La economía política de los señoritos y la transición de España al subdesarrollo

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MANOLO MONEREO|La sucesión vertiginosa de malos acontecimientos nos está impidiendo pensar las mutaciones que se están produciendo en las estructuras productivas, en el sistema financiero, en la composición de clases y en el marco institucional y cultural de nuestro país. Las crisis capitalistas no son nunca una parálisis o un derrumbe sin más; cada crisis es el inicio de profundas reestructuraciones, de cambios fundamentales.

El problema es, como decía el viejo poeta, no confundir las voces con los ecos e intentar percibir las tendencias de fondo, sabiendo que “la salida a la crisis” va a marcar a nuestro país durante generaciones.

Para comenzar, hay que partir de tres datos que me parecen especialmente significativos:

El primero, las declaraciones de Draghi. Según nos dicen las crónicas, han sido 16 palabras para decir que el Banco Central hará todo lo necesario para sostener al euro y que las medidas que se tomarán serán suficientes. No ha dicho más. De golpe, todo cambió, la prima de riesgo cayó y las bolsas obtuvieron avances muy significativos. Esta intervención del antiguo empleado de Goldman Sachs demuestra, al menos tres cosas: a) que la especulación es la que gobierna hoy la economía del mundo; b) que hay soluciones “técnicas” que podrían desactivarla sustancialmente; c) el enorme poder de un señor que, por definición, no depende de ningún poder democráticamente constituido y que se convierte en “el señor del dinero”, en un dictador omnímodo sobre nuestras vidas.

El segundo, la dramática cifra del desempleo en España. La EPA del segundo trimestre nos dice que ya llegamos a casi 5.700.000 parados y que las previsiones apuntan a alcanzar los 6 millones al final de este año. El paro juvenil alcanza cifras trágicas: más del 53%. Más de 1.700.000 hogares tienen a todos sus miembros desempleados y casi el 44% de todos los parados son ya de larga duración. Obviamente, detrás de estos datos aparecen las primeras consecuencias de la reforma laboral. Es los que se llama la “devaluación interna”: un conjunto de drásticas medidas para disminuir los salarios reales, reducir la capacidad contractual de los trabajadores y anular el ya escaso poder de los sindicatos.

El tercero son las previsiones del Fondo Monetario Internacional, que nos dicen que la recesión continuará este año, el que viene y gran parte del 2014, que el paro no bajará del 24% hasta el 2015 y que éste no bajará del 20% hasta el 2017, es decir, 10 años de crisis. Una década completa de crisis (mucho más si se tienen en cuenta sus consecuencias de todo tipo) que configura una realidad social marcada por una tasa de paro de más del 20% y un conjunto de políticas que promueven la desregulación, la desprotección laboral y social y la inseguridad social convertida en permanente.

Esta realidad social dice mucho de lo que pasa y nos pasa como país y como Estado: una Unión Europea en manos del capital financiero (eso es lo que hay detrás de la “independencia” del Banco Central) y al servicio de los intereses geopolíticos de Alemania; el uso alternativo de la crisis para desmantelar el Estado social y poner fin a las conquistas históricas del movimiento obrero y, más allá , la puesta en práctica del programa neoliberal que no es otro que la transformación radical del vigente modelo social y de las relaciones de este con las instituciones democráticas y con la política. Como he insistido muchas veces, estamos ante una autentica contrarrevolución y, en este sentido, el pasado no volverá.

Lo que aparece requiere de atención y de debate público. ¿Qué tipo de país está deconstruyendo la crisis? ¿Qué tipo de estructuras productivas-sociales están propiciando las políticas de crisis? ¿Qué tipo de inserción en Europa está reconfigurando las diversas y radicales medidas impuestas al alimón por los poderes económicos? Estamos hablando de POLÍTICA y de correlaciones de fuerza que se están estructurando por y desde la crisis y sobre las cuales las clases populares, la izquierda y los movimientos tienen que intervenir sin la espera al día final o, como decía un viejo maestro, que nos toque la lotería de la historia.

La hipótesis de la que se parte es que España como Estado vive una crisis orgánica, estructural y sobreestructural a la vez, y que es necesario un proyecto histórico social que no sólo defina un nuevo modelo productivo, sino que organice un bloque político-social capaz de convertir al sujeto popular en el eje de la reorganización social y política de nuestro país. Algunos han hablado de una estrategia nacional-popular; otros hablamos de una perspectiva democrático-republicana. Lo decisivo, en todo caso, es que las clases populares intenten disputar la hegemonía a las clases dirigentes y organizar en torno a ellas un proyecto viable de país.

Hace poco unos conocidos economistas ligados a FEDEA lanzaron un artículo-manifiesto con el comprometido título “No queremos volver a la España de los cincuenta”. El artículo era significativo por lo que decía, por lo que no decía y por lo que apuntaba. Algunos entendieron que estábamos ante una propuesta que exigía unos “cirujanos de hierro”, tecnocráticos, más allá de las formaciones políticas existentes aunque con apoyo de éstas. No entramos en este debate. Lo fundamental era el pronóstico: la apocalipsis más terrible si España saliera del euro y si las instituciones europeas quebraran.

Paradójicamente, las políticas que ellos aconsejaban y que, de una u otra forma se están aplicando, nos llevan, si no a los años cincuenta, sí a un modelo social y productivo bastante similar al del franquismo con consecuencias políticas e institucionales que nos acercaran a algunos rasgos del mismo.

Ahora es el momento de situar a la UE y a Alemania en el centro de la crisis que vive nuestro país. Yanis Varoufakis nos advertía hace bien poco de los riesgos de los análisis conspirativos de la historia y de la demonización de Alemania. Lo tomamos al pie de la letra. Una de las concepciones más repetidas de la “vulgata globalitaria” es la idea de que los Estados nacionales han perdido su relevancia política. Sin embargo, eso no se cumple en la economía-mundo capitalista y menos en la UE. En primer lugar, porque la globalización ha sido, en gran medida, el proyecto de un Estado nacional llamado EEUU para perpetuar su hegemonía en un momento en que ésta estaba en cuestión. En segundo lugar, porque el neoliberalismo llega, planificadamente, a través de los Estados y ha significado una intervención masiva de éstos en la economía, en la sociedad y en las relaciones internacionales. Por último, porque en la UE los Estados siguen siendo elementos fundamentales y, además, están ordenados jerárquicamente. Para decirlo de otra manera, todos somos iguales pero algunos son más iguales que otros.

Las rogativas a la señora Merkel son tan habituales que ya se ha convertido en un “sentido común” y las declaraciones del presidente del Bundesbank son analizadas como si estuviésemos delante del oráculo de Delfos. No se trata de conspiración, aunque estas existen y han existido siempre. Es algo mucho más que eso: los Estados nacionales existen y una de las características más sobresalientes de los más fuertes consiste en dotarse de estrategias para consolidar sus posiciones de poder (y de los recursos necesarios para ello), en este caso, en la singular correlación de fuerzas europea. Esto es lo que hace el Estado alemán, es decir, el conjunto de aparatos e instituciones que tienen en su centro un gobierno estrechamente unido a un bloque de poder que él organiza y mantiene. No hablamos de alemanes o alemanas en general, nos referimos a específicas estructuras de poder.

Diversos autores (Rafael Poch, Lazzarato, Vicent Navarro…) coinciden en que la actual política europea de Alemania está marcada por su reunificación y las diversas vías para salir de la grave crisis económica que dicha reunificación supuso. La salida a la crisis y el euro siempre fueron de la mano; es más, se puede deducir que la llamada Agenda 2010 (impulsada por socialdemócratas y verdes, cosa que es bueno recordar pensando en el presente y sobre todo en el futuro) respondía a una estrategia nacional para ganar competitividad económica y cuota de mercado en una Unión que se ampliaba sustancialmente. La contradicción era evidente: una competencia entre naciones cuando la integración se profundizaba encontraría límites tarde o temprano. Mientras que la economía de la Unión crecía, las contradicciones no bloqueaban el proceso; cuando la crisis llegó, estas emergieron con fuerza.

La convergencia nominal y posteriormente el sistema del euro profundizaron las diferencias entre sistema productivos muy heterogéneos. Se fue configurando una enorme periferia interna, primero en el interior de la zona euro, donde un núcleo central determinaba la dinámica económica y acentuaba las diferencias; y por otro, una periferia en el Este europeo claramente determinada (algunos lo han llamado neocolonización) por Alemania. Así, los llamados PIGS se fueron convirtiendo en economías eminentemente compradoras y, por tanto, acumulando déficits en cuenta corriente de grandes proporciones. Los países centrales, economías vendedoras, acumularon grandes excedentes que fueron usados para financiar a las economías deficitarias.

Esas fueron las realidades que se fueron consolidando en la etapa de expansión, es decir, una Alemania que se había preparado conscientemente para convertirse en una poderosa maquinaria exportadora precarizando su fuerza del trabajo, reduciendo salarios y prestaciones sociales e incrementando brutalmente las desigualdades. Todo ello no hubiese sido posible sin lo que podemos llamar “el sistema euro”, que es algo más que una moneda, y que implicaba un Banco Central Europeo (independiente de la soberanía popular) que imponía unas reglas de juego las cuales forzaban a los singulares Estados a la realización de un conjuntos de políticas caracterizadas por la austeridad fiscal (hoy constitucionalizada), la “desinflación competitiva” y el desmantelamiento del Estado Social.

Lo que se quiere decir es que ahora estamos plenamente en una “guerra económica” que viene de lejos y que pone en crisis al conjunto de la Unión y específicamente a los países del Sur. Lo fundamental es señalar la tendencia de fondo que viene de la etapa precrisis: la conformación de un centro y de una periferia dependiente. Las políticas de crisis están acentuando esta dependencia que agrava hasta límites insoportables el desempleo, la pobreza, y la desigualdad social en todas partes. Estas medidas van mucho más allá: se está destruyendo tejido productivo, estructuras empresariales viables e incrementando enormemente las disparidades regionales. Es en este sentido en el que antes se argumentaba cuando se decía que estamos ante una crisis orgánica de España como Estado, como sociedad y como estructura social y productiva.

Hay un aspecto que Varoufakis señala de pasada pero que es muy importante, a mi juicio, para entender las dinámicas de clase y geopolíticas hoy dominantes. Las clases dirigentes, los poderes económicos, la plutocracia dominante en estas naciones no sólo no se oponen a esta dinámica, sino que apuestan abiertamente en favor de ella para poder así desmantelar las conquistas históricas de las poblaciones y, específicamente, del movimiento obrero. Aparece de nuevo algo que comentaba hace años Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón cuando hablaba (refiriéndose al papanatismo europeísta de nuestra clase política) de síndrome de Vichy, recordando al régimen instaurado por la Alemania nazi en Francia derrotada que sirvió a la derecha para “ajustarle las cuentas” a las fuerzas democrático-republicanas, al movimiento obrero y a la izquierda política. Aquí se produce el mismo fenómeno: una potencia externa (la Unión Europea) crea las condiciones para que los poderes económicos y la clase política impongan un conjunto de políticas que le “ajusten las cuentas” a las clases trabajadoras, al movimiento obrero organizado y a la izquierda alternativa y transformadora.

La derecha española aparece así con la cara de siempre: llenarse la boca de palabras como España, Nación y Patria para convertirse en un instrumento principal de una nueva colonización al servicio de sus intereses mezquinos y patrimonialistas. El “que se jodan” hay que verlo no como la respuesta de una persona descerebrada sino una reacción típicamente de clase, de desprecio a los de abajo, de ajuste de cuentas frente a unas clases populares que han violado el “orden natural de las cosas”.

Estamos ante una crisis de un determinado modo de concebir Europa y la inserción de España en ella: o se rompe con esas reglas de juego que nos subordinan, empobrecen y cercenan la soberanía popular, o lo que estamos realmente consolidando es un proceso que nos lleva al subdesarrollo económico, social y político con la activa complicidad de nuestras clases dirigentes. Para decirlo más claro, estamos ante una auténtica Economía Política de los Señoritos, por y para unas clases parasitarias que nos liquidan como Estado y como pueblo.

No se si volveremos o no a los cincuenta. De lo que sí estoy convencido es que estamos asistiendo a una involución civilizatoria que pondrá en cuestión nuestros modos de vida y de trabajo y nuestros derechos y libertades.