Burocracia: ¿mal necesario?

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MARCELO COLUSSI | La burocracia es un producto de la modernidad. El surgimiento del Estado moderno es, en otros términos, la aparición de una burocracia organizada. Es decir: el capitalismo fue haciendo la vida cada vez más compleja, necesitando un orden crecientemente estricto y racional para poder funcionar. La burocracia en tanto “gobierno de los escritorios”, es un elemento consustancial a ese crecimiento y complejización del mundo de la industria en expansión, de las comunicaciones que globalizan el mundo, de la super especialización del trabajo. 

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 “La burocracia destruye la iniciativa. Hay pocas cosas que los burócratas odien más que la innovación, especialmente la innovación que produce mejores resultados que las viejas rutinas. Las mejoras siempre hacen que aquellos que se hallan en la cúspide aparezcan como unos ineptos. ¿A quién le gusta aparecer como inepto?” 

 Frank Patrick Herbert

 

–Vengo a cobrar mi pensión–

–¿Nombre?–

–Pedro Ramiro Gómez Cifuentes–

–¿Número de carnet?–

–187679-00–

–Mmmm…. Según sale en el sistema, usted está muerto–

–¿Cómo muerto? ¡Si aquí estoy!–

–Pero en el sistema aparece muerto–

–¡No entiendo! Trabajé toda mi vida, y hoy que tengo que cobrar mi primer cheque de la pensión, me dice que estoy muerto. ¿Es un chiste? ¿Y mi dinero?–

–Va a tener que traer todos los recibos de sueldo de los últimos 30 años, legalizados por notario, para que yo pueda hacer algo–

Esto, que pareciera el guión de una comedia de mal gusto, perfectamente puede ser (¡es!) una realidad cotidiana. La burocracia, de la que seguidamente trataremos de hacer alguna consideración, no goza de la mejor reputación entre sus supuestos beneficiarios. La literatura lo confirma por doquier: “La burocracia se expande para satisfacer las necesidades de una burocracia en expansión”, escribió alguna vez mordaz el británico Oscar Wilde. Pensemos igualmente en algunas de las grandes novelas de Franz Kakfa (“El proceso” o “El castillo”), de principios del siglo XX: los personajes quedan siempre desgarradoramente atrapados por las redes de burocracias impersonales que se terminan haciendo patéticas, trágicas…, como el ejemplo con que abrimos el texto. “Nuestros dos principales problemas son la gravedad y el papeleo. Nosotros podemos lidiar con la gravedad, pero a veces el papeleo es abrumador”, dijo apesadumbrado Wernher von Braun, uno de los grandes científicos del siglo pasado.

La burocracia es un producto de la modernidad. El surgimiento del Estado moderno es, en otros términos, la aparición de una burocracia organizada. Es decir: el capitalismo fue haciendo la vida cada vez más compleja, necesitando un orden crecientemente estricto y racional para poder funcionar. La burocracia en tanto “gobierno de los escritorios”, es un elemento consustancial a ese crecimiento y complejización del mundo de la industria en expansión, de las comunicaciones que globalizan el mundo, de la super especialización del trabajo.

En otros términos, la burocracia es una forma racional de organizar una determinada entidad y/o actividad buscando la optimización en su funcionamiento, para lo que se busca la mayor precisión, transparencia, velocidad y eficiencia posibles. La burocracia nació para ayudar la gestión de las cosas, no para entorpecerla. De hecho, surge en la estructura de los Estados modernos, pero hoy día ya es parte fundamental de toda gran empresa (burocracia corporativa), siendo lo que posibilita su funcionamiento empresarial eficiente a escala planetaria. Max Weber consideró a la burocracia como una forma de organización que pone el acento en elementos positivos tales como la precisión, la velocidad, la claridad, la regularidad, la exactitud y la eficiencia, todo lo cual se consigue por medio de la división predeterminada del trabajo, de su supervisión jerárquica y de rigurosas y precisas regulaciones que lo enmarcan. De ese modo, la burocracia (de Estado o de las grandes empresas capitalistas) representa un orden racional que deja a un lado el “capricho” de la dirección, la improvisación o el carisma del jefe. Si algo tiene de positivo la organización burocrática es que cada trabajador y/o cada ciudadano se atienen a normas de funcionamiento, a reglas de juego precisas, y no queda librado a los azares de la vida.

Merced a esos procedimientos previamente pautados (rígidamente pautados, se podría agregar), todo el mundo se atiene a normas preestablecidas que, se supone, deben hacer la cotidianeidad más organizada, más fácil, menos aleatoria. La eficiencia que se desprende de esa organización debe pagar el precio de una rutina burocrática a veces aburrida… o enloquecedora, como en el ejemplo con que abríamos el presente texto. Pero esos “excesos” son la otra cara de un proceso que, en principio al menos, promete mayor racionalidad.

La sociedad capitalista, tanto su Estado como sus empresas privadas productivas (de bienes o servicios), está fundada sobre ese rígido orden burocrático. Lo mismo ha sucedido con las experiencias socialistas; allí la burocracia no sólo no tendió a desaparecer sino que, por el contrario, se maximizó. Puede llegar a decirse que el socialismo real conocido durante el siglo XX es un socialismo especialmente burocrático (¿pesadamente burocrático?). Esto ya nos marca una ruta de por dónde debemos plantearnos las cosas: ¿es la burocracia un mal necesario?

Ahora bien: en la percepción generalizada de la población, la burocracia es una carga pesada, una desgracia que hay que sufrir/soportar. Y ello no es sólo “percepción”: es una descarnada realidad. Ejemplos como el de nuestro pensionado no son tan inusuales. Las burocracias, en principio las estatales, aunque también ello puede encontrarse en la iniciativa privada, muchas veces terminan convirtiéndose en un martirio para el usuario. La excesiva actividad regulatoria termina produciendo duplicación de esfuerzos y, en muchos casos, ineficiencia administrativa. En vez de facilitarse la solución de problemas, los mismos se perpetúan y las soluciones se demoran excesiva e innecesariamente.

Valga este ejemplo: durante la época colonial de América (siglos XVI al XIX), el reino de España llegó a tener alrededor de 400.000 leyes para regular la administración de tan vastos territorios. Si bien en 1681 hubo un intento de racionalización de tamaño monstruo burocrático reduciéndoselas a 11.000, el peso paquidérmico y la ineficiencia de ese aparato más que facilitar las cosas, las fue tornando cada vez más inviables. No sólo por eso, pero sí como un elemento más que contribuyó, finalmente la Corona española tuvo que retirarse de esas tierras. La ineficiencia y corrupción de la burocracia colonial se hizo evidente, y su peso se tornó inmanejable. En buena medida esa “cultura burocrática” quedó instalada en tierras latinoamericanas; de ahí el “cáncer” burocrático de nuestras administraciones públicas.

Ahora bien: ¿por qué esa percepción generalizada de los usuarios (la población en general) que considera a la burocracia como pesada, molesta, especialmente rígida, falta de creatividad para solucionar situaciones novedosas que se salen del manual, enloquecedora? Porque de hecho, en innumerables situaciones así funciona.

En el marco de la empresa privada la burocracia tiende a ser menos ineficiente en la atención de sus usuarios porque allí “pérdida de tiempo” significa “pérdida de dinero”. Y si algo pone en marcha y mantiene esa lógica es el lucro. Por tanto, aunque el cliente no es más que un consumidor al que se hace prosternar reverencial ante el altar del consumo, no se le trata tan mal, porque en definitiva es él quien paga. En el ámbito de la burocracia pública, allí donde se extiende el prejuicio que “en el Estado no hay patrón” y que las prestaciones son “gratuitas” (¡como que nadie las pagara!…: son un derivado de la plusvalía que circula socialmente), el burócrata tiene la aureola de intocable. El poder de la burocracia, rígida y refractaria a cualquier cambio, y más allá de su ineficiencia, de su espíritu “enloquecedor” que en muchos casos nada sirve al usuario más que para “enloquecerlo”, está bastante ilimitado allí. Las burocracias, entonces, no están en función de facilitar las cosas transparentándolas y haciéndolas eficientes sino que permiten la corrupción y, en muchos casos, son un obstáculo para el buen funcionamiento.

¿Se podrá eliminar ese chaleco de fuerza burocrático? En las sociedades opulentas del Primer Mundo, donde las tecnologías cambian día a día la vida cotidiana, estaríamos tentados a decir que sí, producto justamente de esas tecnologías que facilitan y simplifican los procedimientos. Pero bien observado, los niveles de control que esas burocracias ejercen sobre sus poblaciones es infinitamente mayor al que se ejerce en los Estados de las sociedades pobres. Es, en todo caso, más sutil, más sofisticado, y el “papeleo” en cuestión es menor. Pero los grados de control y manipulación son mayores aún.

¿Y en el socialismo? La sociedad de “productores libres asociados” pergeñada por Marx y Engels hace siglo y medio, libre de ataduras burocráticas, aún parece que está lejos. Nadie dice que sea imposible. Lo que sí, lo que la experiencia concreta mostró en los primeros balbuceos del socialismo del siglo XX es que la burocracia tomó un papel preponderante en la organización. ¿Mal necesario del que ninguna sociedad compleja puede escaparse? El reto es ir más allá de eso. Como dijera Hegel: “El límite sólo se conoce yendo más allá”.