La guerra infinita, tras el atentado del 11 de setiembre de 2001 (tres visiones)
Veinte años después, sigue la guerra infinita dentro y fuera de EU
David Brooks
Pedacitos de papel llovían del cielo, llevados por el viento desde las Torres Gemelas en Manhattan a Brooklyn, como mil mensajes sin sentido de la torre de Babel en esta ciudad de más de 200 idiomas, en esa transparente mañana del 11 de septiembre con la cual amanecería algo llamado la guerra global contra el terror.
Todos sentían la inmensa gravedad de lo que había sucedido, pero nadie sabía quién, cómo, por qué, ante la tragedia que poco a poco sumaría más de 3 mil trabajadores, patrones, limpiadores, bomberos, estudiantes, artistas, hijos, padres, hermanos.
Y a pesar del estallido de solidaridad y abrazos entre desconocidos para salvar a otros durante los primeros días, del apoyo mutuo y la fraternidad que inundó la ciudad, también ya se sentía la ominosa sensación de que se preparaba la muerte para cosechar a miles, decenas de miles, cientos de miles más trabajadores, patrones, limpiadores, bomberos, estudiantes, artistas, hijos, padres, hermanos, que perecerían en otros lados del mundo como consecuencia, primero en Afganistán, después en Irak y otros frentes de esa guerra contra el terror.
Noam Chomsky, entrevistado por La Jornada 48 horas después de los atentados, sintetizó las implicaciones inmediatas: “El ataque terrorista (a Estados Unidos) fue un asalto mayor contra los pueblos pobres y oprimidos de todo el mundo. Los palestinos serán aplastados por esto. Es un regalo a la derecha dura jingoísta estadunidense, y también a la de Israel.
Y la respuesta planeada será lo mismo, será un regalo a Bin Laden… el tipo de acción de represalia que se está planeando es justo lo que él y sus amigos están buscando. Exactamente las cosas que promoverá un apoyo masivo y que llevará a más, y tal vez peores, ataques terroristas, lo cual entonces llevará a una creciente intensificación de la guerra”.
Más tarde advirtió: En general, las atrocidades y la reacción ante ellas fortalecen a los elementos más brutales y represivos en todas partes. Casi de inmediato, Washington proclamó su nueva guerra global contra el terror a nombre de los que perecieron en la llamada zona cero en Nueva York, los héroes de un tercer avión que dieron sus vidas al hacerlo caer sobre un campo en Pensilvania, y en el Pentágono.
Pero de los escombros también surgió una creciente ola de opositores a esa nueva aventura imperial que, encabezada por familiares de las víctimas, proclamó en respuesta a Washington: No en nuestro nombre. Las movilizaciones antiguerra más masivas de la historia moderna –algunos calculan que el 15 de febrero de 2003 participaron casi 15 millones alrededor del mundo– no fueron suficientes para frenar la ampliación de la nueva guerra sagrada contra el mal.
¿Qué cambió con lo que fue el primer ataque bélico desde el extranjero contra el territorio de Estados Unidos desde 1812? El superpoder no podía tolerar nunca un ataque desde el exterior y de inmediato la maquinaria de guerra, incluyendo su propaganda, fue encendida. Casi toda la cúpula política de ambos partidos promovieron, o fueron obligados, a subordinarse al canto bélico patriótico, con el presidente George W. Bush dejando claro: Quien no esté con nosotros está con el enemigo.
Legalización de la tortura
Desde entonces, Estados Unidos ha generado guerras y realizado operaciones antiterroristas en unos 85 países, que han incluido programas de asesinato con drones, acciones encubiertas y el uso de fuerzas especiales clandestinas, incluyendo secuestros y desapariciones de sospechosos en cualquier parte del planeta.
Se legalizó y se empleó la tortura en centros clandestinos en lugares como Afganistán y otros países, y se levantó el campo de concentración en Guantánamo, que sigue existiendo. Ese primer año después del 11-S, el Pentágono detuvo a más de 2 mil 700 personas en el extranjero, y unas 600 de ellas fueron trasladadas a Guantánamo.
Esa guerra global tiene un frente interno también. Se promovió la Ley Patriota, con la cual se empezó a condicionar y hasta violar las libertades civiles dentro del país. En los primeros días, cientos –tal vez miles– de inmigrantes árabes y musulmanes fueron detenidos de manera arbitraria y se les incomunicó
Una reforma migratoria que estaba a punto de ser celebrada por Estados Unidos y México fue destruida por los atentados, y ahora los inmigrantes en general se volvieron sospechosos de ser terroristas. Los crímenes de odio contra todos ellos proliferaron por todo el país, nutridos por la retórica oficial. Comercios árabes, incluyendo carritos de comida y taxis, colocaban enormes banderas estadunidenses como escudos sobre sus tiendas y vehículos.
Se estableció una nueva entidad federal masiva –la más grande después del Pentágono– llamada Secretaría de Seguridad Interna (DHS), la cual incluye las agencias de control migratorio y de fronteras, entre otras. Se elaboraron listas de sospechosos, a quienes no se les permitía ir en vuelos comerciales o ingresar al país.
Espionaje masivo
De ahí se desarrollaron y pusieron en marcha los masivos sistemas de espionaje ciudadano dentro y fuera de Estados Unidos, revelados después por Edward Snowden y otros. El pánico nos hizo políticamente vulnerables, y esa vulnerabilidad fue explotada por nuestro propio gobierno para darse la autorización de ampliar sus poderes de manera radical, comentó Snowden a The Guardian recientemente.
Esa guerra contra el terror continúa 20 años después. El presidente Joe Biden proclamó el fin del combate sólo en Afganistán el 30 de agosto, pero no de la guerra contra el terror, la cual, dejó claro, procedería en toda esquina del mundo.
A pesar de lo ocurrido a lo largo de estas dos décadas, la derrota de Estados Unidos en Afganistán –aunque no todos perdieron: el complejo militar-industrial ganó más de 2 billones en contratos durante esa guerra–, la invasión de un país, Irak, que no tuvo nada que ver con el 11-S, bombardeos y operaciones clandestinas en decenas de lugares alrededor del planeta,
Washington alerta que no sólo persiste la amenaza terrorista internacional, sino ahora es acompañada por una aún más peligrosa que proviene desde dentro del país, encabezada por estadunidenses ultraderechistas, entre ellos, neonazis.
Mas de ocho de cada 10 estadunidenses opinan que el 11-S cambió a su país de una manera duradera; 46 por ciento cree que el cambio fue para mal, y sólo 33 por ciento opina que ese cambio fue positivo, según una encuesta de The Washington Post/ABC News de esta semana. Sólo 49 por ciento cree que el país está más seguro ante el terrorismo que antes del 11-S.
O sea, en el vigésimo aniversario del 11-S y su guerra global, cientos de miles de muertos, millones de desplazados y billones en costos, nadie está más seguro. Tal vez, dentro y fuera de este país, todo lo contrario.
*Periodista estadounidense, corresponsal del diario mexicano La Jornada en EEUU.
Sangre en la arena: el desdén de EU y los medios por los países pobres
Jeffrey Sachs*
La magnitud del fracaso estadounidense en Afganistán es sobrecogedora. No es un fracaso de los demócratas o los republicanos, sino el prolongado fracaso de la cultura política estadounidense, reflejado en la falta de interés de sus responsables por entender a las sociedades diferentes… y es típico en exceso.
Casi todas las intervenciones militares estadounidenses modernas en países en vías de desarrollo se vinieron abajo. Cuesta encontrar una excepción desde la guerra de Corea. En la década de 1960 y la primera mitad de la década de 1970, EE UU combatió en Indochina —Vietnam, Laos y Camboya— para retirarse finalmente derrotado después de una década de atroz carnicería. El presidente Lyndon B. Johnson, un demócrata, y su sucesor, el republicano Richard Nixon, comparten la culpa.
En aproximadamente la misma cantidad de años, EE UU llevó al poder a dictadores en toda América Latina y partes de África, con consecuencias desastrosas que se prolongaron durante décadas. Pensemos en la dictadura de Mobutu en la República Democrática del Congo después del asesinato de Patrice Lumumba, que contó con el respaldo de la CIA a principios de 1961; o en la asesina junta militar del general Augusto Pinochet en Chile, después del golpe apoyado por EE UU contra Salvador Allende en 1973.
En la década de 1980 EE UU, bajo el Gobierno de Ronald Reagan, devastó América Central en guerras subsidiarias para evitar Gobiernos de izquierda o derrocarlos. La región aún no ha sanado.
Desde 1979 Oriente Próximo y el oeste asiático fueron castigados por la estupidez y crueldad de la política exterior estadounidense. La guerra de Afganistán comenzó hace 42 años, en 1979, cuando el Gobierno del presidente Jimmy Carter apoyó de manera encubierta a los yihadistas e islámicos para combatir a un régimen respaldado por los soviéticos. Pronto los muyahidines apoyados por la CIA ayudaron a provocar una invasión soviética y dejaron a la Unión Soviética atrapada en un conflicto debilitante, al tiempo que empujaban a Afganistán hacia lo que se convirtió en una espiral de violencia y sangre que duró 40 años.
En toda la región la política exterior estadounidense produjo un creciente caos. En respuesta al derrocamiento en 1979 del sah de Irán (otro dictador colocado por EE UU), el Gobierno de Reagan armó al dictador iraquí Sadam Husein en su guerra contra la novel República Islámica de Irán. A continuación, hubo masivos derramamientos de sangre y guerra química, respaldados por Estados Unidos. Después de ese sangriento episodio vino la invasión de Kuwait por Sadam y luego, dos guerras en el Golfo lideradas por EE UU, en 1990 y 2003.
La última ronda de la tragedia afgana comenzó en 2001. Apenas un mes después de los ataques terroristas del 11 de septiembre, el presidente George W. Bush ordenó una invasión liderada para derrocar a los yihadistas que su país había respaldado anteriormente. Su sucesor demócrata, Barack Obama, no solo continuó con la guerra y sumó más tropas, sino que ordenó a la CIA que trabajara con Arabia Saudita para derrocar al presidente sirio Bashar al-Ásad, lo que condujo a una salvaje guerra civil en Siria, que aún continúa.
Como si eso no fuera suficiente, Obama ordenó a la OTAN que derrocara al líder libio Muammar el Gaddafi, incitando una década de inestabilidad para ese país y sus vecinos (incluido Malí, que fue desestabilizado por el ingreso de combatientes y armas desde Libia).
Esos casos no solo tienen en común el fracaso de las políticas, en todos ellos subyace una creencia de las clases dirigentes de la política exterior estadounidense: la solución a cualquier desafío político es la intervención militar o la desestabilización respaldada por la CIA.
Esa creencia habla del extremo desprecio de las élites de la política exterior estadounidenses por el deseo de otros países de escapar de la miseria absoluta. La mayoría de las intervenciones militares estadounidenses y de la CIA tuvieron lugar en países con dificultades para superar severas privaciones económicas. Sin embargo, en vez de aliviar el sufrimiento y ganarse el apoyo público, EE UU habitualmente destruye la pequeña infraestructura que posee el país y lleva a que los profesionales educados huyan para salvar sus vidas.
Hasta una mirada superficial del gasto estadounidense en Afganistán revela la estupidez de su política en ese país. Según un informe reciente del inspector general especial para la Reconstrucción de Afganistán, EE UU invirtió aproximadamente 946.000 millones de dólares entre 2001 y 2021. Sin embargo, con desembolsos por casi un billón de dólares, EE UU solo conquistó y convenció a unos pocos.
He aquí el motivo: de esos 946.000 millones de dólares, 816.000 millones (el 86%) se destinaron a gastos militares para tropas estadounidenses. Y el pueblo afgano vio poco de los 130.000 millones restantes, ya que 83.000 millones de dólares se asignaron a las fuerzas de seguridad afganas. Otros 10.000 millones, aproximadamente, se dedicaron a operaciones de intercepción de drogas, mientras que 15.000 millones fueron a parar a agencias estadounidenses que operaban en Afganistán. Eso dejó unos magros 21.000 millones de dólares para financiar la “asistencia económica”. Sin embargo, muy poco de ese gasto dejó algún desarrollo en el terreno.
En resumen, menos del 2% del gasto estadounidense en Afganistán (probablemente, mucho menos del 2%) llegó al pueblo afgano en forma de infraestructura básica o servicios para reducir la pobreza. EE UU pudo haber invertido en agua potable y servicios sanitarios, edificios escolares, clínicas, conectividad digital, equipos agrícolas y extensión agrícola, programas de nutrición y de muchos otros tipos para sacar al país de sus penurias económicas. En lugar de eso, abandona con una expectativa de vida de 63 años, una tasa de mortalidad materna de 638 cada 100.000 nacimientos, y una tasa de niños con retrasos en el crecimiento del 38%.
EE UU nunca debió intervenir militarmente en Afganistán, ni en 1979 ni en 2001… ni durante los 20 años siguientes. Pero, una vez allí, pudo haber promovido un país más estable y próspero con inversiones que hubieran ayudado a poner fin al derramamiento de sangre evitando guerras futuras.
Sin embargo, los líderes estadounidenses se desviven por enfatizar frente al público de su país que no gastarán dinero en esas trivialidades. La triste verdad es que la clase política estadounidense y los medios masivos de difusión sienten desdén por los países más pobres, incluso mientras intervienen despiadada e imprudentemente en ellos. Por supuesto, gran parte de la élite estadounidense se comporta de igual modo frente a los pobres de su propio país.
Tras la caída de Kabul, los medios masivos de difusión estadounidenses están, predeciblemente, echando la culpa del fracaso de su país a la incorregible corrupción afgana. La falta de autoconciencia de EE UU es asombrosa. No sorprende que después de haber gastado miles de millones de dólares en guerras en Irak, Siria, Libia y otros lugares, EE UU no pueda mostrar otro resultado de sus esfuerzos que sangre en la arena.
*Jeffrey D. Sachs, profesor en la Universidad de Columbia. Traducción al español por Ant-Translation.
La exportación del miedo
Daniel Gatti
A dos décadas del 11-S, Washington puede jactarse de haber relegitimado la tortura y las ejecuciones extrajudiciales, hacer crecer el yihadismo y lograr destruir el tejido social de varios países. Ahora pone la mira en otras geografías.
El mismo día en que los talibanes terminaban de tomar Kabul, el 15 de agosto, se cumplía un nuevo aniversario, el 76, de la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Cosa curiosa: nunca más, desde 1945, Estados Unidos, convertido ya en la principal potencia del planeta, ganaría guerra alguna, sacando la tan especial del Golfo, en 1991.
Y, exceptuando la invasión a la minúscula isla de Granada, en 1983, para derrocar a un gobierno socialista democráticamente electo y la operación para derribar y detener al exaliado narco panameño Manuel Noriega, en 1989, ni siquiera protagonizaría intervenciones armadas masivas exitosas.
Fue derrotado en Vietnam, no pudo con Corea del Norte y de Kabul se ha marchado, como de Saigón en 1975, con la cola entre las patas, desalojado por los mismos yihadistas a los que había pretendido aplastar 20 años antes, quienes a partir de entonces no han hecho más que expandirse por toda una región en la que Washington pretendió implantar –a cañonazos, dronazos y montañas de dólares– su tan peculiar idea de la democracia y la libertad.
Aquel «nuevo siglo estadounidense» pergeñado por los thinks tanks neoconservadores a fines de los años noventa, que debía comenzar a plasmarse con la fulgurante respuesta militar en tierra afgana a los ataques del 11 de setiembre de 2001, parece haber quedado hoy definitivamente enterrado en la propia Kabul.
Con un saldo, para Estados Unidos y sus aliados, de unos 3.500 soldados y 4 mil mercenarios muertos y un gasto de más de 2,4 billones de dólares, y, para los afganos, de al menos 240 mil muertos y un país devastado, más tribalizado que nunca y convertido, bajo el civilizador gobierno proestadounidense, en el primer productor mundial de opio.
Un panorama muy similar al de Irak y Libia, invadidos y desestabilizados en la estela de la ofensiva pos-11-S, devenidos en verdaderos campos de ruinas en los que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ni siquiera logró colocar a sus peones políticos en posiciones sólidas.
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A la guerra afgana George W. Bush la llamó guerra buena. Su sucesor Barack Obama, que la continuó por dos períodos, la tildó de guerra justa. Bush no tenía miramiento alguno en la manera de conducir sus batallas. Bombardeaba y mataba a como diera lugar, multiplicaba en Asia y Europa del Este los black sites (‘sitios oscuros’, los centros clandestinos de detención de la CIA), a donde eran llevados inicialmente los sospechosos de pertenecer a Al Qaeda antes de ser trasladados al campo de concentración montado en la base naval de Guantánamo.
Obama, que había llegado a la presidencia con una improbable reputación de antibelicista, quiso cerrar Guantánamo (el Congreso se lo impidió) y anunció su intención de «humanizar» la guerra afgana. Humanizar la guerra, ese oxímoron, significaba, en realidad, librarla desde lejos: los ataques se harían a partir de drones y misiles teledirigidos a muy larga distancia, conducidos por operadores que irían reemplazando cada vez más a los pilotos.
Minimizaba al máximo los muertos propios, que tan poco ayudan a vender la guerra a la opinión pública, y suponía ajustar la mira para liquidar a los blancos que se debía liquidar. Aunque tras la primera Guerra del Golfo ya había quedado claro que era un cuento yanqui aquello de que los misiles teleguiados tenían «precisión quirúrgica», Obama insistió en transmitir esa ilusión.
En marzo de 2009, tres meses después de que asumiera la nueva administración, escribió el profesor de Historia y Derecho Estadounidense Samuel Moyn en el diario británico The Guardian (versión española en eldiario.es, 5-IX-21): «Un informe legal histórico dio un aviso claro y asombroso de cómo se llevarían a cabo las guerras de Obama, que formalizaban y globalizaban la “guerra contra el terror” de una forma que Bush no había hecho nunca oficialmente.
La lucha antiterrorista no tendría límites temporales o espaciales. Esto importaría mucho más que las reformas más comentadas de Obama: prohibir simbólicamente la tortura o retocar las normas sobre prisioneros y juicios».
Solo en su primer año de gestión Obama recurrió a los aviones no tripulados más veces que Bush en toda su presidencia y al final de su segundo mandato atacó diez veces más que su predecesor, causando miles de muertes, tantas que entre 2010 y 2011 debió suspender las operaciones con drones en Yemen.
Porque no se trató solo de Afganistán. «Iniciados en secreto y más tarde normalizados en público, los ataques letales selectivos transformaron la “guerra contra el terrorismo” para que se extendiera por todo el planeta. En el último año de Obama en la Casa Blanca los comandos de las fuerzas de elite operaron en 138 países o se desplazaron por ellos, se produjeron combates en al menos 13 y ataques letales selectivos en varios de ellos», apuntó Moyn.
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Aquella guerra «justa» y «buena» por «la democracia y la libertad» puso al frente de los países a los que fue llevada administraciones con muy poca implantación política y social. Con la nueva toma del poder por los talibanes en Afganistán, «salió a la luz el verdadero impacto de la ocupación estadounidense», escribieron en la revista digital Jacobin (17-VIII-21) los investigadores Tabitha Spence y Ammar Ali Jan.
Durante los 20 años de gestión indirecta de Estados Unidos y la OTAN «se generó un gobierno títere», «una coalición torpemente tejida de caudillos, elites emigradas y tecnócratas de diferentes partes del mundo», inmersa en una lógica de corrupción que, lejos de ser solamente propia, era también «parte del diseño del ocupante». El gobierno surgido de la intervención habilitó en algo el juego político, mejoró en algo la vida de algunos sectores (las mujeres, especialmente las urbanas, ganaron algunos derechos), pero sobre todo fue funcional a los intereses del ocupante occidental.
En 2003 una militante feminista afgana, Malalai Joya, denunció desde su banca de diputada a los «señores de la guerra» y a las tropas de la OTAN que los habían reinstalado en el poder por cometer juntos «crímenes contra los afganos». Cuatro años después fue expulsada del Parlamento y debió permanecer oculta en su propio país tras sufrir seis intentos de asesinato. «[Afganistán, Irak, Siria y Libia] son emblemáticos de cómo las intervenciones occidentales contemporáneas están orientadas a crear zonas de control imperialista para perseguir objetivos a corto plazo.
Una vez que se cumplen estas metas, se abandona el país: la promesa de la democracia y la construcción del Estado resultan ser meros eslóganes. El barniz del humanitarismo ha dado paso a una lógica de terror y destrucción impuesta a los “Estados enemigos”. Estados Unidos encabeza hoy este escuadrón mundial de demolición», dice la nota de Jacobin.
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Spence y Ali Jan citan en su nota un trabajo del profesor británico de Ciencias Políticas Dominic Tierney. Dice Tierney en The Right Way to Lose a War: America in an Age of Unwinnable Conflicts (‘el modo correcto de perder una guerra: Estados Unidos en la era de los conflictos imposibles de ganar’) que Washington «no entiende la política local ni las dinámicas internas» de los países que ocupa. «Afganistán es un caso muy claro, porque es una guerra en la que se metió de repente y apenas sabía nada de ese país», agrega. Y siguió ignorándolo hasta el mismísimo momento de la retirada.
En diciembre de 2019 The Washington Post difundió lo que luego se conoció como papeles de Afganistán, un par de miles de páginas de notas tomadas por la muy oficial oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán a partir de entrevistas con políticos y militares estadounidenses.
Uno de los entrevistados fue el teniente general Douglas Lute, consejero adjunto de seguridad nacional en los gobiernos de Bush hijo y Obama, y luego representante de su país en la OTAN. «No teníamos ninguna comprensión fundamental de Afganistán. No sabíamos lo que hacíamos. […] Por ejemplo, sobre la economía. Debíamos establecer un mercado floreciente. Deberíamos haber especificado un mercado de la droga floreciente, porque era lo único que funcionaba. Es realmente mucho peor de lo que se piensa», decía Lute.
Y Donald Rumsfeld, uno de los estrategas de la intervención en tanto ministro de Defensa de Bush, respondió en 2003: «No tengo certeza alguna sobre quiénes son los malos», en referencia a los enemigos que sus tropas supuestamente debían combatir. Los papeles de Afganistán, señaló el mensuario francés Le Monde Diplomatique, que los reflotó en su última edición, dejaron en evidencia, como pocas otras cosas, la pléyade de mentiras con las que los dirigentes estadounidenses inundaron el mundo para justificar su guerra desde el momento mismo de la invasión.
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A la que también hicieron florecer las intervenciones estadounidenses pos-11-S en Afganistán, Irak y zonas más o menos aledañas fue a la propia Al Qaeda. «En 2001, al decir Al Qaeda hablábamos de centenares de combatientes. Ahora son decenas de miles con capacidad de desestabilización en África, Asia, Oriente Medio e, incluso, el sudeste asiático», dijo a la publicación digital española Infolibre (22-VIII-21) Moussa Bourekba, profesor de Relaciones Internacionales instalado en Barcelona.
Al Qaeda ya no busca tanto matar en Occidente, con atentados como los de 2001 en Nueva York, los de 2004 en Madrid y los de 2005 en Londres, afirmó Bourekba, «sino expandirse en las zonas de conflicto en alianza con grupos locales como los talibanes» o multiplicando las filiales (en Irak, en el Magreb islámico, en la península arábiga, en India) o las articulaciones con otras fuerzas yihadistas, como los somalíes de Al Shabaab y el Frente Al Nusra sirio.
«La red cuenta ya con más de diez franquicias» y ha crecido en la misma medida en que Estados Unidos y sus aliados han dejado en evidencia su incapacidad para salirse de una estrategia de saqueo y destrucción, y construir apoyaturas estables y arraigadas en los países en los que intervienen. El propio ISIS, activo hoy en una decena de países, surgió de la filial de Al Qaeda en Irak, un país donde esa red no tenía presencia antes de la invasión estadounidense.
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De que la estrategia de la «guerra contra el terrorismo» tal como se había planteado desde el 11-S era un fracaso se dio cuenta hace mucho alguien tan poco sospechoso de pacifista como Zbibniew Brzezinsky, que en los sesenta impulsó la intervención en Vietnam y en la década siguiente fue ubicado en el ala derecha del gobierno de Jimmy Carter. En 2007 Brzezinsky escribió un libro (La segunda oportunidad) en el que recomendaba recular ante la derrota. Apostaba a que Obama rectificara el tiro, pero el presidente demócrata le frustró esa esperanza.
El hashtag #EndEndlessWar (‘terminar con la guerra interminable’), escribió Moyn, «se originó en 2014 a partir del activismo de base entre los progresistas en torno al ritual anual del Congreso de renovar la financiación de la guerra». Pero quien comenzó a darle forma fue el menos pensado: Donald Trump.
No precisamente por convicciones antibelicistas, antimperialistas o meramente humanitarias. Nada de eso. Mientras reactivaba Guantánamo, volvía a justificar la tortura, impulsaba leyes securitarias aún más duras, impulsaba el cese de las guerras interminables, como la afgana, para concentrar fuerzas en la guerra económica y comercial con China. Joe Biden retrasó el cumplimiento de los acuerdos con los talibanes suscritos por su predecesor, pero terminó concretándolos, y a las apuradas.
Ahora casi un objeto de consenso en Estados Unidos, el retiro de las tropas de Afganistán, apunta Le Monde Diplomatique, «marca el fin de una época: la de las intervenciones directas y las guerras interminables». «¿Pero anuncia, acaso, una nueva era en la que los estadounidenses dejarían de verse a sí mismos como ese pueblo excepcional destinado a gobernar el planeta?
La respuesta la da el propio título del programa de gobierno de Joe Biden: “Guiar al mundo democrático”. La voluntad hegemónica sobrevivió a la derrota en Vietnam. Y no desaparecerá con la lección afgana», añade. Aunque ya no sea, ni de cerca, el de antes.
*Periodista uruguayo. Publicado por Brecha, Uruguay