Katz: Discusiones sobre la tragedia siria/ Meyssan: Las confesiones del criminal John Kerry

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Claudio Katz|

La derrota sufrida por los yihadistas y denominados rebeldes en Alepo anticipa un giro en el desangre de Siria. Si el avance de las tropas del gobierno apoyadas por Rusia e Irán se confirma en las próximas batallas, la contienda podría quedar definida.Este viraje se juega también en Mosul. La coalición de iraquíes, kurdos, turcos que actúa con apoyo aéreo de Estados Unidos y Francia acorraló a los fundamentalistas en su bastión de Irak.

Estos desenlaces cambiarían el mapa del conflicto pero no la tragedia que padece la región. Es previsible un desplazamiento de los enfrentamientos hacia otras zonas y la sustitución de choques entre militares por escaladas de terror contra la población civil. Las alertas ya se multiplican en todas las ciudades de Medio Oriente y Europa.

En Alepo se consumaron las mismas masacres que pulverizaron a otras ciudades multiétnicas. En el conflicto se computan más de 250.000 muertes y cuatro millones de refugiados. El nivel de barbarie se verifica en el tráfico de órganos humanos que realizan los contrabandistas entre los sobrevivientes (Armanian, 2016e). Los descendentes del despojo padecido por los palestinos vuelven a padecer el mismo destino de sus antecesores (Ramzy, 2015). Junto a la denuncia de esos crímenes resulta indispensable esclarecer lo ocurrido.

Rebelión y usurpación

Hace seis años comenzó en Siria una sublevación con demandas democráticas semejantes a Egipto y Túnez. Ese levantamiento formó parte de las mismas protestas contra regímenes autocráticos que caracterizó a la primavera árabe. El movimiento se popularizó e incluyó la creación de comités para exigir reformas políticas. Pero la represión oficial superó todo lo conocido y desencadenó una guerra civil.

En su debut la rebelión despertó enormes simpatías, incentivó la deserción de cuadros militares y dio lugar al surgimiento de zonas liberadas. En términos políticos reunió una coalición de hermanos musulmanes, liberales y sectores progresistas. Pero el carácter sangriento de los enfrentamientos precipitó la militarización del campo opositor. Las organizaciones armadas se afianzaron en un escenario de variable empate.

El primer cambio de la rebelión se consumó con la presencia de los asesores provistos por Estados Unidos. El segundo viraje se concretó con el predominio de milicias yihadistas que no habían participado en la gestación de la sublevación. Como los fundamentalistas islámicos (salafistas) son acérrimos enemigos de los derechos ciudadanos, su dominio de la revuelta sepultó el sentido democratizador del alzamiento,

Los yihadistas se impusieron mediante acciones brutales. Varios grupos contaron con la financiación de Qatar y Arabia Saudita (Jaish al-Islam) y otras fracciones actuaron en forma más autónoma (Jabhat al-Nusra). Turquía aportó logística, circulación en las fronteras y contingentes propios (Ahrar as-Sham). Estas potencias sunitas apostaron a una ocupación extranjera, semejante a la registrada en el Líbano durante los años 80.

Entre los yihadistas se consolidó el protagonismo del grupo EI (Ejército Islámico, ex ISIS), que intentó establecer los cimientos de un Califato en las zonas conquistadas de Siria e Irak.

Al principio Estados Unidos avaló la presencia de estas bandas suponiendo que acelerarían la caída de Assad, sin quitarle el timón de la oposición a los sectores del ELS (Ejército Libre de Siria), manejados por el Pentágono.

Pero los fundamentalistas superaron a los grupos pro-occidentales y se apropiaron de su armamento. Tal como ocurrió con los talibanes y Al Qaeda, Estados Unidos perdió el control del campo que esperaba manejar.

En las zonas bajo su dominio, los salafistas impusieron códigos medievales contra las minorías religiosas. Asesinaron cristianos y kurdos, degradaron a las mujeres y quebraron la convivencia entre pueblos y creencias.

Esa usurpación transformó un conflicto inspirado en anhelos democráticos, en una batalla entre dos bandos igualmente reaccionarios y crecientemente contrapuestos por pertenencias comunitarias. Como acertadamente señaló un analista, esa degeneración enterró la sublevación inicial (Kur, 2016).

El avance militar de los yihadistas quedó detenido el año pasado. El gobierno de Assad reconquistó territorios con el auxilio de los bombardeos rusos y las acciones de las milicias pro-iraníes (Hezbolah). Contó también con el sostén de las comunidades alawitas, chiitas y cristianas aterrorizadas por el salvajismo de los salafistas. Cuando la guerra privó al país de alimentos y medicinas básicas, ambos bandos reclutaron a los desesperados por sobrevivir bajo alguna protección.

Los dos campos cometieron horrendos crímenes documentados por numerosas crónicas periodísticas (Febbro, 2016; R.L, 2016; Al-Haj Saleh, 2016). Esa barbarie compartida confirma la disolución del componente progresivo inicial que tuvo el conflicto.

Primavera, yihadismo y kurdos

El curso de la guerra en Siria sintonizó con tres procesos regionales. En primer lugar, la confiscación de la lucha democrática profundizó el retroceso general de la primavera árabe. Ese levantamiento ha quedado socavado por represiones dictatoriales y guerras yihadistas (Cockburn, 2016).

En medio de atentados y atropellos contra los trabajadores, en Túnez gobierna un ex ministro del viejo régimen de Ben Alí. En Egipto los militares restauraron el brutal sistema precedente, desplazando al gobierno electo de los hermanos musulmanes.

Los golpistas emiten condenas a muerte, engrosan las abarrotadas prisiones y torturan a miles de personas. Cuentan, además, con el aval de Estados Unidos y la co mplicidad de Europa. Su conducta confirma el carácter reaccionario de las cúpulas militares enfrentadas con el islamismo.

En Libia se verifica la misma regresión. Gadafi fue tumbado por el operativo que montó la OTAN para dividir al país. Occidente usufructúa de esa partición junto a Qatar y Turquía (que manejan la región de Trípoli) y Arabia Saudita (que se reparte el Torbuk con Egipto). Tal como ocurrió en África durante década anterior, el territorio ha sido reorganizado bajo el control de los señores de la guerra (Zurutuza, 2014).

En Irak continúa la demolición impuesta por un desangre sectario entre sunitas herederos de Sadam y chiitas asociados con Irán. Estados Unidos tolera esa matanza y supervisa la fractura del país, mediante frecuentes cambios de bando.

También los palestinos sufren las consecuencias de este dramático escenario regional. Israel refuerza la expropiación de Cisjordania extendiendo muros, apropiándose del agua y forzando la emigración.

En este desolador contexto zonal se asienta un segundo proceso de gravitación contrarrevolucionaria de los yihadistas. Esos grupos son continuadores del terrorismo talibán, que Estados Unidos fomentó hace varias décadas para expulsar a la Unión Soviética de Afganistán.

Las potencias occidentales han utilizado las milicias salafistas para destruir a los regímenes adversarios. Ese desmoronamiento refuerza la extinción de todos los vestigios de laicismo y modernización cultural.

Los fundamentalistas son una fuerza transfronteriza que se alimenta del odio generado por las agresiones imperialistas. Prometen regenerar la sociedad con estrictas normas de autenticidad religiosa, que incluyen alcanzar el paraíso a través de la inmolación suicida (Hanieh, 2016). La atracción que suscita entre jóvenes desengañados no sólo tiene fundamentos místicos. Expresa también el anhelo milenario de alcanzar la unidad árabe por medio de un Califato, asentado en la unanimidad religiosa (Jahanpou, 2014a).

Los yihadistas encarnan la versión extrema de la vertiente sunita del islamismo, en histórica rivalidad con los chiitas. Por eso trasladaron a Siria la guerra sectaria que desgarró a Irak. Los asesinatos que perpetraron en Túnez ilustran, además, su pretensión de disolver el sindicalismo y erradicar la militancia. Son destructores de la organización popular, exponentes de la barbarie (Achcar, 2015) o representantes de nuevos fascismos con referentes religiosos (Rousset, 2014).

Tal como ocurrió con Bin Laden tienden a desenvolver acciones propias que escapan al control de sus creadores (Petras, 2016). La variante más reciente del yihadismo surgió en las cárceles de Irak entre los oficiales del disuelto ejército de Sadam. Formaron el EI para resistir la expulsión de los sunitas del estado y para rechazar del acuerdo de gobernabilidad concertado por Estados Unidos con Irán (Rodríguez, 2015).

Pero a diferencia de sus precursores de Al Qaeda algunas vertientes han intentado construir un estado. Ocuparon pozos petroleros y se financiaron con la comercialización del crudo. Si ese proyecto territorial fracasa retomarán e l uso generalizado del terror.

En este terrible escenario se incubó un tercer acontecimiento inesperado y positivo: la consolidación de zonas autónomas bajo el control de los kurdos. Este grupo nacional aglutina a la mayor minoría sin estado de todo el planeta. Diseminados en varios países, sus derechos han sido negados por incontables gobiernos.

En su valiente resistencia al yihadismo crearon la posibilidad de un Kurdistán independiente (Feffer, 2015). Si obtienen esa meta conseguirán el objetivo que los palestinos no han logrado alcanzar.

Esa perspectiva abre una luz de esperanza en la tragedia de Medio Oriente. Combatiendo al ISI los kurdos ya construyeron un semiestado dentro de Irak. Han pactado con el gobierno chiita aprovechado el momentáneo aval de Estados Unidos y buscan reconstruir en Irán la efímera república que forjaron en los años 40.

En Siria batallaron durante años por su autonomía, pero en el conflicto actual establecieron un acuerdo con Assad para combatir a los yihadistas. Con un armamento muy limitado han logrado significativas victorias.

En Kobane demostraron la supremacía del heroísmo y la auto-defensa sobre el terror. Sus milicias integradas con mujeres, guiadas por normas de laicismo e impulsadas por proyectos económicos cooperativos son la contracara del oscurantismo yihadista (Kur, 2015).

Las victorias de los kurdos permitirían restaurar la convivencia entre árabes, armenios , turcomanos y asirios. Introducen un contrapeso progresista al ocaso de la primavera y a la reacción salafista.

Epicentro de conflictos globales

La guerra actual difiere en el plano geopolítico de lo ocurrido en Libia. Allí prevaleció la unanimidad imperialista, Rusia jugó un papel secundario, Irán no fue determinante y las subpotencias que financiaron a la oposición se repartieron amigablemente el petróleo. Por el contrario en Siria se han concentrado múltiples conflictos internacionales.

Estados Unidos intentó aprovechar la rebelión democrática inicial para deshacerse de Assad. El cuestionado presidente no conserva ningún gramo del viejo antiimperialismo, pero actúa con un imprevisible pragmatismo. Aunque participó en la invasión yanqui a Irak, preserva una autonomía inadmisible para el Departamento de Estado. Por eso Obama intentó tres fracasadas políticas para derrocarlo.

Primero tanteó la instauración de una zona área de exclusión y amenazó con bombardeos directos. Pero no logró la cobertura de las Naciones Unidas, ni el sostén requerido para montar el control internacional de los arsenales químicos.

Posteriormente propició la división del país en cantones, en el escenario de caos que potenciaron los grupos del ELS manejados por la CIA. Como Assad se negó a exilarse y el yihadismo copó el bando rebelde, Washington optó por una negociación con Rusia para neutralizar a los fundamentalistas. Decidió tolerar al régimen, en el marco de las nuevas tratativas para logar el desarme nuclear de Irán (Armanian, 2016c).

Pero estas vacilaciones paralizaron a Obama y empujaron a los republicanos a exigir la continuidad de la campaña militar. Incluso Hilary propuso el endurecimiento y la intervención del Pentágono. La caída de Alepo implicó finalmente una derrota de Estados Unidos, que revierte sus avances en Libia y consolida sus retrocesos en Irak.

Nadie sabe qué hará Trump, pero ya anticipó un mayor apoyo a Israel que conduciría a retomar el hostigamiento de Assad. Avalará en la ONU el colonialismo sionista y amenaza con trasladar la embajada yanqui a Jerusalem. Los tres principales funcionarios militares del nuevo presidente (Flynn, Pompeo y Mattis) son partidarios de romper el acuerdo nuclear con Irán.

Pero reactivar el conflicto con Siria choca con la tregua sugerida a Rusia para confrontar con China. Renovar la presión militar sobre Damasco no es compatible con los acuerdos propuestos a Putin, para compatibilizar los gasoductos proyectados por Rusia (South Stream) y Estados Unidos (Nabucco). Es también difícil priorizar esos convenios hostilizando al mismo tiempo a Irán (Ramonet, 2017).

Hasta ahora Europa ha seguido las políticas más duras que impulsó Estados Unidos en Siria. Especialmente Francia incentivó el derrocamiento de Assad, facilitando la circulación de los yihadistas y la financiación de su armamento. Hollande busca ahora mayor protagonismo en la captura de Mosul.

Esta conducta fue reforzada con la utilización reaccionaria de los atentados padecidos por la población gala. No sólo volvió a imperar un doble rasero, para subrayar que la vida de un francés vale más que su equivalente del Tercer Mundo. La marcha oficial frente a lo ocurrido en Charlie Hebdo fue precedida por la prohibición de manifestaciones palestinas e incluyó la presencia de Netanyahu, como una explícita provocación al mundo árabe.

También los refugiados son manipulados para justificar operaciones bélicas de “protección humanitaria”. Mientras cierra las fronteras y convalida los naufragios en el Mediterráneo, Hollande multiplica el envío de tropas que potencian el éxodo de la población civil (Alba Rico, 2015).

Ese belicismo se explica por los negocios franceses con Arabia Saudita o Qatar y por los intereses coloniales que el yihadismo amenaza en África. Pero un ala del establishment (Fillon) ya propicia replanteos. Francia padece al mismo Frankestein que afecta a Estados Unidos desde el atentado de las Torres Gemelas.

La creciente participación de ciudadanos franceses de origen árabe en el yihadismo agrava el problema. La atracción del fundamentalismo entre los jóvenes desposeídos aumenta con la criminalización de los musulmanes y la expansión del fascismo islamofóbico.

En Siria se dirimen también las tensiones de Occidente con Rusia. En los últimos años la OTAN desplegó misiles en Europa Oriental, creó repúblicas fantasmales (Kosovo), propició incendios fronterizos (Georgia) e indujo golpes de estado entre los aliados estratégicos de su contrincante (Ucrania).

Pero la pasividad de la era Yeltsin quedó atrás y Putin encabeza una reacción defensiva en la esfera geopolítica (recaptura de Crimea) y económica (expropiación del magnate pro-Exxon Jodorkovski). La presencia rusa en Siria apuntala ese contrapeso.

Putin subió la apuesta luego del ataque del ISI a un avión ruso en Sinaí. Está empeñado en prevenir el resurgimiento de las milicias islamistas en su radio de Chechenia. Acordó con Obama el bombardeo a los grupos yihadistas y luego aprovechó el desconcierto de Estados Unidos para socorrer al acosado Assad.

Rusia apuntala en Siria sus propios intereses militares (una base naval y otra aérea) y económicos (gasoductos). Se encuentra en una situación muy distinta a la padecida cuando perdió Afganistán o se desplomó la URSS.

Pero compensar la fragilidad económica interna con expansión militar puede desembocar en el desastre que demolió al imperio zarista. El momento de gloria que vive Putin disimula las limitaciones de su maquinaria bélica y el dudoso sostén interno a operaciones de mayor envergadura (Poch, 2017).

La internacionalización del conflicto sirio condujo incluso a China a atenuar su estrategia general de prescindencia. A diferencia de lo ocurrido en Libia, ahora participa en las negociaciones sobre el futuro del país. Teme la expansión del yihadismo en sus fronteras y necesita asegurar el abastecimiento de petróleo. La estabilidad de Medio Oriente es vital para su proyecto de forjar un gigantesco emprendimiento comercial, emparentado con la vieja ruta de la seda.

Disputas regionales

Los conflictos entre las subpotencias de la región han influido más que las tensiones globales en el desgarro de Siria. Israel interviene en sintonía general con Estados Unidos. Pero hace valer intereses colonialistas que rompen el equilibrio de la primera potencia con sus socios del capitalismo árabe.

Netanyahu aprovechará el ascenso de Trump para intentar la captura completa de Cisjordania liquidando la farsa de los dos estados (Pappé, 2016). Con ese objetivo incentivó la demolición de Siria a través de bombardeos y socorros de la retaguardia yihadista. Esperaba destruir a un adversario que alberga palestinos y oxigena a Irán.

El gobierno israelí no acepta perder el monopolio atómico regional frente a las instalaciones construidas por los Ayatollahs. Despotricó contra el acuerdo nuclear que suscribió Obama y se dispone a dinamitar ese convenio, para revertir el resultado adverso de la guerra en Siria.

Arabia Saudita es un segundo protagonista que encabezó el sostén a los yihadistas para tumbar a Assad. Su régimen criminal-monárquico es la principal referencia de los fundamentalistas. El nuevo rey Salman inauguró por ejemplo su mandato con un récord de 153 ejecutados (Gómez, 2016).

Los sauditas disputan hegemonía con Irán recurriendo a fundamentos del Corán. Retoman la antigua contraposición entre sunitas y chiitas, que se cobró más de un millón de muertos en la guerra entre Irak e Irán (Jahanpour, 2014b).

Los monarcas saudíes no toleran la preeminencia lograda por sus adversarios en el régimen que sucedió a Sadam Hussein. Exigen, además, el sometimiento de todos los pobladores chiitas de la península arábiga, que encabezaron protestas durante la primavera árabe (Luppino, 2016).

En el estratégico enclave de Yemen los jeques comandan una atroz escalada de masacres, que ha creado una tragedia de desabastecimiento de agua y alimentos (Cockburn, 2017). Cuentan con la colaboración aérea de Inglaterra y la complicidad logística de Francia (Mundy, 2015). Mantienen, además, una estrecha asociación de compra de armamento y sostén del dólar con Estados Unidos (Engelhardt, 2016). Pero con el manejo de una colosal renta del crudo han construido un poder propio, que genera múltiples conflictos con Washington.

En los últimos años Estados Unidos incrementó su abastecimiento interno de combustible, redujo la dependencia de sus proveedores y utilizó el petróleo barato como instrumento de presión sobre Rusia e Irán, afectando también a sus socios sauditas.

Probablemente los monarcas avalaron la caída del precio para afectar la rentabilidad de la producción norteamericana (extracción con shale) y recuperar predominio. Pero también priorizaron la convergencia con Estados Unidos para disciplinar a la OPEP y debilitar a Teherán. Con Trump se avecinan nuevos acercamientos (guerra del Yemen) y distanciamientos (más negocios con Europa que con América).

Más conflictivo es el destino futuro de los yihadistas. Al igual que en Pakistán, nunca se sabe cuánto protegen los monarcas sauditas a los grupos terroristas que desestabilizan a Occidente (Petras, 2017).

Por esa razón más de un estratega del Departamento de Estado evalúa la conveniencia de promover una balcanización de Arabia Saudita. Exploran la posibilidad de transformar a ese país en una colección de impotentes mini-estados, semejantes a Qatar o Barheim (Armanian, 2016b).

El tercer actor regional -Irán- disputaba en la época del Sha poder regional con los Sauditas, dentro de un mismo alineamiento pro-norteamericano. Pero desde hace décadas el régimen teocrático choca con Estados Unidos. Apuntala especialmente el régimen de Assad para reforzar su preeminencia en Irak y contrarrestar el acoso saudita en Yemen. Participa en Siria no sólo con armas y asesores, sino con cierto despliegue de fuerzas regulares. Además, recluta chiitas en el mundo árabe con la misma intensidad que sus adversarios sunitas (Behrouz, 2017).

Los Ayatollah le permitieron a Rusia incursionar desde su territorio contra el ISI, pero mantienen abiertas las negociaciones nucleares iniciadas con Obama. Al cabo de varias décadas de aislamiento económico el régimen acepta un desarme parcial, a cambio de inversiones occidentales. Tramita un lugar protagónico en los gasoductos que diseñan las compañías petroleras (Armanian, 2016d) .

Los socios privilegiados del capitalismo iraní se definirán en la intensa batalla interna que libra el ala pro-occidental de Rohani, con la vertiente tradicionalista de Jameini. Todos buscan desactivar un descontento reformista que amenaza la supremacía de los teólogos y militares en el manejo del gobierno.

Finalmente la cuarta potencia regional -Turquía- pertenece a la OTAN y alberga una base militar con ojivas nucleares apuntando a Rusia. Pero los herederos del imperio otomano también operan como una sub-potencia con vuelo propio.

Especialmente el gobierno islámico-sunita conservador de Erdogan intentó un liderazgo de la zona, en estrecha alianza con la hermandad musulmana de Egipto. Pero luego del derrocamiento de ese sector consumó un cambio de frente, buscando primacía en la ofensiva contra Assad. Motorizó la acción de los yihadistas en Siria e incluso derribó un avión ruso para forzar la intervención directa del Pentágono. Con el mismo propósito potenció la crisis de los refugiados en Europa (Armanian, 2015).

Pero el peligro de gestación de un estado kurdo precipitó otro viraje espectacular de Erdogan. Turquía se forjó como país en la negación de los derechos de esa minoría y su gobierno complementa el viejo exclusivismo nacional (una sola lengua, raza e idioma) con el sostén religioso de las mezquitas (Gutiérrez, 2016).

Erdogan se sumó al bloque de rusos e iraníes para bloquear la expansión de los kurdos en sus fronteras. Rompió la tregua con los encarcelados líderes de esa minoría en Turquía y apuesta a negociar con Assad la obstrucción total de los anhelos kurdos (Lorusso, 2015).

El presidente cambió de bando para confrontar internamente con los pacifistas, laicos y progresistas que avalan las demandas (o las negociaciones) con los kurdos. Propicia un giro totalitario que inició desarticulando el improvisado golpe de estado reciente. Quizás montó un auto-golpe para justificar las persecuciones (Cornejo, 2016) o afronta conspiraciones pro-norteamericanas de los descontentos con su aproximación a Rusia (Armanian 2016a).

En cualquier caso, Turquía es un polvorín sacudido por choques en la cúpula militar. Erdogan sostiene a la fracción islamista que promueve un proyecto hegemónico neo-otomano (rabiismo) frente a sectores más atlantistas (kemalismo), en un marco de fracasado ingreso a la Unión Europea (Savran, 2016). En la guerra de Siria se dirime la supremacía de un grupo sobre otro.

Caracterizaciones y posicionamientos

La complejidad de la guerra en Siria obedece a una intrincada combinación de conflictos. La rebelión popular inicial se entremezcló con las tensiones entre potencias regionales y globales (Cinatti, 2016).

Ese tipo de mixturas en un mismo escenario bélico ha sido frecuente en la historia. La Segunda Guerra Mundial sintetizaba, por ejemplo, choques interimperialistas (Estados Unidos-Japón, Alemania-Inglaterra), con resistencias democráticas al fascismo y defensas de la URSS ante la restauración capitalista. Estos dos últimos componentes determinaron el alineamiento de la izquierda en el campo de los aliados (Mandel, 1991).

Para tomar partido en conflagraciones de este tipo, resulta necesario caracterizar cuál es el campo que contiene demandas legítimas o facilita triunfos populares. Es vital priorizar la lucha por abajo, para distinguir a las fuerzas más progresivas de cada escenario. Los conflictos geopolíticos nunca son indiferentes a la acción popular, pero están subordinados al curso de esas batallas.

Lenin propició esta estrategia socialista que jerarquiza los combates populares y toma en cuenta las tensiones por arriba. Superó el error de considerar tan sólo la confrontación con el enemigo principal o sostener ciegamente cualquier rebelión, omitiendo su función en el escenario global.

En el caso actual de Siria han prevalecido momentos de prioridad de la lucha democrática (levantamiento inicial contra Assad), derrota de los criminales reaccionarios (yihadismo) o sostén de los movimientos más avanzados (kurdos). En todos los casos se han verificado situaciones controvertidas.

En el debut de la primavera árabe las movilizaciones democráticas eran tan válidas en Túnez como en Siria. Pero esta última rebelión perdió legitimidad cuando fue usurpada por el oscurantismo.

En el caso de los kurdos, la enorme progresividad de su lucha no queda anulada por la protección coyuntural que obtienen de Estados Unidos. Por la misma razón persiste la validez de la causa palestina, a pesar de la financiación que brinda Qatar al Hamas e Irán al Hezbolah.

La imperiosa necesidad de frenar la barbarie yihadista condujo también a intensos debates en Mali, frente al arribo de tropas colonialistas francesas (Amin, 2013; Drweski,  Page 2013).

No es sencillo definir en Medio Oriente cómo se apuntala la lucha popular, en medio de las tensiones geopolíticas que inciden en esa batalla. Conceptualizar a los principales protagonistas de esas disputas contribuye a esas definiciones.

Estados Unidos comanda un bloque imperialista que ha destruido al mundo árabe con bombardeos, drones y asesinatos selectivos. Permanece en Afganistán amparando aventureros -que se financian con el cultivo de estupefacientes- y en la descalabrada sociedad iraquí, sostiene a los clanes más corruptos.

Washington redefine actualmente sus estrategias, sin perder el lugar preeminente que ocupa en la reproducción del orden capitalista global. Auto-limita su poder de intervención recurriendo a manejos indirectos (“soft power”) y una gestión imperial colectiva, que en Medio Oriente opera a través de un apéndice directo (Israel).

Las potencias regionales desenvuelven políticas sub-imperiales, guiadas por una cambiante relación de subordinación, autonomía y conflicto con el imperialismo central. Definen todas sus acciones en función de esos objetivos de supremacía zonal. Las variedades tradicionales (Turquía), nuevas (Sauditas) y en recomposición (Irán) de ese perfil se han verificado en la contienda de Siria. La intervención de esos países clarifica el sentido actual del sub-imperialismo, que fue conceptualizado en los años 70 con otros propósitos.

Finalmente el papel de Rusia debe ser evaluado en otro plano. No es un adversario ocasional, sino un rival estratégico de Estados Unidos. El Pentágono confronta desde hace mucho y en forma permanente con ese país.

Rusia no es la URSS. Se ha consolidado como una economía capitalista integrada a la mundialización neoliberal y actúa en Siria en función de los intereses de las clases dominantes y la burocracia del Kremlin.

Es una potencia con tradiciones imperiales que no opera a esa escala, sino en un nivel más precario. Por esa razón se perfila como un imperio en formación, que igualmente afecta la primacía de Occidente en Medio Oriente. Esa intervención puede cambiar la relación internacional de fuerzas, pero no constituye por sí misma una acción progresiva o favorable a los pueblos [1].

Gobierno y opositores

Los debates sobre Siria oponen en la izquierda a los defensores del gobierno y del bando opositor. La tesis favorable al régimen no ignora su carácter represivo, pero subraya su impronta laica, progresista y multiétnica. Destaca la necesidad de asegurar la integridad territorial de ese estado, frente a la disgregación sufrida por Libia e Irak. También describe cómo las conspiraciones imperiales intentan socavar a un gobierno heredero del proyecto panárabe (Fuser, 2016).

Pero Assad no cometió excesos ocasionales. Encabeza un régimen atroz que reprimió en forma sanguinaria a los manifestantes. Los disparos a mansalva, bombardeos de aldeas y asesinatos de familias continuaron los crímenes de 1982 en la localidad de Homs.

El gobierno actual no guarda ningún parentesco con la constitución inicial de un estado aglutinante de todas las comunidades. Desde hace años aplica ajustes del FMI y apuntala la corrupción de camarillas que se enriquecieron con la gestión neoliberal.

La involución del Baath sirio se asemeja a la trayectoria seguida por Sadam Hussein o Gadafi. Todos debutaron con proyectos reformistas y concluyeron gobernando para clanes mafiosos.

La virulencia represiva de Assad reproduce también lo ocurrido en la década pasada en Argelia, cuando el gobierno desconoció un triunfo electoral islamista, precipitando matanzas de ambos bandos. Con los mismos pretextos de contener al fundamentalismo, el dictador egipcio Sisi descarga una virulenta represión contra la oposición.

Los reclamos democráticos de la población siria siempre tuvieron la misma legitimidad que las exigencias de otros pueblos. Esas demandas han sido enarboladas contra tiranos prohijados o enemistados con Estados Unidos.

Al razonar con criterios puramente geopolíticos desconociendo estos hechos, no sólo se ignoran las aspiraciones populares. Se cierra los ojos ante masacres que ningún progresista puede avalar. Esa actitud condujo durante décadas a dañar la causa del socialismo ignorando los crímenes de Stalin.

La tesis opuesta y favorable a la rebelión se ubicó al principio en la trinchera correcta, pero desconoció la degeneración ulterior de la revuelta. Algunos niegan esa involución afirmando que el levantamiento democrático se profundizó y radicalizó. Reivindican a los rebeldes y objetan la gravitación asignada a la CIA o al yihadismo (García; Dutra, 2016).

Pero los crímenes cometidos en el bando opositor desmienten esa evaluación. No tiene sentido hablar de una “revolución siria” luego de la confiscación perpetrada por lo salafistas. Esa expropiación sepultó el carácter progresista que al principio tuvo el segmento rebelde.

El grueso de los insurgentes no pertenece a genuinos grupos de resistentes obligados a pactar con el diablo. Están muy lejos de los irlandeses del IRA (que aceptaban armas del Kaiser) o de los maquis franceses (que recibían pertrechos de los norteamericanos). Al igual que los kosovares de Europa Oriental, primero quedaron bajo el radar de la OTAN y luego repitieron el devenir reaccionario de los talibanes.

El antecedente libio es muy esclarecedor de los errores cometidos por algunos pensadores de la izquierda, que idealizaron a los rebeldes monitoreados por el Pentágono. No sólo fue desacertado reclamar armas para ese sector, sino también aprobar la “zona aérea de exclusión” que establecieron las potencias occidentales. La caída de Gadafi no fue un “triunfo popular” sino un logro de las fuerzas reaccionarias.

Estas experiencias constituyen una advertencia para la acción actual de los kurdos, que cuenta con el visto bueno de Estados Unidos. Existen cuestionados liderazgos asociados con Israel, en un contexto controvertida evolución de los dirigentes apresados en Turquía (De Jong, 2015). Conviene recordar que la heroica lucha de los kurdos siempre estuvo signada por dramáticas manipulaciones y traiciones (Fisk, 2015).

Pero hasta ahora ninguno de esos peligros anuló la progresividad de la resistencia kurda. Esa lucha se diferencia del trágico curso seguido por la rebelión siria.

Cuando un conflicto se desliza hacia la encerrona que padeció el combate contra Assad, lo más positivo es frenar el desangre. Ese sacrificio destruye la capacidad de acción de los pueblos. Muchos años de confrontación entre bandos regresivos agotó por ejemplo a la población del Líbano y Argelia, que ya no tuvo disposición para participar en la primavera árabe. La actual demolición sectaria de Irak constituye otro desastre del mismo tipo.

Las iniciativas para alcanzar el fin de las hostilidades aportan las mejores propuestas de resolución progresista del conflicto sirio. Muchas personalidades y movimientos han trabajado en esta dirección. Denunciaron la intervención del imperialismo y promovieron negociaciones bajo la égida de las organizaciones populares (Katz, 2013). El mismo planteo exponen en la actualidad distintos pensadores y corrientes políticas (Domènech, 2016).

Campismo y neutralidad

El segundo debate en la izquierda gira en torno a la valoración de los conflictos geopolíticos que condicionan la guerra en Siria. Una tesis destaca que existen dos campos en disputa: el imperialismo occidental liderado por Estados Unidos y el alineamiento de Rusia con Irán y Turquía. Estima que el triunfo de Assad favorece la multipolaridad que encarna esta última alianza (Fuser, 2016). Otros realzan especialmente el rol de Rusia en la gestación de esa alternativa (Zamora, 2016).

Pero esta visión juzga lo ocurrido en Siria en función del tablero mundial, olvidando la rebelión democrática que detonó los conflictos en ese plano. Observa sólo la intervención de las potencias y desconoce la acción popular. Por eso evalúa al gobierno sirio como si fuera un simple peón del ajedrez global. Omite los crímenes de Assad suponiendo que son datos secundarios de una gran partida internacional.

Con la mirada puesta en las tensiones inter-estatales ese abordaje sugiere que la primavera árabe no existió. A lo sumo considera su impacto sobre Egipto o Túnez, sin incluir a Siria en ese proceso. Las revueltas populares son también percibidas como manipulaciones de las embajadas estadounidenses, mediante frecuentes comparaciones con las “revoluciones de terciopelo” de Europa Oriental.

Pero esa analogía sólo registra la afinidad de la clase media liberal árabe con los valores norteamericanos, omitiendo que las protestas no irrumpieron en ningún país emulando a Occidente. Al contrario, estuvieron motivadas por el rechazo a las tiranías serviles de Estados Unidos (Mubarak, Ben Alí). En la mayoría de los casos predominó la misma hostilidad hacia el imperialismo que se observa en América Latina.

Es un gran error suponer que las transformaciones progresistas surgirán de una pulseada global entre potencias. Esos avances sólo pueden gestarse al calor de una acción popular, que debería ser el foco de atención de todos los pensadores de izquierda.

Mirando sólo las tensiones en la cúspide resulta imposible definir cuáles son las fuerzas progresivas en Medio Oriente. Los kurdos, por ejemplo, han sido últimamente protegidos por Estados Unidos y hostilizados (o a lo sumo tolerados) por el bando opuesto que integra Turquía.

Si se prioriza la gravitación del universo geopolítico correspondería denunciar (en lugar de apuntalar) las acciones de esa minoría. Es lo que sugieren algunos “campistas” extremos, en su descripción de los kurdos como agentes del imperialismo (Gartzia, 2016).

El desacierto general de ese enfoque proviene de suponer que el enemigo de mi enemigo se ha convertido en un buen aliado. Olvida que los yihadistas enfrentados con Washington no son mejores que el imperio.

La simplificación en torno a dos campos recrea el viejo modelo de muchos partidos comunistas de posguerra, que evaluaban cualquier acontecimiento en función del choque entre áreas socialistas y capitalistas.

En cualquier caso Rusia ya no es la URSS y carece de sentido justificar al régimen de Assad por el sostén que recibe de Putin. Ese apoyo obedece, además, a cálculos geopolíticos variables. De la misma forma que Siria acompañó a Estados Unidos en la guerra contra Irak, Rusia mantiene acuerdos de cooperación militar con Israel, especialmente en el manejo de los drones.

El viejo ultimátum de “ubicarse en uno de los dos campos” desprestigia a la izquierda. La realpolitik obstruyó en el pasado el proyecto socialista, con avales a la invasión rusa de Checoslovaquia, que impidieron apuntalar la renovación anticapitalista. El neoliberalismo se nutrió de esas frustraciones.

El planteo opuesto al “campismo” realza la existencia de dos bandos geopolíticos igualmente regresivos en el conflicto actual. Remarca que el eje de Siria, Rusia e Irán es tan nefasto como el alineamiento de Estados Unidos, Francia y Arabia Saudita (Alba Rico, 2016). Este enfoque considera que el escenario actual se asemeja a las guerras inter-imperialistas de principio del siglo XX y convoca a desenvolver la oposición a ambos polos.

Esta visión defiende acertadamente el derecho de los pueblos a rebelarse contra los gobiernos represivos. También denuncia el mar de sangre generado por los dos contendientes de Siria y aprueba las iniciativas de paz para contener esa destrucción.

Pero es problemático adoptar estas posiciones con preceptos neutralistas, olvidando la relevancia de las confrontaciones geopolíticas para las batallas populares. El resultado de esos conflictos no es indiferente a los combates antiimperialistas de los movimientos sociales y las naciones oprimidas.

En muchos casos la izquierda debe tomar partido frente a choques militares entre personajes abominables. Numerosos experiencias ilustran ese tipo de obligadas definiciones. No sólo la derrota de Hitler era positiva a manos del Stalin. También Thatcher era el enemigo principal en Malvinas frente a la dictadura de Galtieri y Bush era el adversario vencer ante el tirano Sadam. En situaciones complejas hay que registrar cuáles son los intersticios de intervención para los proyectos populares.

Advertencias para América latina

La sangría de Medio Oriente constituye una gran alerta para otras regiones. Ilustra la devastación que genera la acción imperial y los enfrentamientos entre pueblos.

Afortunadamente América Latina no atravesó esa demolición y mantiene significativas diferencias con el mundo árabe. El cambio de relaciones de fuerzas -que introdujo el denominado ciclo progresista de la última década -impidió a Estados Unidos perpetrar sus tradicionales intervenciones en la región.

La situación de los movimientos populares también difiere sustancialmente de Medio Oriente. El baño de sangre y la desmoralización política -que sucedió a la derrotas de la primavera árabe- dista mucho del resistido y acotado retroceso político, que genera la restauración conservadora en Latinoamérica.

Pero lo sucedido en Irak, Túnez, Egipto, Libia o Siria es una gran advertencia ante la peligrosa presencia estadounidense en Colombia. Ya hay siete bases militares conectadas con la cuarta flota, que operan en estrecha asociación con un ejército de envergadura.

Colombia prepara además un ingreso a la OTAN, que conducirá a envíos de tropas a las zonas en conflicto. Quiénes luego lamentan la incorporación de Latinoamérica al radio de las represalias terroristas, suelen olvidar que el origen de esa desgracia se encuentra en la sumisión al Pentágono.

El sometimiento de Argentina a las aventuras estadounidenses en Medio Oriente condujo a dos graves atentados (AMIA y Embajada). Pero como Macri está embarcado en repetir esa subordinación hay que atenerse a las consecuencias.

Ha reabierto la absurda causa judicial sobre el Memorándum, suscripto por el gobierno anterior con Irán, para hacer buena letra con Trump y Netanyahu. Si esa dupla concreta el endurecimiento con los Ayatolah, tendrá a su disposición un pretexto de agresión fabricado en Argentina.

La alocada idea que el fiscal Nisman fue asesinado por orden de Teherán con la complicidad de Cristina Kirchner ya fue sugerida por cúpula sionista. No es la primera vez que Israel utiliza a la Argentina para sus operaciones contra Irán. Seguramente aprovechará la disposición de Macri a sumarse a cualquier operativo.

El líder del PRO ya abrió los archivos a la CIA, compra armamento a Tel Aviv entrena gendarmes en el estado de Georgia. También su colega brasileño -Temer- busca oxígeno con mayor sometimiento a Estados Unidos

En este marco la derecha venezolana utiliza argumentos de Medio Oriente para conspirar contra Maduro. Afirma que alineó a Venezuela en un “eje del mal” comandado por Rusia e Irán. Con ese disparate motoriza provocaciones golpistas, que incluyen llamados a la intervención extranjera con pretextos de crisis humanitaria.

No sólo pretenden repetir el golpe institucional perpetrado en Honduras, Paraguay o Brasil. Preparan acciones de mayor porte con exigencias de sanciones y aplicación de la Carta Democrática de la OEA. Los aviones espías del Pentágono acompañan la conspiración penetrando el espacio aéreo venezolano.

Frente a este acoso el gobierno bolivariano ha reforzado sus vínculos con el régimen sirio. Esa alianza es comprensible pero no justificable. Los acuerdos militares y las convergencias diplomáticas pueden concretarse, sin emitir opiniones sobre los gobiernos involucrados.

Los movimientos sociales, partidos políticos e intelectuales de izquierda tienen la palabra. Deben comprometerse con la verdad, siguiendo principios de rechazo de la intervención imperialista, oposición a los dictadores y solidaridad con los pueblos sublevados. Estos criterios ofrecen una brújula frente a la tragedia de Siria.

Resumen

El giro de la guerra no atenúa el desastre humanitario. La sublevación democrática inicial fue usurpada por el yihadismo y se transformó en un conflicto entre bandos regresivos. En un escenario de ocaso de la primavera árabe y preeminencia del fundamentalismo despunta la perspectiva progresiva de un estado kurdo.

Las grandes potencias disputan intereses en un conflicto internacionalizado. Más intensa es la batalla por la hegemonía entre cuatro sub-potencias regionales. En la actual combinación de conflictos corresponde priorizar las batallas populares frente a las tensiones geopolíticas.

Es tan equivocado justificar los crímenes del gobierno, como ignorar la confiscación reaccionaria de la revuelta. Los errores provienentes del registro exclusivo de disputas inter-estatales no se superan con neutralismo. Lo ocurrido en Siria es una advertencia para América Latina.

Anexo

Las confesiones del criminal John Kerry

Thierry Meyssan- RedVoltaire| La guerra contra Siria es la primera que se prolonga por más de 6 años en plena era numérica. Numerosos documentos que deberían haberse mantenido en secreto ya han sido publicados. Aunque han aparecido en diferentes países, de manera tal que la opinión publica no tiene conciencia de ello, esos documentos ya permiten en este momento reconstruir la secuencia de los acontecimientos.

La publicación de una grabación de declaraciones que John Kerry hizo en privado, en septiembre de 2016, revela la política del Departamento de Estado y obliga a todos los observadores –incluyéndonos a nosotros– a revisar sus análisis anteriores.

La difusión en The Last Refuge de la grabación completa del encuentro que el secretario de Estado John Kerry sostuvo con miembros de la Coalición Nacional (oposición siria en el exterior) el 22 de septiembre de 2016, en los locales de la delegación de los Países Bajos ante la ONU [1], pone en tela de juicio todo lo que todos creían haber entendido sobre la posición de Estados Unidos hacia Siria.

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Primeramente, creímos que si bien Washington había iniciado la operación conocida como «Primavera Árabe» para derrocar los regímenes laicos en beneficio de la Hermandad Musulmana, luego había dejado a sus aliados emprender solos la Segunda Guerra contra Siria, a partir de julio de 2012. Y que estos aliados perseguían sus propios objetivos –la recolonización, en el caso de Francia y Reino Unido; la conquista del gas, para Qatar; expansión del wahabismo y venganza posterior a la guerra civil libanesa, para Arabia Saudita; anexión del norte de Siria, para Turquía, según el modelo chipriota; etc.– porque se había renunciado al objetivo inicial. Pero John Kerry dice en esa grabación que Washington nunca dejó de tratar de derrocar la República Árabe Siria, lo cual implica que controló en cada etapa lo que hacían sus aliados. De hecho, durante los 4 últimos años, los yihadistas han sido dirigidos, armados y coordinados por el Allied LandCom, el mando de las fuerzas terrestres de la OTAN, con sede en la ciudad turca de Esmirna (Izmir).

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En segundo lugar, John Kerry reconoce que Washington no podía ir más lejos por causa de 2 factores: el Derecho Internacional y la posición de Rusia. Entendámonos bien: Estados Unidos no dejó nunca de ir demasiado lejos. Destruyó la mayor parte la infraestructura siria vinculada a la industria del petróleo y el gas, usando como pretexto la lucha contra los yihadistas (lo cual corresponde al Derecho Internacional), pero lo hizo y sin invitación ni autorización del presidente Assad (lo cual viola el Derecho Internacional). Sin embargo, Estados Unidos no se atrevió a desplegar sus tropas en suelo sirio ni a combatir abiertamente, como lo hizo en Corea, en Vietnam y en Irak. Para eso, optó por poner a sus aliados en primera línea –aplicando el leadership from behind, o sea el «liderazgo desde atrás»– y apoyar, sin mucha discreción, grupos de mercenarios, como hizo en Nicaragua en los años 1980, aún exponiéndose a ser condenado por la Corte Internacional de Justicia –el tribunal interno de la ONU. Washington no quiere embarcarse en una guerra contra Rusia. Y esta última, que no se opuso a la destrucción de Yugoslavia y Libia, esta vez se levantó y rechazó la línea que supuestamente debía limitar su acción. Moscú está en condiciones de defender el Derecho con la fuerza si Washington se lanza abiertamente en una nueva guerra de conquista.

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Tercero, John Kerry atestigua en esa grabación que Washington esperaba una victoria de Daesh (el Emirato Islámico) sobre la República Árabe Siria. Hasta ahora –basándonos en el informe del general Michael Flynn (fechado el 12 de agosto de 2012) y en el artículo de Robin Wright publicado en el New York Times el 28 de septiembre de 2013– habíamos entendido que el Pentágono aspiraba a crear un «Sunnistán» en territorios de Siria e Irak para cortar la ruta comercial terrestre de China hacia Occidente («Ruta de la Seda»). Pero Kerry confiesa que el plan iba mucho más lejos. Probablemente, Washington contaba con que Daesh tomara Damasco, de donde después debía expulsarlo Tel Aviv, con lo cual los yihadistas se replegarían hacia el «Sunnistán», cuyo control se les atribuiría. Siria habría quedado entonces dividida, con el sur bajo la ocupación de Israel, el este bajo control de Daesh y el norte para Turquía.

Esto permite entender por qué Washington proyectaba la imagen de que ya no controlaba nada, como si estuviese limitándose a permitir que sus aliados actuaran a su antojo: lo que hizo fue enrolar a Francia y Reino Unido en la guerra haciéndoles creer que podrían recolonizar el Levante, cuando en realidad tenía previsto dividir Siria sin ellos.

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Cuarto, al reconocer que «apoyó» a Daesh, John Kerry admite que lo armó, con lo cual hace polvo la retórica de la «guerra contra el terrorismo».
- Sabíamos, desde el atentado del 22 de febrero de 2006 contra la mezquita al-Askari, en Samarra, Irak, que Daesh –inicialmente denominado «Emirato Islámico en Irak»– había sido creado por el director nacional de la inteligencia estadounidense, John Negroponte, y por el coronel James Steele –siguiendo el esquema de lo que ya habían hecho a principios de los años 1980 en Honduras– para acabar con la resistencia iraquí y desatar una guerra civil.
- Sabíamos, desde que el diario del PKK Ozgur Gundem publicó el acta de la reunión de planificación realizada en Amman el 1º de junio de 2014, que Estados Unidos organizó la ofensiva conjunta de Daesh contra la ciudad iraquí de Mosul y del gobierno regional del Kurdistán iraquí contra Kirkuk.
- Ahora sabemos con certeza que Washington nunca cesó su apoyo a Daesh.

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Quinto, el conflicto entre el clan Allen/Clinton/Feltman/Petraeus y la administración Obama/Kerry lo habíamos interpretado como un desacuerdo sobre si había o no que apoyar a Daesh. Nada de eso. Ninguno de esos dos grupos tiene el menor escrúpulo en organizar y apoyar a los yihadistas más fanáticos. El desacuerdo reside única y exclusivamente en cuanto a recurrir a la guerra abierta –y el conflicto con Rusia que ello podría provocar– u optar por la acción secreta. El general Michael Flynn –actual consejero de seguridad nacional de Donald Trump– es el único que se opuso al yihadismo.

Si, dentro de algunos años, Estados Unidos se derrumbara, como sucedió con la URSS, esta grabación de John Kerry, podría servir de prueba acusatoria contra él y contra Barack Obama ante una jurisdicción internacional –pero no ante la Corte Penal Internacional, ya demasiado desacreditada.

Como ya reconoció la autenticidad de los fragmentos anteriormente publicados por el New York Times, Kerry no podría impugnar la autenticidad de la grabación íntegra. El apoyo a Daesh que Kerry expresa en esa grabación viola varias resoluciones de la ONU y prueba su responsabilidad personal, y la del aún presidente de Estados Unidos Barack Obama, en los crímenes contra la humanidad perpetrados por esa organización terrorista.