A sus 75 años la OTAN se prepara para la guerra y pone fin a su política de contención
Juan Antonio Sanz – publico.es
Si un viajero en el tiempo procedente de 1949 visitara en nuestros días el cuartel general de la OTAN en Bruselas (entonces estaba en París), pensaría que no han cambiado mucho las cosas. Rusia, en aquel tiempo la Unión Soviética, sigue siendo para Occidente su peor amenaza y su razón de ser. Sin embargo, la apuesta ha subido y, con Ucrania como escenario de esta imparable escalada de tensión con Moscú, la Alianza Atlántica opta por la confrontación y el militarismo como señas de renovación de su identidad, frente a las doctrinas de disuasión de antaño.
Una gran diferencia con aquel 4 de abril de 1949, cuando se firmó en Washington el Tratado del Atlántico Norte que estableció el bloque político-militar que ahora cumple 75 años, es que todos aquellos países que entonces se alineaban con Moscú como repúblicas soviéticas o estados satélites en el fenecido Pacto de Varsovia, hoy día son los más antirrusos en el seno de la OTAN.
De aquellos 12 miembros iniciales, ahora, con 32, la Alianza se extiende desde el Báltico a los Balcanes, desde Rumanía hasta Finlandia, con la anhelada incorporación de Ucrania, improbable de momento, conmoviendo el tablero geopolítico europeo.
Las promesas de contención de esa expansión territorial de la OTAN que en los años noventa se hicieron al entonces presidente ruso, Borís Yeltsin, quedaron en agua de borrajas, y el bloque atlántico alcanzó las fronteras de la Federación Rusa. Moscú protestó y no se le hizo caso, ni siquiera cuando en 2004 la Alianza convirtió el mar Báltico en su nuevo campo de maniobras gracias a la incorporación de Lituania, Letonia y Estonia.
La expansión de la OTAN sentenció la relación con Rusia
Esta presión de la Alianza hacia el este solo sirvió para minar las frágiles componendas de carácter militar entre Rusia y la OTAN, torpedear la confianza rusa en Occidente y renovar en el país euroasiático los sentimientos antioccidentales y el ultranacionalismo más exacerbado, que vieron su paladín en el presidente Vladímir Putin.
Ahora, como resultado de la invasión rusa de Ucrania, también países tradicionalmente neutrales forman parte del bloque atlántico. Suecia y Finlandia se acaban de sumar a la OTAN y han alargado la frontera con Rusia hasta dejarla en un vasto frente de 1.340 kilómetros.
Nunca como en estos momentos había habido tantas fuerzas armadas de la OTAN en las fronteras con Rusia. Esta situación ha provocado el correspondiente despliegue de tropas y material militar rusos. Y no solo de armas convencionales. En 2023, Bielorrusia, un auténtico espolón del Kremlin en territorio de la Unión Europea, permitió a Moscú estacionar no lejos de las fronteras polaca, lituana, letona y ucraniana armas nucleares tácticas cuyo efecto amenazador supone un pulso más en la creciente tensión con Bruselas.
Caída de la URSS y ambición internacional de la OTAN
Dos momentos son claves en esta evolución de la OTAN hacia el militarismo que hoy día es la bandera del club atlántico y que deja atrás la contención de los años del auge de la Guerra Fría, desde los cincuenta a los noventa. Esos hitos son la caída de la URSS en 1991, que empujó a los países del antiguo Pacto de Varsovia y algunas ex repúblicas socialistas soviéticas al regazo de la Alianza, y, más de tres décadas después, la guerra de Ucrania, que desde febrero de 2022 ha cambiado los paradigmas de seguridad mundiales.
Si en sus primeras décadas la OTAN tuvo más un carácter disuasorio, los años noventa vieron sus primeras acciones militares, en la antigua Yugoslavia, y ya en el 2001 participó directamente en una operación fuera del ámbito europeo, en el Afganistán invadido por Estados Unidos tras los ataques del 11 de septiembre de ese año, con la misión ISAF de la Alianza desplegada allí hasta 2014.
Entonces, y por primera vez en 52 años, la OTAN, presionada por Washington, invocó el artículo 5 de su Tratado y puso en marcha la cláusula de defensa colectiva por esos ataques del terrorismo islámico. Este enemigo en la sombra habría de acaparar en los años siguientes la capacidad de la Alianza y llevaría a desarrollar nuevos caminos a la hora de afrontar conflictos, siempre con Washington y sus intereses marcando el paso.
Así, en 2003, la invasión estadounidense de Irak, a lomos de la desinformación y la manipulación más flagrantes, fue secundada por la OTAN entre 2004 y 2011 con su Misión de Asistencia y apoyo a las fuerzas de seguridad iraquíes.
Y en 2011, bajo un mandato de la ONU propiciado también por la Casa Blanca, se puso en marcha la Operación Protector Unificado en Libia, donde la OTAN lanzó ataques aéreos y navales, controló las operaciones militares, creó zonas de exclusión aéreas y realizó embargos de armas. El resultado fue la creación de un vacío de poder en el país, antes gobernado por el sátrapa Muamar Gadafi, que hoy es el mayor foco de desestabilización del Mediterráneo.
Otras operaciones se sucedieron en la década pasada, por ejemplo con la lucha contra la piratería en las costas de Somalia. Sin embargo, estabilizada la lucha contra el yihadismo del ISIS en Oriente Medio pese a las chapuzas estadounidenses en Irak o Siria, la atención de la OTAN estaba ya en Ucrania.
Ucrania, una invasión anunciada
Para Moscú, la posibilidad de la adhesión de Ucrania al bloque atlántico siempre fue casus belli, dada la importancia del vecino del sur en la doctrina estratégica rusa, punto sobre el que la OTAN fue advertida una y otra vez.
Y si bien en los primeros años de poder, tras su llegada al poder en 2000, Putin mostró cierta voluntad de cooperación con Bruselas, la guerra con Georgia en 2008 supuso el punto de fractura. El mensaje militar ruso no iba dirigido a Tiflis, sino a Kiev y su acercamiento a la OTAN invitado por el entonces presidente estadounidense, George W. Bush.
La crisis del Maidán en Ucrania en 2014, con la caída del entonces Gobierno prorruso de Kiev orquestada en Washington, la anexión ilegal por Moscú de la península de Crimea (territorio de tradicional mayoría rusa), y la guerra del Donbás, en los territorios prorrusos del este ucraniano, sentenciaron ese alejamiento. La ruptura total llegó con la invasión de Ucrania, la decisión de Occidente de volcarse en el apoyo militar a Kiev y la plasmación en ese frente de la pugna este-oeste.
La cumbre de la OTAN de junio de 2022 en Madrid supuso el espaldarazo a la nueva doctrina de defensa levantada sobre un pilar: la renovación de la OTAN como un bloque militar cuyo horizonte, ante la opinión pública, es la inevitable confrontación, incluso bélica, con Rusia.
Al servicio de la industria militar
Sin embargo, lo que busca en realidad esta estrategia de defensa, remachada esta semana en Bruselas, es propulsar una carrera armamentística, inspirada en el miedo al enemigo ruso, que expanda al máximo la industria militar y los beneficios de este sector,cada día más importante en la economía global. El resultado está ya muy claro: nunca habían obtenido tantos beneficios las empresas de armamento estadounidenses como ahora, con sus fábricas a pleno rendimiento, renovando los arsenales europeos y cubriendo, al tiempo, las necesidades del ejército ucraniano.
Solo en 2024, los miembros europeos de la Alianza Atlántica gastarán 350.000 millones de euros en el ámbito de la defensa, el mayor dispendio en armas, sistemas militares y expansión de los ejércitos del viejo continente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Todo ello enmarcado en el empecinamiento occidental con Ucrania y el delirio de que este país, con suficientes armas, puede derrotar militarmente a una Rusia que en el segundo año de guerra se recuperó de los errores cometidos en 2022, eludió los efectos de las sanciones, disparó su manufactura de armamento, reclutó a cientos de miles de soldados, blindó sus conquistas y sentó las bases de una guerra muy larga que desangrará a los propios ucranianos y a los europeos que los apoyan.
En la reunión que los ministros de Exteriores de la OTAN celebraron esta semana, el secretario general de la Alianza, Jens Stoltenberg, puso sobre la mesa un ambicioso plan para dotar con 100.000 millones de euros un fondo de asistencia militar a Ucrania para los próximos cinco años.
Claro, Stoltenberg no explicó cómo se compaginará este gasto con la exigencia de que los 32 aumenten al 2% del PIB su gasto en defensa o con la promesa de la Unión Europea de otros 50.000 millones de euros para Ucrania hasta 2027. A alguien se le olvida que la inmensa mayoría de los miembros de la OTAN lo son también de la UE.
La afilada sombra de Trump
No es difícil de entender que, ante tanta promesa sin fondos, EEUU, que había sido hasta fines del año pasado el abanderado de la ayuda militar a Ucrania, haya prácticamente congelado ese respaldo y tenga 60.000 millones de dólares de ayuda a Kiev pendientes de aprobar en el Congreso. Una aprobación dudosa si Donald Trump gana a Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre.
Esa eventual victoria de Trump podría incluso desbaratar todos los castillos de arena que está construyendo la dirección de la OTAN en torno a Ucrania y su propia capacidad de defensa. El expresidente estadounidense ya manifestó sus recelos ante la cooperación con Europa en la Alianza y quizá por ahí vaya su promesa de acabar con la guerra de Ucrania en 24 horas.
Solamente tendría que retirar todo el apoyo económico estadounidense al conflicto y desligar a su país de una OTAN empeñada en ese “inevitable” choque con Rusia que destacados políticos europeos vienen repicando desde el mayor y más engañoso de los alarmismos y el escaso conocimiento del alcance real de la amenaza rusa.