Pese a su fracaso, Washington continuaría apegado a su estrategia de “máxima presión”

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Leopoldo Puchi

No estamos en Latinoamérica frente al fin de “un ciclo neoliberal”, como no estuvimos hace pocos años ante el fin “del ciclo progresista”. Los triunfos electorales del progresismo en México, Bolivia y con mucha seguridad en Argentina, o los levantamientos de Chile, Ecuador y Haití, no son eventos circunstanciales, de un “ciclo”, como tampoco lo son las políticas y gobiernos denominados neoliberales.

El progresismo y los valores de igualdad social son un componente consustancial a la cultura política latinoamericana, así como también lo es la tendencia natural al legítimo celo por la independencia nacional. No por casualidad fue en Puebla donde la Iglesia católica anunció su opción preferencial por los pobres.

Por supuesto, las demandas populares tienen el sello propio de la región, de la herencia hispana, de sus particulares formas de exclusión, pero en realidad ningún continente escapa a las demandas sociales. Bastaría con revisar la historia de Europa, de Norteamérica o de Asia, o escuchar sus estremecimientos actuales.

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Tampoco puede ignorarse que la región debe responder a los desafíos de la modernización, de la elevación de su producción, de los cambios tecnológicos, de la economía de mercado, de la necesaria estabilización de instituciones, así como también debe tener en cuenta la presión de los intereses particulares de las clases altas. El neoliberalismo es la cara deformada y perversa de esas tendencias históricas que hay que canalizar y ajustar al interés general.

“Máxima presión”

Es en ese contexto general mencionado donde transcurre la conflictividad venezolana. En días recientes, Elliott Abrams, comisionado de Estados Unidos para Venezuela, afirmó para el Financial Times que “el régimen se queda”, ya que “el ejército, o los militares no parecen dispuestos a emprender un golpe militar inconstitucional o ilegal”. Y al mismo tiempo insistió en que Washington continuaría apegado a su estrategia de “máxima presión”.

Es decir, la misma respuesta a un viejo problema, en lugar de realizar una aproximación nueva y diferente a la realidad latinoamericana y venezolana. Ni la subordinación geopolítica ni un liberalismo económico extremo son opciones que puedan estabilizar la región. Tampoco el bloqueo, cercos financieros o acosos diplomáticos. La tradición cultural inhabilita esas opciones y profundiza las distancias.

La clase dirigente estadounidense tendría que pensar en nuevas formas de comprender la realidad latinoamericana, otras formas de relacionarse, otros métodos de cooperación. Encontrar los modos de convivir con quienes tienen particulares resortes motivacionales que conjugan el progresismo igualitario con el sentido de progreso “aspiracional”, de modernidad y prosperidad. Una amalgama a la que no es posible quitarle ninguno de sus componentes, porque es su naturaleza, que no puede ser cambiada con un martillo.

*Politólogo venezolano, exministro de Trabajo