constitución. En eso estamos.