Tillerson, la militarización y el petróleo

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Carlos Fazio|

En el marco de una disputa geopolítica con competidores capitalistas extracontinentales (China, Rusia, Unión Europea) que desafían la hegemonía del imperio en su tradicional zona de influencia, la reciente gira del secretario de Estado, Rex Tillerson, por México, Argentina, Perú, Colombia y Jamaica tuvo una clara proyección expansionista con base en dos ejes principales: seguridad y energía.

Como integrante de la clase capitalista transnacional, Tillerson, ex director ejecutivo de la corporación petrolera privada estadounidense Exxon-Mobil, cuarta compañía del ramo a nivel mundial detrás de las estatales Aramco (Arabia Saudita), NIOC (Irán) y CNPC (China), esgrimió un enfoque “mercantilista primitivo” (Jorge Eduardo Navarrete dixit), tan anacrónico como la Doctrina Monroe en la que basó su discurso en la Universidad de Texas, en Austin, un día antes de su arribo a México.

El “modelo Tillerson” de relaciones hemisféricas encarna la tradicional diplomacia de guerra de Washington, acentuada ahora debido a la crisis estructural y de legitimidad del sistema capitalista mundial, caracterizada por William I. Robinson como la fusión del poder político reaccionario en el Estado, fuerzas ultraderechistas, autoritarias y neofascistas en la sociedad civil, y el capital corporativo transnacional. Una triangulación de intereses que, en perspectiva, bajo la administración Trump, va configurando un “Estado policiaco global” de corte neofascista.

En ese contexto, las fracciones del gran capital más propensas a un fascismo del siglo XXI se sitúan en el sector financiero especulativo, el complejo militar-industrial-securitario-mediático y en las industrias extractivistas, entrelazadas con el capital de alta tecnología/digital.

Dada la magnitud de la crisis del capitalismo, su alcance global, el deterioro social y el grado de degradación ecológica que genera, para contener las protestas y/o rebeliones reales o potenciales, la plutocracia dominante viene impulsando diversos sistemas de control social de masas, represión y guerra (abiertas o clandestinas), que son utilizados, además, como herramientas para obtener ganancias y seguir acumulando capital frente al estancamiento. Lo que Robinson llama “acumulación militarizada” o “por represión”.

Tal categorización alude al talón de Aquiles del capitalismo: la sobre-acumulación. La creciente brecha entre lo que se produce y lo que el mercado puede absorber. Si los capitalistas no pueden vender sus productos, no obtienen ganancias. Dada la enorme concentración de la riqueza –con sus correlativos niveles de polarización social y desigualdad global sin precedentes−, la clase capitalista transnacional necesita encontrar salidas productivas rentables para descargar enormes cantidades de excedentes acumulados.

De allí que los complejos energéticos y extractivistas recurran a la intensificación y profundización del neoliberalismo vía la privatización de la infraestructura carretera, portuaria, aeroportuaria, ferrocarrilera, de oleoductos, gasoductos y electricidad (verbigracia, Pemex y la Comisión Federal de Electricidad en el caso mexicano); la superexplotación laboral y precarización del trabajo (subcontratación, tercerización), y políticas de desregulación total y mayor subsidio al capital transnacional.
Dichas políticas de relocalización de capitales, reindustrialización y acumulación por desposesión o despojo de territorios y materias primas en economías dependientes, se ha venido dando en México, Centro y Sudamérica a través de golpes suaves, la imposición de facto de un estado de excepción permanente y el establecimiento de Estados policiacos, cuyo soporte son la militarización de la sociedad civil y distintas modalidades de guerras tácticas sin fin, camufladas como lucha antidrogas o contra “enemigos internos” −los mapuches bajo el (des)gobierno de Mauricio Macri−, con armamentos avanzados impulsados por la inteligencia artificial, incluidos sofisticados sistemas de monitoreo, rastreo, seguridad y vigilancia.

En ese contexto cabe resaltar que en su discurso en la Universidad de Texas, Tillerson colocó la energía, en particular los hidrocarburos (petróleo, gas, aceites no convencionales), como punto nodal de la renovada estrategia hemisférica de la administración Trump. Puso como “modelo” la fuerza energética de América del Norte; la apertura (privatización) de los mercados de energía en México, y el papel de Estados Unidos como proveedor de gas natural para nuevas generadoras de electricidad en la región.

De hecho, México −que desde 2007 con la Iniciativa Mérida encabeza la lista de ayuda encubierta de inteligencia militar del Pentágono y la CIA, después de Afganistán− va camino a ser reconvertido en una plataforma de exportación de petróleo, gas natural y gasolinas producidas en la Cuenca de Permian y Luisiana, hacia el mercado asiático (Japón, China, India, Corea del Sur, Taiwán), vía los puertos de Manzanillo y el eje Coatzacoalcos/Salina Cruz, en el Istmo de Tehuantepec, que aprovechando la infraestructura instalada de Pemex, dará a las corporaciones de energía ventajas por menor tiempo y bajo costo de transporte, que si lo hicieran a través del Canal de Panamá.

Dado que los hidrocarburos son un componente central de la estrategia neocolonial militarizada y de “seguridad energética” de Donald Trump y las corporaciones del sector −en clave de restauración conservadora y de defensa de su hegemonía−, Petróleos de Venezuela (PDVSA, quinta empresa petrolera mundial), fue otro objetivo central de la gira de Tillerson. De allí que instruyera a los gobiernos colaboracionistas cipayos de Enrique Peña Nieto, Mauricio Macri, Pedro Kuczynski y Juan Manuel Santos, las nuevas modalidades que deberán desempeñar de cara a la intensificación del cerco militar, económico y financiero contra el gobierno constitucional de Nicolás Maduro, incluido un eventual embargo petrolero como nuevo precipitador de una “crisis humanitaria” que justifique una intervención militar multilateral.

El Estado paralelo y la militarización de la política energética

Si la preparación para el saqueo violento del petróleo y otras riquezas minero-energéticas, acuíferas y biodiversas de Venezuela fue uno de los principales objetivos encubiertos de la gira de Rex Tillerson por varios países de América Latina, el otro fue continuar con la militarización del subcontinente bajo la fachada de la guerra a las drogas y al terrorismo y las políticas clandestinas de cambio de régimen.

La “máquina de guerra estadounidense” (American War Machine, como la llama Peter Dale Scott), responde al “Estado profundo”, es decir, a un gobierno paralelo secreto organizado por los aparatos militar, policial y de inteligencia, financiado por la droga e integrado al sistema financiero y bancario de Wall Street, que se encarga de formular e instrumentar la política exterior de la Casa Blanca y operaciones abiertas o secretas en beneficio de gigantes del sector petrolero como Exxon Mobil y Chevron. No en balde, el gabinete de Donald Trump está en mano de una troika de generales: James Mattis (Defensa); H. R. McMaster (consejero de Seguridad Nacional), y John Kelly (jefe de gabinete).

Desde la época de John F. Kennedy, y más profusamente a partir de la administración Clinton, funcionarios militares y de inteligencia de alto rango se han convertido en “socios” de corporaciones empresariales, y mediante el lucrativo negocio de la guerra ayudaron a extender el sistema de mercado y a abrir nuevas “fronteras económicas” a grandes fabricantes de armas y venta de seguridad y tecnología como Lockheed Martin, Boeing, General Dynamics, L-3 Communications, United Technologies y Booz Allen Hamilton Inc.

El problema de esas corporaciones es que necesitan alimentarse cada día de nuevas guerras; por eso hay que inventarlas. Y es por eso, también, que todas las guerras se basan en el engaño y la manipulación de las masas −como las inexistentes armas químicas de destrucción masiva de Saddam Hussein en Irak− y/o en disimulaciones sistemáticas a través de los medios de difusión masiva y los “archivos internos” del gobierno de Estados Unidos.

En la coyuntura existe un nuevo factor: la Estrategia de Seguridad Nacional de la administración Trump, anunciada el 18 de diciembre de 2017, coloca a los combustibles fósiles (petróleo, gas, hulla) como el elemento decisivo esencial para asegurar la vitalidad económica de EU, su fuerza militar y su peso geopolítico. La militarización de la política energética será el eje de la política de seguridad nacional de Trump, no sólo para obtener la “independencia energética”, sino para enfrentar a las “potencias rivales” (China y Rusia) que desafían la supremacía de EU y lograr la “total dominación energética”.

A esa dinámica responden los “resultados” de la gira de Tyllerson por la región. En la variable apertura de mercados, los logros más visibles se dieron en Argentina, donde el gobierno de Macri anunció la creación de una Fuerza de Despliegue Rápido integrada por las Fuerzas Armadas para combatir al terrorismo y al narcotráfico (el regreso de los militares a funciones de seguridad interior) bajo la asesoría del Comando Sur, y la instalación de una “fuerza de tarea” (task force) de la DEA en Misiones, que podría configurar una base militar encubierta en un sitio estratégico: la triple frontera con Paraguay y Brasil, en cuyo subsuelo se encuentra el acuífero del Guaraní, el segundo reservorio de agua dulce del mundo. A ello se sumaría, en breve, la creación de “centros de fusión de inteligencia” entre las FF.AA. y de seguridad argentinas con la DEA, la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) y el Comando Sur, como los que ya existen en Colombia y México.

Previo a la gira de Tyllerson se había anunciado la compra de un sofisticado paquete de misiles y torpedos de fabricación estadunidense por la Marina mexicana, por un monto de 98.4 millones de dólares. También se informó sobre la construcción de un cuartel militar en Chicomuselo, Chiapas, en zona de presencia del EZLN, para “cuidar la seguridad de la frontera sur”, y la ampliación de la base naval de Matamoros, en Tamaulipas. En enero pasado la Marina mexicana participó en Miami en la Reunión Multinacional de Seguridad Marítima, donde firmó una carta de intención para la protección conjunta con las armadas de Colombia y EU de las aguas del Golfo de México y parte de Centroamérica y el Caribe.

En la segunda variable: preparativos para una intervención militar directa o encubierta en el marco de las políticas de “cambio de régimen” de la administración Trump en Cuba y Venezuela, los avances son notorios. En particular, en cuanto al cerco militar a Venezuela. El Pentágono ha logrado la instalación de nuevos enclaves militares y movilización de tropas y mercenarios en la zona fronteriza de Colombia con Venezuela, en particular en la región de Tumaco, Cúcuta y el Catatumbo del Norte de Santander, que en una operación pinza se suman a las fuerzas de despliegue rápido estadunidenses acantonadas en Aruba, Curazao y Honduras. La política de cerco militar se complementa con “ejercicios de asistencia humanitaria” en Panamá y la reciente participación de Brasil y Perú en la “Operación América Unida” bajo el mando del Pentágono. Por vía paralela, el propio Tillerson alentó una eventual disidencia en el seno de las fuerzas armadas venezolanas, que culmine con un golpe de Estado militar contra el presidente Nicolás Maduro.

En ese contexto, los intereses de las industrias armamentista y petrolera de EU se fusionan con los del poder clandestino paralelo a la Casa Blanca, ese “Estado profundo” donde interactúan el Pentágono, la CIA, la NSA y empresas privadas como Booz Allen, y acercan la posibilidad de un desenlace tipo Irak, Libia o Siria en Venezuela. Si Donald Rumsfeld y Dick Cheney fueron los planificadores de ese círculo secreto durante la administración Bush y la guerra de Irak, los generales Mattis, H. R. McMaster y John Kelly podrían ser los responsables de convertir en un nuevo Vietnam el corazón de América del Sur.

La OEA, Lima y la diplomacia de guerra de Washington

Como todo conflicto bélico, la planificación de una guerra regional contra la Venezuela bolivariana necesita justificaciones diversionistas que encubran sus verdaderos propósitos. Y de cierta “legitimación”. Para ello, en su gira por México, Argentina, Perú, Colombia y Jamaica, el secretario de Estado Tyllerson actualizó las instrucciones y el reparto de tareas a los gobiernos cipayos del área, con eje en el protagonismo que deberán asumir el llamado Grupo de Lima y la Organización de Estados Americanos en la etapa.

En la reunión del Grupo de Lima en Chile, el 23 de enero último, Argentina presentó una propuesta para la exclusión de Venezuela de la próxima Cumbre de presidentes de las Américas, en Lima, en abril venidero. Sólo Colombia la apoyó. No obstante, ambos países junto con Chile y Perú aceptaron una iniciativa del canciller mexicano Luis Videgaray, de presentar una declaración especial sobre la situación de Venezuela para que se discuta en ese foro.
El 13 de febrero, en Lima, el también llamado Grupo de los Doce decidió “vetar” la participación de Nicolás Maduro en la Cumbre de las Américas y exigió a Caracas un nuevo calendario para los comicios presidenciales del 22 de abril. Maduro respondió que “llueva, truene o relampagueé, por aire, tierra o mar”, llegará a la cumbre.

Las posiciones de algunos países de la región, entre ellos Uruguay y Brasil, en torno a la conveniencia o no de excluir a Maduro de la cumbre, despertaron algunas incertidumbres entre los funcionarios de carrera de la Cancillería de Torre Tagle en Lima, ya que temen que Venezuela se convierta en una nueva Cuba. (Cuba fue expulsada de la OEA en enero de 1962 y posteriormente EU impuso sanciones y un bloqueo económico a la isla y obligó a una ruptura de relaciones diplomáticas de todos los países del área, excepto México). Ahora, el veto a Venezuela podría derivar en la autoexclusión de los países del ALBA, lo que dejaría mal parado a Perú como organizador del evento de presidentes, al que acudirá, en principio, Donald Trump.

La visión de los funcionarios de carrera peruanos −quienes han llegado a adversar al secretario general de la OEA, Luis Almagro, por las divisiones que el uruguayo ha generado en el seno de la organización−, contrasta con la de la improvisada titular de Relaciones Exteriores, Cayetana Aljovín, ligada a la más rancia oligarquía peruana y relacionada familiar y en el mundo de los negocios con la poderosa familia del magnate venezolano Gustavo Cisneros (Grupo Cisneros).

En una declaración pública, Aljovín aseveró que “la presencia de Nicolás Maduro no será bienvenida en la próxima Cumbre de las Américas, pese a la invitación
que envió el presidente Pedro Pablo Kuczynski”. Lo que dio a entender que ella tendría más poder que el mandatario.

Mientras tanto, a Almagro le preocupa la implicación que pueda tener durante la celebración de la Cumbre de las Américas el escándalo de corrupción en el que está envuelto Kuczynski (que podría terminar con la vacancia presidencial), ya que la corrupción es el tema central del evento y la impunidad uno de sus ejes. Los temores de Almagro tienen que ver con el hecho de que el tema de la corrupción pueda desplazar lo que sus amos en Washington marcaron como prioridad: preparar las condiciones para una intervención militar “humanitaria” en Venezuela.

Al decir del propio Almagro una buena opción sería cambiar de sede. Otro elemento que complejiza el contexto político en el que se celebrará la cumbre de mandatarios, es el componente sorpresa Trump, que pudiera estimular protestas de sectores de izquierda que participarán en los foros de la sociedad civil.

Según trascendidos de algunas cancillerías latinoamericanas, los documentos temáticos circulados por el Ministerio de Relaciones Exteriores peruano han sido recibidos con recelo. Mismos recelos que experimentan en torno a los proyectos que pudiera presentar el secretario Almagro, dada su obsesión personal con Nicolás Maduro y el tema Venezuela.