¿Gracias Colombia?
Luis Salas Rodríguez|
Hace ya un año, comentaba a propósito de la explicación convencional sobre las causas del contrabando de extracción hacia Colombia –a saber: “que el mismo es inevitable en la medida en que el diferencial de precios causado por el subsidio de los precios en Venezuela se convierte en un poderoso incentivo para que los comerciantes y empresarios desvíen los productos venezolanos hacia aquel lado de la frontera”– las siguientes cosas:
Por un lado, que en cuanto explicación no explica sino que justifica el contrabando, pues, si a ver vamos, por la vía de los incentivos entonces cualquier delito se justifica. Es lo mismo que pasa con la explicación típica de los “expertos” sobre los bachaqueros, a los cuales entienden como unos agentes que lejos de impedir lo que están haciendo es facilitar el acceso de la población a los bienes de consumo y por lo cual tienen por lo demás derecho a cobrar.
Y es que si la cosa es así, debemos asumir también que lejos de poner presos a los traficantes de órganos o de personas (incluyendo niños), debemos organizarlos y agradecerles, en la medida en que simplemente lo que están haciendo es acercar a “oferentes” y “demandantes”, dado los poderosos incentivos que se desprenden del hecho de que gente con plata necesite órganos o esclavos y esté dispuesta a pagar por ellos, así implique la vida de otros.
Pero también decía de esta “explicación” (no solo habitual entre los analistas de derecha y no pocos de izquierda, sino popularizada en el sentido común y por lo demás esgrimida como explicación oficial del tema por parte de las autoridades colombianas) que es falsa, al menos por dos razones. La primera, porque el contrabando no se limita a los productos subsidiados por el Estado venezolano dentro de la red pública de alimentación o cuyos precios están controlados. Y es que, como todos sabemos, incluye una larga lista de bienes que van desde esos productos subsidiados o regulados hasta otros muchos que no lo están, como los repuestos de vehículos. Y la segunda, porque tal diferencial de precios en realidad resulta bastante relativa, en la medida en que, medidos en dólares, los “subsidiados” productos venezolanos en realidad nunca han sido necesariamente más baratos que los colombianos.
Esto es algo que también abordó hace unos dos años en un trabajo titulado Colombia, capitalismo del desastre (Economía Criminal) y Venezuela, el actual superintendente de Precios, William Contreras, donde se demuestra que medidos en dólares a tasa de cambio oficial tanto venezolana como colombiana, los productos de este lado de la frontera siempre han sido más costosos nominalmente hablando. Y decimos nominalmente hablando, porque aunque en dólares costaran menos en Colombia a las respectivas tasas oficiales, para los colombianos y colombianas siempre han resultado más costosos, en la medida en que el poder adquisitivo de aquel lado de la frontera resulta mucho menor al de los venezolanos.
La segunda razón es que aún si fuese cierto que los productos venezolanos venían resultando antes de la actual coyuntura más accesibles acá que allá, no por más “baratos” sino por el mayor poder adquisitivo del trabajador y la trabajadora venezolanos, no tiene sentido concluir de allí que el problema era la política económica y social venezolana. Y es que, ¿no se supone que toda política económica, todo modelo económico y todo gobierno lo que debe hacer es precisamente eso: garantizar que la mayoría de su población coma, se vista, calce, estudie, se cure, etc., bien y mejor?, ¿o lo natural, lo normal, lo que está bien, es que pase como en Colombia, donde un cuarto de la población –y en algunas regiones casi la mitad– se encuentra en situación de desnutrición?
Así las cosas, el tema es que semejante “explicación” y sobre todo las “soluciones” desprendidas de la misma –a saber: “si se devalúa la moneda, se lleva el precio de la gasolina a estándares internacionales, ajustan todos los precios relativos hacia el alza haciendo equivalente el poder de compra en Venezuela al precario nivel de Colombia y elimina la gratuidad de servicios, entonces los contrabandistas y demás mafias ya no tendrán estímulos para operar”– tienen tanto sentido como que un experto alemán o de la UE diga que la solución a la migración africana y del Oriente Medio a Europa, es volver la vida en Europa tan precaria como en dichos lugares, de manera que la gente ya no encuentre estímulos para migrar. Y es que ciertamente, si en Europa la vida fuera un caos similar a lo que los gobiernos europeos junto al norteamericano convirtieron a Libia, Irak y Siria, entonces, seguramente, los ciudadanos de estos últimos países no tendrían incentivos para seguir migrando en masa. Es lo mismo que pasa con los mexicanos que migran a Estados Unidos: ¿estarían dispuestos los ciudadanos norteamericanos y canadienses a rebajar su estándar de vida solo para que los mexicanos se queden del otro lado de la frontera? Seguramente no. ¿Pero entonces por qué los venezolanos y venezolanas sí debemos hacerlo?
El origen de la distorsión
Como señala claramente Contreras en su trabajo, y como hemos insistido mucho otros, el origen de la distorsión de precios y calidad de vida entre Venezuela y Colombia no debe buscarse acá, sino allá. Y es que de este lado el presidente Chávez hizo lo que tenía que hacer: garantizar por todas las vías que la población tuviera acceso a los bienes y servicios. Sin embargo, del otro lado de la frontera el capitalismo salvaje y paramilitar de la oligarquía colombiana no solo generó el desplazamiento forzado más grande del mundo (mayor incluso que el sirio) –siendo que unos seis millones de colombianos, que se sepa, han cruzado la frontera para hacer vida acá, lo que implica que al menos un 20% de la población actual en el país es de origen colombiano–, sino que colocó el umbral de vida tan bajo, que al menos un 40% de su población sobrevive en condiciones que pueden ser peores a las registradas en los países africanos más pobres, o en Haití.
Esto último, desde luego, además en un país con tanta tradición de violencia, implica una tensión social y política que supone para los poderes colombianos un peligro que debe ser atendido. Y a este respecto, coincido totalmente con Contreras en la explicación planteada por él, según la cual el dispositivo para-cambiario y para-económico montado en Cúcuta cumple el doble propósito de derrotar a Venezuela en la construcción de un modelo alternativo, pero también de descargar hacia este lado de la frontera las consecuencias sociales de su modelo regresivo del ingreso, con el añadido de que este “descargar” ha terminado por convertirse en una vía de desangramiento de la riqueza venezolana y, en última instancia, terminará siéndolo de subordinación del país a los intereses para-capitalistas colombianos –es decir, los de la OTAN y la Alianza del Pacífico– con todo lo que eso significa tanto económica, como social y políticamente.
Cúcuta: agujero negro de Venezuela / cabeza de playa de Colombia
Todos sabemos ya cómo funciona el agujero negro cambiario y comercial montado en Cúcuta. Y todos sabemos también que es un negocio manejado directamente por los paramilitares ligados a Uribe Vélez, entre ellos su primo detenido como uno de los autores intelectuales del asesinato de Robert Serra. Todos igualmente sabemos que lo que allá llaman eufemísticamente operadores cambiarios, es en realidad cualquier tarantín que venda y cambie bolívares por pesos y dólares o viceversa. Y que tales bachaqueros monetarios son tan legales de aquel lado de la frontera como legales son los traficantes de combustible y demás bienes por obra y gracia del Estado colombiano.
Lo que no todos saben es que su utilidad real es tragarse –para seguir con la metáfora astrofísica– a la economía venezolana. Para lo cual provocan una serie de desequilibrios monetarios-comerciales que se potencian con la debilidad de respuesta institucional de este lado. Y esto es importante subrayarlo: pues los desequilibrios realmente existentes no se deben en su origen a retrasos cambiarios de este lado, ni la existencia del dispositivo cucuteño se explica debido a la “sobrevaluación” cambiaria nuestra, como más de un majadero asegura. En realidad es al revés: los desequilibrios existen gracias al dispositivo que se montó justamente para provocarlos como parte de una estrategia envolvente de guerra no convencional.
Así las cosas, si uno se mete actualmente en la página del Banco Central de la República de Colombia constata que el tipo de cambio oficial entre el bolívar y el peso colombiano es aproximadamente de 294 pesos por cada bolívar, es decir, un bolívar venezolano oficialmente equivale a 294 pesos colombianos. Ahora bien, en la frontera y en buena parte del país, gracias a los operadores cambiarios, un bolívar equivale a dos pesos, lo cual tiene más de una consecuencia para las relaciones económicas entre ambos países, todas las cuales son negativas para el nuestro.
En primer lugar, devaluar el bolívar de semejante modo tiene la utilidad de facilitar y hacer posible el contrabando. Lo cual también explica, por cierto, por qué se roban y contrabandean los billetes venezolanos de alta denominación. Y es que desde luego, nunca será lo mismo tener 294 pesos para dar por cada bolívar a la hora de cambiar para venir a comprar en Venezuela, que tener que dar solo dos. Así como tampoco es lo mismo cruzar la frontera con billetes de 100 y 50, siendo que una faja de billetes de alta denominación tiene mucho más poder de compra que de billetes de denominaciones más pequeñas. Debe tenerse presente, a todas estas, que la compra y la logística para el contrabando –como pasa con todo delito– necesita que se haga en efectivo y no con dispositivos electrónicos que dejan huella.
En segundo término, más allá de la actividad de venir a comprar con ánimos de contrabandear, la devaluación fraudulenta del bolívar ejercida desde Cúcuta le da a los colombianos un poder de compra adulterado de este lado de la frontera. Y es que siendo una moneda mucho más débil oficialmente hablando, las cifras nominales que circulan en peso son muy superiores a las venezolanas, siendo el caso de que un salario mínimo colombiano es de 689.454 pesos, lo que en bolívares a la tasa de cambio oficial serían 2 mil 345 bolívares aproximadamente. Ahora bien, al tipo de cambio cucuteño, esos mismos 2 mil y tantos terminan siendo 344.727 bolívares, lo que es mucho más de lo que cualquier familia venezolana promedio devenga mensualmente.
Este último efecto, como señala Contreras en su trabajo, implica para el país un desangramiento de aproximadamente 26 mil millones de dólares al año, si asumimos que el 40% de los bienes, en principio destinados al consumo de los venezolanos y venezolanas, terminan del otro lado de la frontera, tanto por contrabando como por las compras que la adulteración cambiaria operada por las autoridades colombianas posibilita hacer a sus ciudadanos acá. Pero más allá de ese número frío, esto se traduce en una merma por competencia desleal y dumping cambiario-comercial de la disponibilidad de alimentos, medicinas, repuestos, etc., lo cual en buena medida es responsable de la pérdida progresiva de la seguridad alimentaria y el derecho a la salud de la población venezolana, de la pulverización de nuestro salario, las limitaciones de acceso a los productos disponibles, la escasez de billetes de alta denominación y todos los malestares que actualmente tenemos que vivir los venezolanos y las venezolanas.
En tercer lugar, la devaluación paramilitar y fraudulenta (pero legal dentro de Colombia) del bolívar frente al peso colombiano, le da a los capitalistas colombianos la posibilidad de comprar a precios de ganga no solo productos venezolanos, sino incluso medios de producción y de comercialización. Lo cual explica por qué en Venezuela, de un tiempo a esta parte, muchos comercios, restaurantes, tierras y negocios en general, pasan a manos de ciudadanos colombianos, lo que tiene serias implicaciones de seguridad y soberanía, sobre todo cuando se toma en cuenta que buena parte de esas operaciones son realizadas por paramilitares y lavadores de dinero.
En cuarto lugar, y como si fuera poco lo anterior, también le permite al “hermano país” hacerse con los servicios de la gigantesca inversión en materia de educación y servicios en general realizada en la última época en Venezuela. Y es que gracias a la adulteración comercial y cambiaria, el poder de atracción sobre nuestra mano de obra calificada es muy grande, siendo que muchos profesionales y mano de obra calificada que en Colombia no es tan abundante –dadas las limitaciones de estudio existentes por el carácter elitista y excluyente de su sistema educativo– prefiere irse a laborar allá incluso por un salario mínimo que de aquel lado no alcanza para nada, pero del nuestro se convierte –una vez que lo cambian en la frontera– en mucho más de lo que cualquier venezolano promedio percibe mensualmente. Es decir: no solo se están llevando nuestros bienes y apoderando de nuestros medios de producción, sino que, de paso, están absorbiendo nuestros servicios y mano de obra calificada. La ampliación de derechos educativos y formativos en Venezuela, diferente a las limitaciones colombianas, ha encontrado respuesta de aquel lado a través del usufructo fraudulento de nuestro acumulado.
En quinto lugar, el fraude comercial y monetario que realiza Colombia contra Venezuela también posibilita que los capitales venezolanos en vez de reinvertirse aquí se vayan para allá. Y esto por una razón muy sencilla: en Colombia son muy cuidadosos a la hora de diferenciar que para los venezolanos que quieran ir a invertir no opere el tipo de cambio cucuteño sino el oficial del BCRC, de manera que ofrecen todas las ventajas para que nuestros capitalistas y pichones de capitalistas aprovechen sus salarios más bajos y la manipulación cambiaria. Lo cual supone otra cosa: y es que entonces muchos comerciantes que forman parte y se aprovechan de las redes de extracción por vía de contrabando, luego “exportan” hacia acá tales productos previamente obtenidos ilegalmente y cambian la repatriación a la tasa oficial, de modo que por cada bolívar resultante de las ventas a precios increíbles –pero “justificados” por la escasez provocada, en buena medida, precisamente, por el contrabando de dichos productos– obtienen 294 pesos en vez de 2 o lo cambian directamente a dólares, al tipo de cambio que mejor les venga. Lo visto en ciudades como Maracaibo y San Cristóbal con la reaparición de productos como salsa de tomate o algunos medicamentos, pero a precios estratosféricos, no es sino el resultado de ello.
Así las cosas, el escándalo generado a partir de la situación observada la semana pasada –donde un grupo de venezolanos y venezolanas cruza la frontera en busca de alimentos, medicinas y demás productos en la “abastecida” Colombia–, además de ser una puesta en escena debidamente preparada (todas las mujeres cargaban camisas blancas a lo Lilian Tintori, por ejemplo), encubre el que dicho “abastecimiento” es de origen venezolano, extraído por contrabando, de manera que en realidad lo que están haciendo es seguir la pista de los productos secuestrados e ir a pagar un rescate por ellos.
De tal suerte que el hecho de que habitantes de un país que tiene el privilegio de haber contado con un presidente cuyo nombre lleva el plan de la ONU para erradicar el hambre en reconocimiento de ser el más exitoso a nivel mundial en la lucha contra dicho flagelo en la última década, deban cruzar de repente a buscar alimentos en un país vecino que se cuenta entre los más golpeados a nivel mundial por desnutrición crónica, debe llevarnos a pensar que algo muy asombroso está pasando. Pero no por asombroso es un misterio: lo que está ocurriendo es que antes del corredor humanitario que quieren instalar para validar una intervención internacional contra Venezuela, fuerzas muy oscuras de aquí y de allá se encargaron de instalar una vía de fuga, una tierra de nadie donde diariamente se escapa –se roban– no solo buena parte de la riqueza nacional material (mercancías, capital, fuerza de trabajo, etc.), sino de la riqueza inmaterial y energía anímica misma del país, nuestro bienestar intangible, nuestras expectativas y nuestro derecho soberano a tener una vida digna, independientemente del hecho de que las autoridades y poderes del vecino país hayan decidido lo contrario para los suyos.