¡Váyase de una vez, señor Piñera!

(Xinhua/Sebastián Beltrán Gaete/AGENCIAUNO)
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Juan Pablo Cárdenas | 

Las últimas encuestas revelan que Sebastián Piñera cuenta con solo un 13 por ciento de aprobación popular. En Chile y en el mundo muchos no se explican que siga aferrado a su cargo en La Moneda, impidiendo con su presencia y proceder que nuestro país arribe a una solución política e institucional para emprender el camino que satisfaga las enormes desigualdades sociales que encendieron la mecha del conflicto que sigue acrecentándose con el correr de las semanas.

Hay quienes desde La Moneda y el Parlamento piensan que con algunas leyes de emergencia o abriendo levemente la caja fiscal el país podría volver a la calma y mantener el modelo económico institucional que nos rige por largas cuatro décadas. Se resisten a aceptar la idea de que los chilenos ya le dieron un contundente NO al sistema neoliberal y le dijeron BASTA a un régimen político que burla constantemente las decisiones del pueblo soberano, de los que concurren todavía a las urnas, como de los que crecientemente se abstienen y reclaman una Asamblea Constituyente.

Si se cuentan los votos obtenidos por el actual mandatario dentro del padrón electoral total se puede comprobar que la inmensa mayoría de los ciudadanos no le dio su apoyo y que hoy, a todas luces, son todavía mucho menos los que quieren darle continuidad a su administración.

En su pertinacia, Piñera viola la soberanía popular y la libre determinación de su pueblo. Se ha convertido francamente en un dictador que además manda a reprimir brutalmente el descontento y recurre a las Fuerzas Armadas con tal propósito. Sumando todos los días muertos y heridos en su obstinación por retener el título de Presidente de la República.

A todas luces, el estallido social no puede explicarse solamente en el deseo de los chilenos por mejorar sus ingresos y pensiones, tener mejor acceso a la salud y al transporte público, o que se le rebajen los impuestos y tarifas de los servicios básicos. No; lo que buscan los millones de manifestantes en las calles es una revolución política.

Que una nueva ideología inspire las reglas de juego de todas nuestras instituciones y garantice el progreso de todos los habitantes del norte, del centro y del sur del país. Que le ponga fin a la profundas inequidades sociales y el Estado ocupe el rol que antes tuvo en la economía, la distribución de nuestros ingresos, la educación y la cultura.

Las encuestas tampoco pueden soslayar, ya, que el país está harto con la apropiación extranjera de nuestros riquezas básicas, yacimientos, reservas acuícolas y recursos agrícolas y forestales. Que se mantenga la prohibición que pesa sobre nuestro Estado en cuanto a su iniciativa de invertir, generar empleo y determinar el precio justo de nuestras exportaciones. Hastiado de someternos a la empresa privada y transnacional para explotar nuestros minerales e industrias, reclamando que sean nuestros más genuinos representantes los que fijen las reglas laborales, determinen las condiciones de empleo, en el respeto pleno de los derechos sindicales.

Si fuera consultada, Ideológicamente nuestra población dispondría muy mayoritariamente el término de las AFP, en cuanto a las pensiones, como de las isapres, respecto de la administración de la salud. Y le devolverían al fisco el control sobre las empresas eléctricas, del gas y los servicios sanitarios, hoy en manos de la usura de los consorcios foráneos que fijan los precios a su antojo,  o consiguen de parte de los gobiernos tarifas que crecen con encima del costo de vida y las mezquinas alzas salariales.

Y llegan hasta la desfachatez, como ocurre con los peajes de las carreteras, a garantizarse por ley un 3,5 por ciento anual de reajuste por sobre el Índice de Precios al Consumidor (IPC). Por lo que se entiende ahora la forma en que la política, mediante coimas y otras erogaciones, ha venido financiando sus multimillonarias contiendas electorales.

También los padres y apoderados preferirían que fuera la educación pública la que les garantizara calidad en la formación de sus hijos, como ocurre en las mejores democracias del mundo. Tal como era, por lo demás, en nuestro pasado republicano, antes que la voracidad también se apropiara de las escuelas, recibiera todo tipo de contribuciones y exenciones fiscales, cuanto el apoyo para emprender e invertir en universidades privadas y con fines de lucro. Porque el mercado debía regírlo todo.

Al fin el pueblo chileno entiende que la ideología no es una lacra y que la política, cuando busca el servicio público, es una loable actividad. Por lo mismo es que en las calles, además de una nueva Carta Fundamental,  se exige que ésta sea diseñada por los que resulten elegidos por la misma ciudadanía. Al tiempo que quiere que los parlamentarios, los ediles y concejales dejen de percibir sueldos abusivos, treinta o cuarenta veces por encima del promedio salarial de los trabajadores.

Y, por cierto, éstos no puedan ser reelectos incesantemente gracias a la propaganda dispendiosa financiada por los más poderosos empresarios del país y del extranjero. Una “inversión” que después reditúan con leyes tan injustas y criminales como la de Pesca y la impunidad que rige para los que realizan emprendimientos que agreden el medioambiente.

En las ideas y la ideología popular se estima, también, que muchas instituciones públicas cometen abusos o los toleran contra los consumidores, como ocurre con los precios de los fármacos y la perpetuación de un impuesto tan injusto y regresivo como el IVA, mientras las empresas constructoras, por ejemplo, son favorecidas por leyes especiales que incrementan sus ganancias a expensas de los que buscan su vivienda propia.

O que sean los pobres y la clase media del país la que más nutre el presupuesto de la nación, al ver incrementado el valor del pan y otros insumos básicos por ese 18 por ciento de sobreprecio agregado. Mientras que hasta en los países más pobres los productos esenciales y los libros no pagan este bochornoso gravamen.

No es cuestión que ahora el gobierno de Piñera ofrezca incrementar con algunos pesos adicionales el salario mínimo y las jubilaciones de la inmensa mayoría de quienes forman parte de la Tercera Edad. Es tanto el rezago al respecto que ningún incremento por menos del ochenta o cien por ciento pudiera dejar conforme a quienes reciben estos vergonzosos estipendios. Como tampoco bastaría que los parlamentarios, ministros de estado y otros se rebajen en un 20 o 30 por ciento sus dietas, porque  todavía quedarán recibiendo más del triple de lo que obtienen los otros empleados públicos.

Si se quisiera efectivamente corregir las agraviantes desigualdades, lo que habría que hacer sería bajar drásticamente el gasto militar, terminar con los privilegios castrenses y condenar ejemplarmente a los que, para colmo, asaltaron y malversaron por tantos años los recursos asignados. Asimismo, habría que invertir en empleo y educación y no en más y onerosos recursos “disuasivos” para las policías. Muchos de cuyos efectivos, como ha quedado probado, se descubren en los saqueos que siguen a las protestas pacíficas, o se rinden ante las dádivas de los narcotraficantes y las bandas delictuales que asolan a todo el país.

Los millones de chilenos en las calles han demostrado con creces su consistencia ideológica, la voluntad de luchar por los derechos humanos de todos y no por su mera satisfacción personal. Por esto es que la protesta ha sido tan multitudinaria, solidaria y constante. Porque ya no es cuestión de congelar los precios de los peajes y combustibles; porque ya no basta con el incremento discreto de las pensiones; porque nadie se cree el cuento que los moradores de la Moneda, del Parlamento o de los partidos políticos pueden resolver con leyes express las demandas sociales.

De allí que la protesta sea tan transversal y el común del espectro político no se atreva a salir a las calles a luchar codo a codo con el pueblo y más bien se parapeten en sus vetustos edificios, detrás de miles de uniformados para que las llamas de la indignación no alcancen sus muros. Por lo mismo es que el clamor insista en la renuncia de un jefe de estado que nunca ha sido mandatario de la voluntad cívica. Que los chilenos demanden que con Piñera “se vayan todos”. Y con ellos, también, los jueces abyectos, los que han decretado la impunidad de los políticos y empresarios más corruptos.

Muy mal proceden, entonces, los medios de comunicación y comunicadores que le abren tribuna a los mismos personajes de la política revenida y culpable. Que les den voz a los ex presidentes que sembraron la inequidad y los abusos, o a los legisladores que se han dormido en sus curules y granjerías.

Que postraron la ideología de sus históricos partidos a los postulados del libre mercado y a la hegemonía de las poderosas empresas transnacionales. Que vuelvan a darle tribuna a los socialistas devenidos en social demócratas; a los social cristianos convertidos en neo capitalistas; a los nacionalistas de derecha transformados en papagayos del nuevo orden económico mundial regido por la Casa Blanca y las instituciones financieras internacionales.

Por todo ello es que nuestra promesa democrática debe exigir, además, diversidad informativa, así como participación directa de pueblo organizado en la iniciativa y aprobación de muchas leyes fundamentales. Como ocurre, también, en los regímenes más libertarios del mundo. Así como consolidar la independencia plena de nuestros tribunales,  hoy condicionados a los recursos y ascensos determinados por los otros poderes del Estado.

Aspiraciones que son profundamente ideológicas e inscribe al pueblo chileno en las ideas y demandas de los pueblos insurrectos ante el orden injusto y excluyente.

* Periodista y profesor universitario chileno de vasta trayectoria. Premio nacional de Periodismo y, Pluma de Oro de la Libertad, otorgada por la Federación Mundial de la Prensa.