¿De qué hablamos cuando hablamos de independencia?

ROBERTO FOLLARI | En el siglo XXI, se trata de autonomía decisional, de una sociedad y un Estado activos que, sin interrumpir generalizadamente el intercambio entre naciones o bloques, sean capaces de imponerse a los poderes fácticos. Y esto será regional, o no será.

Roberto Follari – Agencia APAS

Hubo época en que creímos que la independencia era lo mismo que la autosuficiencia. Por ello, la cuestión era cubrir todo lo que necesitáramos con producción nacional, y en todo caso dar por no necesario aquello que no pudiéramos producir en el país.

Eso era la “independencia económica”; un modelo autocentrado y de cierto cierre de fronteras, que alcanzó en ejemplos como Albania o Corea sus máximos exponentes en tiempos de la Guerra Fría.

Pero en época de globalización, la idea del autocentramiento deja de resultar aplicable. Ante la circulación generalizada de las mercancías a nivel planetario, se trata ahora de otra cosa. Los mismos principios se aplican de una nueva manera. Ahora se trata de autonomía decisional, de una sociedad y un Estado activos que -sin interrumpir generalizadamente el intercambio entre naciones o bloques regionales-, mantenga la potestad de las decisiones económicas que le afectan. Es decir, que sea capaz de imponer al mercado condiciones bajo las cuales el mismo resulte subordinado al bien común, y no solamente puesto bajo la lógica de la ganancia privada y el lucro sin límites.

Por cierto que hoy la independencia económica se da más acabadamente por vía de bloques. Se da, para nosotros, por vía de la pertenencia a una Sudamérica y Latinoamérica unidas. Los bloques son cada vez más necesarios frente al peso menor del Estado en los nuevos tiempos; y sin dudas que el sueño de Miranda, de Ugarte, de Bolívar y San Martín viene ahora a cuento. No como simple aspiración valorativa, sino más bien como necesidad histórica. Si no nos unimos en bloques eficaces (que ya lo es Mercosur, sin duda alguna), será imposible que podamos tener una condición competitiva dentro del voraz capitalismo contemporáneo.

Claro que la independencia es también “soberanía política”. Sin la autonomía económica, no hay autodeterminación política posible. Pero lo económico por sí solo no cubre todos los rubros de la independencia. La soberanía formal es el primer paso, el que nuestros próceres cubrieron allá por comienzos del siglo XIX, y que en casos como Malvinas todavía nos queda por conquistar. Hay que terminar con los enclaves coloniales, una rémora de tiempos brutales que no desaparece, por los beneficios que aún brinda a piratas y capitalismos centrales varios.

Pero, por supuesto, ser soberanos plenamente es mucho más que la independencia política formal. Se trata de sostener la decisión de que el gobierno represente a poderes propios de la Nación, pero a la vez del pueblo de la misma, de sus mayorías. Es decir: la democracia es imprescindible; pero la democracia es democracia popular, o nada tiene de democrático.

Soberanía es no depender de poderes exteriores al del propio pueblo. Por un lado, no depender de la diplomacia o la geopolítica de los países más fuertes. En ese sentido, hoy en Sudamérica muchísimo se ha avanzado, si comparamos con la habitual saga de gobiernos pro-yanquis que históricamente han solido establecerse. Y además, se trata de no depender de poderes fácticos; no depender de las iglesias, de las embajadas imperiales, de las multinacionales, de los dueños de los grandes medios de comunicación, de las asociaciones empresariales o de la corporación militar.

Eso es independencia; que la población sea gobernada por su gobierno elegido, no por los poderes que nadie controla ni vota. Porque ello implica que efectivamente hay un lazo entre las decisiones políticas que se toman, y las intenciones y voluntades mayoritarias de la población. Eso es “no depender”, ser independientes.

Y en eso están, quién podría dudarlo, Dilma, Cristina, Evo, Pepe Mujica, Rafael Correa, Chávez y -si bien de modo menos incisivo- también Ollanta Humala. La segunda independencia está realizándose en nuestros países -si la primera fue la del siglo XIX-, con una vigencia y energía inimaginables en los tensos tiempos neoliberales de hace apenas una década.

Adelante con ella. Sin las virginales purezas que pudo suponerse en la época del aislacionismo territorial -hoy epocalmente imposibles-, pero con el peso incontestable de lo que se realiza y se verifica. Con aquello que solía decir un gran político argentino: “la única verdad es la realidad”, modo de insistir en que mejor que 100 ideas puras e incumplibles, son unas pocas que sean claras y se plasmen efectivamente en el horizonte práctico de la vida cotidiana de nuestros pueblos.