El antepenúltimo párrafo

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ALEJANDRO FIERRO | El enviado especial de un importante periódico español me trataba de convencer de su ecuanimidad a la hora de informar sobre Venezuela. Él siempre citaba, me decía, la lucha de Hugo Chávez por los pobres. Paseábamos por Altamira, zona noble de Caracas. Aún así se mostraba intranquilo, víctima de la propaganda sobre la inseguridad a la que, paradójicamente, contribuía su diario.

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Era la noche del 6 de marzo. Esa mañana, cerca de dos millones de personas habían llevado en volandas los restos mortales de Chávez desde el Hospital Militar, donde había fallecido el día anterior, hasta la Academia Militar. Fue una manifestación de duelo impresionante. Pero, sobre todo, fue el profundo agradecimiento de un pueblo.

Agradecimiento por las mejoras concretas de las condiciones de vida de las clases populares, lo que equivale a decir de la mayoría de la población venezolana (estos días los datos han sido repetidos hasta la saciedad: rescate de ocho millones de personas de la pobreza, erradicación de la desnutrición y el analfabetismo, universalización de la sanidad y educación públicas y gratuitas, creación de cuatro millones de empleos, etc.).

Pero agradecimiento también por haberles dado voz. Con Chávez, las mayorías siempre excluidas se convirtieron en protagonistas de su propio destino. Las masas que nunca contaron para las élites se hicieron visibles por primera vez en su historia. En los cerros se empezó a hablar de política, democracia, constitución, derechos, elecciones. En barrios donde nunca se votaba, la participación llegó a superar el 80 por ciento. Chávez empoderó a todo un pueblo.

Yo le trataba de explicar al periodista, que no había asistido al cortejo fúnebre, que estas cuestiones eran lo sustantivo de este proceso y en ellas se cimentaba la inmensa popularidad de Chávez, refrendada elección tras elección. Sin embargo, todos los artículos de la prensa internacional, incluidos los suyos, las relegaban a unas pocas líneas escondidas entre una maraña de tergiversaciones, datos descontextualizados, opiniones sesgadas y epítetos de dudoso rigor. Apenas una nota a pie de página para acallar la conciencia periodística y evitar que nadie les dijera que no habían mencionado estas realidades. Ni tan relevantes como para abrir las crónicas ni tan importantes como para servir de brillante colofón a un reportaje. Siempre quedaban relegadas al antepenúltimo párrafo, aquel al que nadie llega o se lee a toda prisa para avanzar cuanto antes hacia el final.

Me confesó que nunca había estado en el 23 de Enero, el barrio estereotipado como uno de los más violentos de Caracas y, por tanto del mundo. Una estigmatización de la derecha que nunca le perdonó al ‘23’ su combativa resistencia frente a los ataques neoliberales de las décadas de los 80 y 90 ni su irrestricto apoyo a Chávez, con porcentajes de voto cercanos al 70 por ciento.

Le respondí que no tenía más que tomar la línea 1 del metro, bajarse en las paradas de Gato Negro o Aguasalud y perderse por las empinadas cuestas del barrio, mezclándose con sus gentes, inevitablemente atareadas, con prisa, dando la sensación de tener que ir a algún sitio o venir a toda prisa de algún lugar, pero inexplicablemente siempre con tiempo para conversar, sobre todo si se les preguntaba por esa revolución que les había dado rostro y corporeidad. No obstante, y para su tranquilidad, le ofrecí ponerle en contacto con algunos líderes vecinales que le podrían guiar en su recorrido.

Desde las lomas del ‘23’ presencié, diez días más tarde, el traslado del presidente Chávez hasta el Cuartel de la Montaña. Con nosotros venía el politólogo Juan Carlos Monedero, defensor de primera hora del proceso de cambio venezolano. Cada dos pasos tenía que detenerse a firmar un autógrafo o a posar para una foto. Quienes le paraban eran gente humilde. Yo trataba de imaginarme a los habitantes de un poblado marginal de Madrid o Barcelona pidiéndole su firma a un profesor de Ciencia Política. Mientras la juventud de los suburbios europeos lleva una camiseta de su grupo preferido, en los barrios de Caracas los jóvenes visten prendas con el rostro de su jefe de Estado.

Es la misma toma de conciencia que experimentó Isabela, quien una noche me contó que Chávez le había enseñado que su nariz de negra también podía ser bella. La adolescente Isabela creció acosada por unos cánones hegemónicos de belleza blanca occidental ajenos a la realidad venezolana. O del comando chavista instalado en pleno centro del muy exclusivo enclave colonial de El Hatillo para demostrar a las clases altas que en este país ya no existen territorios vedados al pueblo. “Chávez nos dio conciencia política”, me dijo una integrante del comando. No habló de empleos, alimentos, hospitales o escuelas, sino de algo mucho más profundo y, sobre todo, más peligroso para quienes se creen dueños del mundo. Por eso tantos esfuerzos para destruir el proyecto bolivariano.

El periodista no atendió a mi ofrecimiento de ir con él al ‘23’. Tras esa noche del 6 de marzo no lo volví a ver. Le acompañé a la avenida Francisco de Miranda, negocié un precio para su taxi y se marchó. Al día siguiente busqué su artículo en Internet. Había incluido mis reflexiones sobre los logros de Chávez. Efectivamente, allí estaban, como siempre, en el antepenúltimo párrafo.

Alejandro Fierro es periodista residente en Caracas y socio de la Fundación CEPS