Golpe en Chile| Manuel Cabieses: me habían dado por detenido-desaparecido

La Tercera

Manuel Cabieses Donoso, periodista y militante del MIR tenía 40 años para el Golpe de Estado. Desde la azotea del diario Noticias de Última Hora vio los aviones de la Fach bombardear La Moneda. Pese a que su nombre figuraba en el Bando N° 10 de los más buscados, dice que no pudo evitar seguir su vocación de periodista y, en contra de todas las medidas de seguridad, fue a ver cómo había quedado el palacio de gobierno tras el ataque. Ese día, el 13 de septiembre de 1973, fue detenido en la calle. Manuel, quien luego fue director de Punto Final, comparte su historia:

 

El día del Golpe yo estaba en mi trabajo. Era redactor del diario Noticias de Última Hora, un vespertino que entonces era propiedad del Partido Socialista. Mi mujer, Flora Martínez, era enfermera y trabajaba en el consultorio Maruri, por lo que ya se había ido a su pega, y mis hijos ya estaban en el colegio, porque a primera hora de la mañana, aunque se rumoreaba con el alzamiento de la Marina en Valparaíso, en Santiago aún había una cierta normalidad. Lo único que vi esa mañana, durante el trayecto en bus hasta mi trabajo en el centro, fue a un carabinero acelerado en la calle, con el revólver en la mano. Eso ya era insólito.

Muchos creíamos, en ese entonces, que podía venir un Golpe de Estado, pero en verdad no sabíamos lo que era un Golpe. Inútilmente, los compañeros y compañeras exiliados argentinos, uruguayos, brasileños, nos habían hablado de lo que era, sus propias experiencias, la brutalidad que significaba un Golpe de Estado, pero a nosotros nos entraba por un oído y nos salía por el otro. No lo asimilábamos.

Fruto de esa ignorancia, estaba trabajando en una edición especial, llamando al pueblo a luchar, a defender a su gobierno constitucional. A media mañana supimos que la imprenta Horizonte, que era de propiedad del Partido Comunista y donde nosotros imprimíamos, estaba ocupada por militares, así que no íbamos a poder editar nada.

Como era presidente del sindicato me convertí en una especie de autoridad dentro del diario en medio de la crisis total. Lo primero que les dije a los funcionarios fue que se fueran a sus casas. Desde la azotea del edificio del diario, que estaba en la calle Tenderini, habíamos visto el bombardeo de La Moneda.

Manuel Cabieses
“Mi familia y algunos amigos del MIR me habían dado por detenido desaparecido”.

Para la gente de mi generación vivir eso fue, cómo lo explico… una cosa, como increíble. Aunque anticipábamos un posible Golpe, existía una mística, una forma de pensar que hacía imposible de creer que los aviones de la Fuerza Aérea de Chile estuvieran bombardeando el Palacio de La Moneda con el Presidente adentro, con un grupo de gente adentro defendiéndose. Era una escena que no podía ser.

En ese momento cada uno se fue para su lado. Yo me fui para mi casa, que estaba sola en esos momentos. No me había preparado.

En el MIR, donde militaba, existía un plan, algunas indicaciones. Había una alerta determinada, que se llamaba “Alerta Libro”, y que significaba Golpe. Tú tenías que irte a una casa de seguridad, no vinculada familiar ni políticamente. Pero yo, como buen periodista, en el buen sentido, no había hecho nada en ese aspecto. Afortunadamente, por esas cosas impensadas, pero propias de esta situación que trato de describir, se comunicó conmigo mi cuñado, Hugo Martínez, quien por ese entonces era comerciante de cierto nivel y estaba comprometido con el Golpe. Él participaba en las tareas golpistas que realizaban los comerciantes, que fueron muy activos en la contrarrevolución. En esas cosas tan sinceras, me ofreció que me fuera a su casa. Yo vivía en Providencia, cerca de Bilbao; él vivía a una cierta distancia, serían unas 20 cuadras, en el barrio alto, cerca de la casa del Presidente Allende, en Tomás Moro, pero me fui caminando.

Fue uno de los episodios más tristes de mi vida. Iba caminando y en el barrio alto la gente andaba de parranda, celebrando, con asados en los jardines, champaña, esas cosas. No en todas las casas, pero sí en muchas. O al menos con música marcial, canciones militares a todo forro. Para un tipo como yo, que iba buscando salvar la vida, era muy triste ver que había tanta gente que aplaudía y estaba feliz.

Estuve un par de días en la casa de mi cuñado. Pero él tenía niños chicos y su mujer estaba muy nerviosa. Me logré contactar con el MIR y al par de días, apenas se redujo el toque de queda, que al comienzo duraba todo el día, me pasaron a buscar a un lugar cercano, José Carrasco, periodista, mi jefe en la sección del MIR en la que militaba, y Patricio Biedma, un sociólogo muy prestigiado, argentino de nombre, pero chileno por naturaleza, con esposa e hijos chilenos. Los dos fueron muertos después (Carrasco fue asesinado en el caso degollados y Biedma detenido y luego desaparecido en Buenos Aires en 1976).

Lo que sabíamos en esos momentos era relativamente poco. Sabía que había muerto Allende, pero no era mucho más lo que sabía. Por mi cuñado supe que Frei Montalva había ido a la Escuela Militar a hablar con los jefes golpistas y lo habían tratado tan mal, que incluso le quitaron el auto oficial que tenía hasta ese momento como presidente del Senado y lo habían mandado para la casa en un taxi. La información era transmitida principalmente por los aparatos de comunicación golpista, con la ayuda, sin duda, de muchos periodistas, porque muchos colaboraron y denunciaron a periodistas de izquierda. Además, mientras estuve en la casa de mi cuñado, aunque quería sintonizar radios extranjeras para saber lo que estaba pasando, eso era tensionar más las cosas, así que no lo hice.

Había gente que había sido llamada a entregarse por los bandos. Los que no se habían entregado o militantes que habían pasado a la clandestinidad, muchos pasaron miedo de verdad, eso de escuchar frenar un auto frente a la casa y sentir un terror enorme. Pero para ser fiel a la realidad, también había una gran masa de chilenos que estaba indiferente a lo que estaba ocurriendo.

Recuerdo lo que me contaba el sacerdote Rafael Maroto, un cura militante del MIR, que en ese entonces trabajaba como cura obrero en las excavaciones del Metro, y que me decía que lo que más le había llamado la atención era que cuando se levantó el toque de queda y volvieron al trabajo, la mayoría de sus compañeros no quería hablar sobre el tema.

No se puede absolutizar nada. No es cierto que todo el mundo andaba muerto de miedo, ni que todo el mundo luchó contra la dictadura. No es como en las películas, en que hay buenos y malos, es mucho más complejo. Mientras al poniente de Santiago pobladores recogían cadáveres en la ribera del Mapocho a los que enviaban al Instituto Médico Legal o trataban de dar sepultura, el país seguía en la “normalidad”. Las instituciones funcionaban y las oficinas volvían a atender público.

***

Apenas me pasó a buscar el Pepe Carrasco, el “Pepone”, por nuestra alma de periodista decidimos ir a ver La Moneda, ver cómo había quedado tras el bombardeo. Una burrada. Nos metimos por la calle Santa Lucía rodeando el cerro, camino a La Moneda, cuando nos topamos con un control policial. Los carabineros con fusiles habían detenido los autos y obligaban a la gente a bajarse e identificarse, revisaban los vehículos. Nosotros también tuvimos que bajarnos y alguien que había sabido del Bando 10 me reconoció y me delató. Los carabineros, que eran de una comisaría de tránsito cercana, estaban felices, porque hasta ese momento no habían agarrado a nadie de cierta connotación.

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“Desde la azotea del edificio del diario, que estaba en la calle Tenderini, habíamos visto el bombardeo de La Moneda. Para la gente de mi generación vivir eso fue, cómo lo explico… una cosa, como increíble. Aunque anticipábamos un posible Golpe, existía una mística, una forma de pensar que hacía imposible de creer que los aviones de la Fuerza Aérea de Chile estuvieran bombardeando el Palacio de La Moneda con el Presidente adentro, con un grupo de gente adentro defendiéndose. Era una escena que no podía ser”

Me llevaron manos arriba, apuntado por fusiles, hasta la comisaría. Ahí ocurrió una cosa muy curiosa, porque el teniente a cargo de la comisaría avisó al Ministerio de Defensa que me tenían detenido. Desde allá mandaron un jeep con una patrulla militar a buscarme. Y este teniente plantó cara a los militares y exigió que tenían que dejar constancia de que yo había caído preso, con mi nombre, todos mis datos, todos esos formalismos que creo me salvaron la vida. Porque al menos había registro de mí. Ese gesto lo agradezco. Al igual que otro hecho que el mismo teniente de Carabineros realizó tiempo después, cuando él fue al Estadio Nacional, donde yo estaba preso, y al verme, me hizo una seña o me saludó.

Desde la comisaría me llevaron al Ministerio de Defensa tirado en el jeep, con un fusil en la nuca todo el tiempo. Al llegar al ministerio recuerdo que justo venían saliendo, dando grandes risotadas, el presidente del gremio de los camioneros, Américo Vilarín, y el presidente de los Comerciantes, Rafael Cumsille.

Andaba con una bufanda y me la pusieron como venda en los ojos, me hicieron caminar a ciegas hacia el hueco del ascensor y me hacían pisar al vacío, amenazándome que me iban a tirar. Me empujaban y a último momento me retenían. En otra ocasión, me amarraron de los pies y me colgaron desde una ventana del Ministerio de Defensa que da a una calle lateral, diciéndome que me iban a lanzar.

No sabían de qué interrogarme, lo único que me preguntaban era dónde estaba escondido Carlos Altamirano, el secretario general del Partido Socialista, algo de lo que yo no tenía idea, ni tenía por qué saber. Ese era el despelote que se vivía en la etapa inicial del Golpe.

Después me llevaron al Estadio Chile (hoy Víctor Jara), siempre vendado. En un basural, al lado del estadio, me hicieron un simulacro de fusilamiento. Me lo creí, porque ya había informaciones entre los presos de que estaban matando gente en basurales y en la ribera del río Mapocho.

En un momento, mientras me llevaban a uno de los camarines del estadio que usaron como calabozos, vi cómo civiles de Patria Libertad, con brazaletes que los identificaban y fusiles, estaban pegándole en el suelo a Litre Quiroga, un comunista que era director de Prisiones. Le estaban sacando la mugre. Litre murió ahí en el suelo. Yo tuve que pasar por el lado sin poder hacer nada. En el camarín me encontré con Jorge Godoy, quien había sido ministro del Trabajo, estaba sangrando de la cabeza por los golpes que había recibido. A él lo expulsaron después del PC por haber hecho un llamado a los trabajadores a no resistir el Golpe, pero lo hizo obligado y bajo amenaza de que lo iban a matar.

Durante varios días no tuve contacto con mi familia, incluso, entre mi familia y algunos amigos del MIR me habían dado por detenido desaparecido. Pasaron casi 20 días hasta que se supo que estaba en el Estadio Nacional.

PRESOS ESTADIO NACIONAL
“Durante varios días no tuve contacto con mi familia, incluso, entre mi familia y algunos amigos del MIR me habían dado por detenido desaparecido. Pasaron casi 20 días hasta que se supo que estaba en el Estadio Nacional”.
Al Estadio Nacional me trasladaron en un camión frigorífico para pescado, de propiedad de Ricardo Claro. Recuerdo que al momento de llevarme al camión pude ver a Víctor Jara, a quien mataron poco después. Nunca lo olvidaré, porque en ese momento Víctor Jara tenía una sonrisa tranquila. Yo no era amigo personal de él, pero lo conocía, y me impresionó mucho.

Esa sonrisa se me quedó grabada para siempre.

Estuve detenido en distintos campos de prisioneros, el último fue el de Chacabuco, en el Desierto de Atacama. Allá fui a parar a las bodegas del barco “Andalién”, un viejo barco salitrero. Las bodegas eran oscuras y olían a salitre. Al medio habían puesto un tambor metálico cortado que servía de excusado, el “chute” le llamaban los marinos. Ese viaje duró más de dos días.

En Chacabuco, los militares nos hicieron desnudar. Éramos como 500 personas, a las que nos distribuyeron en las casas de la vieja salitrera. Los milicos eran muy flojos, así que nos dejaban a los presos muchas tareas. Para organizarnos, nosotros elegimos democráticamente el consejo de ancianos, que era la institución máxima que nos representaba. Cada casa tenía su delegado. El primer presidente del Consejo de Ancianos fue Mariano Requena, un médico comunista muy honorable y valiente. Después lo reemplacé yo.

Nosotros organizamos un poco la vida en el campo de prisioneros. Cuando cuento esto hay gente que me reprocha que lo cuente tan bonito, pero nosotros hicimos muchas cosas: una preuniversidad para que los presos que no sabían leer ni escribir pudieran aprender; había clases de idiomas, de arquitectura, astronomía, que se hacían con cosas que se encontraban botadas en las casas y en las instalaciones de la salitrera. Había artistas como Ángel Parra, poetas, así que montábamos shows a los que iban los jefes militares a cargo del campo de prisioneros. Hasta montamos la obra de teatro Peter Pan. Había cerca de 10 médicos presos, así que se armó una posta de salud dentro del campo de prisioneros en la que, incluso, atendieron a un soldado que estaba herido a bala. Varias veces los militares mandaron a buscar a los médicos que estaban presos para que los curaran. Entre ellos estaba el doctor Jenkins, uno de los cirujanos más prestigiosos en esa época en cirugía de manos, al que llevaban a Antofagasta para que operara a los oficiales y a sus familias.

Estuve detenido hasta que en 1975 me expulsaron del país junto a mi familia. Primero fui a dar al Perú, donde había un grupo de las Naciones Unidas que ayudaba a gente que estaba en mi situación. En Perú estuve tres días y de ahí me fui a La Habana, que nos abrió los brazos fraternos. Allí estuvimos con mi mujer hasta el año 79, cuando regresamos clandestinamente a Chile para sumarnos a las tareas de resistencia.