“El gran dictador”, la película más polémica de Charles Chaplin, cumple 80 años
Las coincidencias entre la vida del comediante británico y el dictador nacido en Austria no se acababan en la forma y tamaño del mostacho: los dos nacieron en el mes de abril de 1889, con apenas cuatro días de diferencia, ambos tuvieron una infancia problemática y luego desarrollarían su carrera profesional, para bien y para mal, en países adoptivos.
Cuando Chaplin estrenó en la ciudad de Nueva York su primer largometraje realmente sonoro –esto es, con diálogos sincronizados durante gran parte del metraje– el 15 de octubre de 1940, hace exactamente ochenta años, el Führer ya había iniciado el esquema de invasión y sometimiento de países vecinos, y la campaña de aislamiento y encierro forzado de los ciudadanos judíos estaba en su apogeo.
Aún faltaba un poco para la implementación de la Endlösung, la Solución Final para la Cuestión Judía –el eufemismo para terminar con todos los eufemismos– y el comediante declararía años después del final de la Segunda Guerra Mundial que, de haber sabido lo que iba a ocurrir en los campos de exterminio, nunca hubiera producido la película.
Luego de abandonar por completo el anhelado deseo de llevar a la pantalla una versión humorística de la vida de Napoleón Bonaparte, en 1938 Chaplin anunció que su siguiente proyecto sería una sátira del nazismo en la cual interpretaría dos papeles. Más de una voz puso reparos y otras tantas se alzaron en contra. Eran tiempos de aislacionismo en los Estados Unidos y la idea de no intervenir en otra conflagración europea pisaba fuerte en la opinión pública.
Por otro lado, ¿por qué tomarse a la ligera una situación tan dolorosa para los judíos europeos? El propio Chaplin respondería a esas críticas en un texto publicado en el periódico The New York Times (ver abajo), casi dos años después del anuncio y de un intenso rodaje lleno de idas y vueltas, pruebas y errores, tomas y retomas, fiel a su estilo perfeccionista.
El creador de uno de los personajes más célebres del siglo XX –el “hombrecito”, el vagabundo, Charlot en Europa, Carlitos Chaplín para el público argentino– tenía por delante el mayor desafío de toda su carrera artística: dar el paso definitivo hacia el cine sonoro, una década después que el resto de sus colegas. Luces de la ciudad, estrenada en 1931, había sido un largometraje ciento por ciento mudo –aunque con música y sonidos sincronizados– en plena explosión de las talkies. En otras palabras, un bello anacronismo.
Cinco años más tarde, Chaplin insistía en la aplicación de los términos del cine silente en una de sus grandes creaciones, Tiempos modernos, reservando la penúltima escena para una declaración de principios: si había que abrir la boca y pronunciar algunas palabras lo haría en sus propios términos, cantando en un idioma inexistente y apenas comprensible, apoyado en el arte universal de la mímica.
El Gran dictador
El gran dictador comienza con una secuencia bélica durante la Gran Guerra; en la memoria cinéfila, regresan las imágenes de ¡Armas al hombro! (1918), la muy popular comedia de cuatro rollos producida para la compañía Mutual. Jugada a los modos de la comedia slapstick, los momentos humorísticos del prólogo están rodados con la técnica del undercranking, ampliamente utilizada por los cómicos mudos, cuyo resultado es ese movimiento ligeramente acelerado que muchos espectadores actuales relacionan, erróneamente, con la totalidad del cine producido en las primeras tres décadas de la historia del cine.
Si había que decirle adiós al vagabundo para siempre, la despedida sería a lo grande y bajo las normas de la vieja escuela. La sinopsis de El gran dictador es sencilla: cuando la guerra termina, el soldado no puede regresar a la vida civil y al trabajo en la peluquería debido a una amnesia radical, provocada por un accidente de aviación. Veinte años más tarde, el barbero sigue encerrado en una institución mental, aislado por completo de los grandes cambios que han ocurrido en su país, Tomania, dirigido ahora con mano dura por el dictador Adenoid Hynkel y sus principales asistentes, el Ministro del Interior Garbitsch y el Ministro de Guerra, Herring.
Luego de la vuelta al barrio –el viejo vecindario, ahora transformado en gueto– y el reencuentro con sus vecinos, el peluquero caerá en la cuenta de que su condición de judío trae aparejadas nuevas humillaciones y peligros, reflejados en una temprana escena de violencia física. Jugada, desde luego, a la comedia.
Y al baile, una de las marcas de estilo de Chaplin desde sus primeros esfuerzos en la compañía Keystone. Al rescate aparece una joven y bella vecina, Hanna, interpretada por Paulette Goddard, en aquel entonces esposa de Chaplin –de quien se divorciaría dos años más tarde– y una estrella de Hollywood por derecho propio luego del rol que le dio impulso a su carrera: la chica en eterno escape de las autoridades de Tiempos modernos.
Mientras tanto, en la ficción y en la cima del poder absoluto, Hynkel da un discurso ante una masa enfervorizada, rodeado de su séquito y de las dos cruces que representan el símbolo de la fuerza del partido. En la misma línea de la canción de su película anterior, Chaplin vuelve a hacer uso del sinsentido, de un lenguaje inventado que, sin embargo, suena muy similar al alemán.
El comediante que forjó su carrera en la mudez hace de su voz el centro de atracción de la comicidad, ejemplo brillante de sátira y burla, aunque sin dejar de lado los gags físicos (una caída por las escaleras, los micrófonos que retroceden asustados, un vaso de agua que hace las veces de refresco genital).
Las películas de Chaplin estaban prohibidas en Alemania desde hacía algunos años, en gran medida por considerarlo un artista comunista. Según escribe Peter Ackroyd en la reciente biografía dedicada a Chaplin, también existía el “argumento de que el actor se le parecía mucho” a Adolf Hitler. El autor afirma que Chaplin le dijo a su hijo menor que Hitler era el demente y él el cómico. Pero que podía haber sido al revés, antes de detallar el trabajo de mímesis que el comediante exploró antes de comenzar el rodaje en 1939.
“Adquirió la costumbre de ver una y otra vez los noticiarios en los que aparecía Hitler, registrando cada una de sus poses y ademanes. ‘Este tipo es un gran actor’, soltó un día. ‘¡Qué digo! ¡Es el mayor histrión de todos los tiempos!’ Uno de los ayudantes que intervino en la realización del film recuerda que Chaplin se ponía a increpar a Hitler cuando lo veía aparecer en la pantalla, gritándole con toda su alma ‘¡Tu, maldito bastardo, hijo de puta, canalla! ¡Sé lo que te propones!’ Poco después se metía en la piel de Adenoid Hynkel, el dictador de Tomania”.
La obra de Charles Chaplin ha legado una extensa serie de imágenes y momentos iconográficos, verdaderos tótems culturales del cine del siglo XX: sentado junto a su hijo adoptivo en El pibe, atrapado en La Máquina en Tiempos modernos, comiendo un sabroso zapato en La quimera del oro. El gran dictador sumaría a esa lista el baile con el globo terráqueo, metáfora de las ansias de dominación mundial rematada por el fracaso, reducido el objeto del deseo a una irreparable y flácida existencia.
La visita de Benzino Napaloni (genial Jack Oakie), líder del país vecino Bacteria y obvio “homenaje” a Benito Mussolini, y el escape de un campo de concentración del protagonista y de su ex compañero de armas, el comandante Schultz (Reginald Gardiner), preparan el terreno para la que, sin duda, es la escena más polémica en toda la carrera del actor: el discurso final del peluquero, a quien todos confunden con Hynkel.
En 1957 y ante el reestreno del film, François Truffaut se preguntaba lo siguiente: “El gran dictador, que Charles Chaplin filmó en 1939-1940 y el público europeo vio por primera vez en 1945, ¿envejeció o no? A esta pregunta casi absurda sólo podemos responder: sí, claro, naturalmente. El gran dictador envejeció y es una suerte. Envejeció como un editorial político, como el Yo acuso de Zola, como una conferencia de prensa; es un documento admirable, una pieza rara, un objeto útil que se convirtió en obra de arte y que Chaplin hace muy bien en relanzar”.
El exhorto a los soldados que cierra El gran dictador es un llamado a la paz mundial que muchos consideraron (y aún consideran) como excesivo y anti cinematográfico. Sus defensores, entre ellos André Bazin y Truffaut, recuperan y entronan el coraje del autor a la hora de acometer un proyecto tan complejo y problemático. Chaplin, en tanto, le decía adiós para siempre a su creación mayor, dejando el bastón, el sombrero y el pantalón XXL en el arcón del pasado.
Su siguiente proyecto –y su obra maestra sonora–, Monsieur Verdoux, lo encontraría vestido con otros ropajes, más oscuros y cínicos. Pero la despedida fue algo digno de verse: una carcajada en la cara del horror, un escupitajo en los ojos de la muerte, un gesto de sensatez en medio de las peores calamidades creadas por el ser humano.
*Publicado en Página12, Argentina
El gran dictador
François Truffaut *
Lo que hoy, en 1957, sorprende al volver a ver El gran dictador es la intención de ayudar al prójimo a ver más claro. Detesto la disposición de ánimo que conduce a rechazar por inoportuna toda obra ambiciosa proveniente de un humorista renombrado. Lo primero es lo que vale, incluso si, como suele ocurrir, es producto del esnobismo; en el momento en que el esnob incinera lo que adoró, esa adoración queda absolutamente justificada (…)
El gran dictador era por cierto la película que en 1939 podía alarmar a la mayor cantidad de espectadores en la mayoría de los países; era realmente la película de la época, la pesadilla premonitoria de un mundo enloquecido del que Noche y niebla daría cuenta de manera más precisa; ninguna película pasó de moda con mayor dignidad que El gran dictador, ya que podemos prever que será aplaudida o despreciada por jóvenes espectadores de doce años que quizás no hayan visto nunca un retrato de Hitler, de Goering y de Goebbels. (…)
Cuando al final de la película, en la más pura tradición del espectáculo, el pequeño barbero judío es llevado por su parecido a reemplazar al Gran Dictador (sin que en la obra se haya hecho una sola alusión al respecto, ¡una elipsis genial!), llueven durante el famoso discurso las verdades primeras, de las que yo sería el último en quejarme, ya que prefiero a las otras. Los acontecimientos que desgarraron Europa poco después de la aparición de esta película probaron de sobra que allí donde Chaplin “descubría la pólvora”, las cosas no resultaban tan obvias para todos.
Los exégetas, y sobre todo Bazin, señalaron que el discurso final de El gran dictador marca el momento crucial de toda su obra, en la medida en que allí vemos desaparecer progresivamente la máscara de Carlitos y como esta es reemplazada por el rostro sin maquillaje de Charles Chaplin, que ha empezado a encanecer. Chaplin lanza al mundo un mensaje de esperanza.
*Texto escrito en 1957 y compilado en el libro Las películas de mi vida.
El señor Chaplin responde a sus críticos
Charles Chaplin *
Las preguntas hechas por la prensa han tenido que ver, a grandes rasgos, con estos tres asuntos. Primero, ¿puede ser divertida la tragedia que Hitler supone para Europa? En segundo lugar, ¿qué ocurre con la propaganda presente en la película? Finalmente, ¿cómo se justifica el final? En cuanto a que Hitler sea gracioso, solo puedo decir que si a veces no podemos reírnos de Hitler, entonces estamos más perdidos de lo que pensamos. Hay algo saludable en la risa, la risa ante las cosas más horribles de la vida, la risa ante la muerte, incluso. ¡Armas al hombro! era divertida.
Tenía que ver con los hombres que marchan a la guerra. La quimera del oro fue sugerida por primera vez por la tragedia de la Expedición Donner. La risa es el tónico, el alivio, el cese del dolor. Es saludable, lo más saludable del mundo. En cuanto a la propaganda, El gran dictador no es propaganda. Es la historia del pequeño barbero judío y el gobernante al cual se parece. Es la historia del pequeño hombre que he contado y vuelto a contar toda mi vida. Pero tiene un punto de vista, como La cabaña del tío Tom u Oliver Twist lo tuvieron en su momento.
¿Sería la piedad una mejor palabra que propaganda? ¿O el odio? No me fui por las ramas ni elegí palabras amables ni intenté contemporizar con algo que, la mayoría de nosotros, sentimos tan profundamente. Tercero, en cuanto al final. Para mí, es un final lógico para la historia. Es el discurso que el pequeño barbero hubiera hecho, que incluso hubiera estado obligado a pronunciar. Alguna gente ha dicho que se sale de su personaje. ¿Y qué? La película tiene una duración de dos horas y siete minutos.
Si dos horas y tres minutos de ella son comedia, ¿no puedo ser disculpado por terminarla con una nota que refleje, de manera honesta y realista, el mundo en el que vivimos? ¿No puedo ser disculpado por abogar por un mundo mejor?
*Texto publicado en The New York Times el 27 de octubre de 1940, en respuesta a algunas de las críticas hechas a El gran dictador.