Nuestra América: la urgencia de la unidad

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Marcel Claude – Investig’action

Pasado el Siglo de las luces, corriendo acelerados por el Siglo XX cambalache de José Santos Discepolo, y llegado el Siglo XXI de la posmodernidad, la condición de Nuestra América que describiera Eduardo Galeano en “Las venas Abiertas de América Latina”, no ha cambiado mucho: “América Latina se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta…Pero la región sigue trabajando de sirvienta y continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas.”

Según el Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (CEDLAS), América Latina es la segunda región más desigual del planeta, y la CEPAL nos informa que la pobreza ronda el 30% de la población. Para Oxfam, más de 27 millones de personas en todo el mundo trabajan en esas 200 Zonas Económicas Especiales, conocidas en América Latina y el Caribe como maquilas, que no son más que guetos de mala vida: jornadas de hasta un día entero de duración, trabajo en condiciones insalubres y sueldos míseros. Y las mujeres constituyen más del 50%, y en algunos casos el 90% del empleo en estas enormes fábricas donde se confeccionan prendas de vestir y otros productos textiles para grandes empresas multinacionales. Éstas se han extendido por numerosos países latinoamericanos como una forma de atraer inversión extranjera, a partir de ofrecer mano de obra barata y no sindicada, o sea, nuestra gran ventaja comparativa. En las maquilas de El Salvador, 9 de cada 10 trabajadoras son mujeres, y los salarios percibidos por las empleadas en países como Nicaragua, Honduras y Guatemala no alcanzan a cubrir los mínimos vitales, entre el 50% y 84% según Oxfam, y el precio de venta final de algunos de los productos que confeccionan, puede llegar a ser 300 veces el sueldo pagado.

Nuestra América, con su selva del Amazonas y sus cumbres andinas, contiene la más rica diversidad biológica del planeta; sin embargo, la deforestación a tala rasa y mediante la quema de bosques, realizada con el objetivo de crear espacio para la agricultura y la crianza de ganado, avanza peligrosamente con la expansión capitalista, para dar espacio a la proliferación de transgénicos y el gran negocio de la carne sustentada en el sufrimiento animal.

Y, a pesar de la legitimidad universal de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, muchos estados aún no reconocen la existencia de éstos y sus derechos humanos están lejos de ser respetados: siguen estando entre los más pobres y marginados del mundo, mientras las inversiones de la industria extractiva y la agricultura a gran escala son la principal causa de su empobrecimiento y violación sistemática de sus derechos. En el periodo 2000-2011 las tierras entregadas a multinacionales llegaron a más de 200 millones de hectáreas en todo el mundo, y la mayoría afecta a las tierras de los pueblos indígenas en los países pobres de Nuestra América, sin el consentimiento de las comunidades locales, sin compensación y sin ningún respeto por el medio ambiente. Nada más que “despojo territorial” apoyado por el ejército, la policía o los grupos paramilitares.

Todo aquello se replica con particular rigor en tierra chilena. Según la Fundación Sol: 54% de los trabajadores chilenos gana menos de $300.000 y un 70% menos de $425.000 líquidos mensuales, mientras que sólo un 16% cobra más de $650.000; el salario mínimo e incluso menos, lo percibe más de un millón de chilenos. Según la OCDE, Chile es el país con mayor desigualdad de ingresos de los 18 Estados miembros, entre otras cosas, porque los ingresos del 10% más rico en el país son 26 veces más altos que los del 10% más pobre. Sin embargo, en Chile no hay un 10% de ricos, lo que sí hay son los súper ricos. Según la Universidad de Chile, los súper ricos capturan un importe extraordinariamente alto del ingreso: más de 30% para el 1% más rico, 17% para el 0,1% más rico y más de 10% para el 0,01% más rico, en promedio durante el periodo 2004-2010. El ingreso per cápita del 1% más rico es 40 veces mayor que el ingreso per cápita del 81% de la población y éste 1% más rico de Chile recibe 2,6 veces más ingresos como proporción del ingreso total del país que lo que en promedio recibe el 1% más rico en países como Estados Unidos, Japón y otros. Nadie puede sorprenderse, entonces, cuando el periodista e historiador británico, Robert Hunziker, sostiene que la fuerza de trabajo en Chile se desempeña en condiciones de esclavitud y que exista un mercado de esclavos incluso más grande que el de Estados Unidos en 1850.

El reconocimiento constitucional consensuado con las comunidades indígenas en el marco de un proceso participativo, como establecen los organismos internacionales, es todavía una decisión política sistemáticamente postergada, lo que agrava la falta de protección de sus territorios amenazados por proyectos de inversión mineros, forestales e hidroeléctricos, entre otros, que proliferan a manos de empresas nacionales y transnacionales, tanto como la aplicación -y vigencia- de la ley antiterrorista a los dirigentes y miembros de comunidades, a pesar de que el comité de Derechos Humanos de la ONU en marzo de 2007 reiteró las recomendaciones que hiciera en el 2003, sobre el deber que tiene el Estado de modificar dicha ley.

¿Y qué decir de la crítica situación de las pensiones en Chile? La única descripción posible es reconocer que ésto es nada más que una catástrofe social, ya que en la modalidad de retiro programado, 9 de cada 10 pensiones serían menores a los 150 mil pesos, o sea, más bajas que el salario mínimo. La salud, a su vez, es otro factor social crítico del que se habla menos. El derecho a la salud no está garantizado en la Constitución, sino solamente el derecho a elegir entre FONASA o ISAPRE, es decir, entre ser esquilmado o abandonado a su suerte, dado que el sistema público no cumple ni en medida menor los estándares definidos por la Organización Mundial de la Salud; el presupuesto público de salud es un poco más que la mitad de lo que al menos debería ser (6%); solo un 20% de la población tiene ISAPRE y éstas recaudan en torno al 60% de las cotizaciones para atender a los más ricos y los que no se enferman, por lo que sus ganancias son una vulgar grosería. Tenemos tantos médicos por habitante como los países desarrollados, pero 2/3 se desempeñan en el sistema privado para el sector más rico y 1/3 para los más pobres que son el 80% de la población. El Estado paga a los hospitales públicos apenas el 40% de sus costos reales, mientras a las clínicas y prestadores privados les transfiere más de mil millones de dólares por año, cubriendo no solo los costos sino también las utilidades. Una vez más: se cubre el 40% de los costos de salud para el 80% más pobre y el 100% más utilidades para el 20% más rico.

Como si las 7 plagas de Egipto y los cuatro jinetes del Apocalipsis ya no hubiesen pasado unas cuantas veces por acá, tenemos una Constitución de origen ilegítimo, realizada por 7 juristas de extrema derecha, aprobada en un plebiscito totalmente fraudulento y legitimada por la Concertación en un proceso aberrante de traición y mentiras. Llegados al poder, personajes mercuriales como Edgardo Boeninger, declaraban en sus escritos (1997) que el liderazgo de la Concertación habría experimentado, a fines de la década de los 80, una “convergencia” con el pensamiento económico de la derecha, situación que “políticamente no estaba en condiciones de reconocer”. ¿Convergencia? Más bien una articulación oprobiosa de traición, sumisión y corrupción. Esta articulación explica y le da coherencia al proyecto de ley de Lagos, una suerte de cristo redentor del capitalismo y del fascismo, aprobado en 48 horas en el 2004, que otorgó impunidad a los torturadores y violadores de derechos humanos, estableciendo un secreto de 50 años para todas las denuncias efectuadas ante la Comisión Valech, además de una prohibición al Poder Judicial de tener acceso a dicha información. La culminación de todo este proceso: en el 2005: Ricardo Lagos y la Concertación le dan “legitimidad democrática” a la Constitución del 80, a través de su firma y la de todos sus ministros, sustituyendo a Pinochet, a cambio de la eliminación de la inamovilidad de los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas y Carabineros, y del Consejo de Seguridad Nacional, pero, la Ley Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas quedó intacta.

A todo lo largo de los últimos 200 años de independencia, no hemos sido capaces de salir de nuestra sumisa y subyugada condición de ser sirvientes, al decir de Galeano, de los países del norte híper desarrollados. También así lo sostiene José Abelardo Ramos en su “Historia de la Nación Latinoamericana”, cuando afirma que América Latina perdió la posibilidad de reunirse en una Nación y avanzar hacia el progreso social, tal como lo hacían los estados recién unidos en el norte del continente americano. Las oligarquías agro-comerciales de los puertos se impusieron en América Latina sobre las aspiraciones unificadoras de Bolívar, San Martín, Artigas, Alamán, y Morazán. Durante décadas aparecieron libros sobre la “argentinidad”, la “peruanidad”, la “bolivianidad” o la “mexicanidad”, en la búsqueda de su propia identidad nacional o cultural, pero pocos se consagraron a redescubrir la identidad latinoamericana, que era la única capaz de permitir que América Latina se constituyera en un poder autónomo ante el progreso del capitalismo. Desde que Europa tomó posesión de América Latina, a partir de la ruina del Imperio español, dice Abelardo Ramos, no solo controló el ferrocarril, las bananas, el café, el cacao, el petróleo o las carnes, sino algo que resultó mucho más peligroso: cooptó a gran parte de la intelligentsia latinoamericana, instalando una admiración acrítica por sus modelos externos y haciéndoles ciegos a la trágica realidad de sus propios países.

Abelardo Ramos, en 1991, planteaba que los latinoamericanos ya habíamos pagado nuestro tributo de inocencia, y que no debíamos cambiar nuestro oro por cuentas de vidrio una segunda vez, pues había llegado la hora de que seamos nosotros mismos y ningún otro, quienes hiciéramos las preguntas y nos diéramos nuestras propias respuestas. Se preguntaba si ¿Habría nacido la moderna nación francesa sin su gran revolución?

José Martí, en “Nuestra América”, sostenía que el problema latinoamericano no radicaba en la incapacidad racial, cultural o histórica para dejar atrás el colonialismo, sino en el error de asumir acríticamente las formas de organización política y social provenientes de Europa occidental y Estados Unidos. Martí sostiene una tesis contraria a Samiento, quién en “Facundo Civilización o Barbarie” identifica la civilización con Europa y a la Barbarie con el negro, el gaucho, y el mestizo americano. Para Martí no correspondía culpar a la barbarie atribuida a los pueblos de América como razón de los sistemáticos desequilibrios republicanos, sino que la verdadera causal se hallaba en la imposición de modelos no surgidos de ellos mismos. Es decir, no había una oposición entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza de Nuestra América. Y afirmaba: “La universidad europea ha de ceder paso a la universidad americana”. Sin embargo, Martí no propugnaba negarse a la marcha del mundo, sino más bien, “injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”, a fin de engendrar un nuevo modo de habitar el mundo. Al mismo tiempo, nos convoca a superar la “mentalidad aldeana”, a superar el chovinismo patriotero y convocaba a que “Los pueblos que no se conocen han de darse prisa por conocerse”.

En otras palabras, su obra es un urgente llamado a la unidad continental y a la acción unitaria de Nuestra América frente a los peligros que él avizoró y que nosotros hemos sufrido a lo largo de la historia.

El desafío de los pueblos de Nuestra América es entonces la unidad, tanto continental como local. Sabemos ya por la trágica historia del continente, que nunca superaremos la dominación colonial ni imperial, mientras no nos pongamos de pie al unísono, conscientes y determinados a tomar la historia en nuestras manos, pero, la tarea no es solo continental, es también local. Hoy en Chile, después del espectáculo impresentable de la clase política chilena, al servicio desnudo del capital nacional y multinacional, no nos queda más camino que la unidad.

Chile necesita construir un proyecto político bajo un nuevo referente, como lo fuera el Frente Popular que en 1938 llevó al candidato Pedro Aguirre Cerda a la presidencia de la República. En esa gran y victoriosa coalición estaban el Partido Comunista de entonces, el Partido Socialista, y también los sindicatos obreros agrupados en la Central de Trabajadores de Chile (CTCH), la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH) y el movimiento mapuche organizado en el Frente Único Araucano. Este exitoso referente político logró derrotar al duopolio existente en ese entonces, formado por liberales y conservadores, y abrió una época de progreso para Chile con la creación de la CORFO y el fortalecimiento de la Educación Pública con su grito de campaña “Gobernar es Educar”. Un ejemplo histórico que hoy debemos replicar.

Chile requiere una revolución, un cambio de paradigma, un giro histórico, una refundación de la República, pero aquello nunca ocurrirá de no mediar la unidad de nuestro pueblo, la unidad de esa reserva moral que quiere realizar estos cambios, y ha de hacerlo también con el apoyo de los pueblos hermanos de América. Somos una misma nación y el esplendor civilizacional solo se logrará cuando seamos conscientes de que “nacimos del mismo gajo del árbol de nuestros sueños” (Zitarrosa)

Como Martí lo reclamara y lo dejara como una tarea pendiente: ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!, pero siempre llevando al Sur como un destino del corazón.

Fuente: http://www.investigaction.net/Nuestra-America-la-urgencia-de-la.html?lang=es