El regreso al futuro en América Latina (sobre las derrotas electorales de Argentina, Venezuela y Bolivia)
Alfredo Serrano Mancilla |
Quedar atrapado por la persistente defensa de lo conquistado es un riesgo político. En el momento en el que las alusiones al pasado le ganan al futuro, entonces, se puede afirmar que un proceso de cambio atraviesa una fase de agotamiento relativo. Las revoluciones del siglo XXI en América Latina indudablemente han ayudado a cambiar las condiciones sociales, económicas y políticas de la población. Y sin embargo, aún en muchas ocasiones, siguen actuando como si el mundo no hubiera cambiado. La concientización política no transita únicamente por la explicación de lo logrado tiempo atrás. Lo ganado se normaliza y naturaliza con celeridad. Sobre esta base, se construye un nuevo campo de esperanzas. Cada proyecto político se debe oxigenar mirando hacia adelante. Su reproducción depende de cómo se recicle el relato, los símbolos, los significantes-maestros, siempre bajo el trazo de un horizonte estratégico.
Esta advertencia no significa que se deba romper con el pasado. Pensar el futuro no es incompatible con valorar aquello que se ha logrado, con el rescate de las raíces. La memoria de lo conquistado ha de servir como piedra angular para construir lo que se viene. Pero no sirve de nada quedar apresado por el pretérito sin atender a la emergente nueva estructura de clases, y a sus nuevos marcos culturales. Las subjetividades actuales difieren de aquellas fraguadas en pleno padecimiento del tsunami neoliberal. Es esta una nueva etapa en el actual cambio de época latinoamericano. La fase inicial disruptiva está dando el relevo a otra caracterizada más por el repliegue y el reflujo. No es un ciclo despolitizado. Es un nuevo periodo en el que la política se transforma.
Son muchos los factores que cambiaron y deben ser considerados. Entre ellos, un asunto no baladí es la desaparición de líderes imprescindibles (Hugo Chávez, Néstor Kirchner). Aparecieron nuevos candidatos al interior de los procesos con la complicada labor de suceder a quienes fueron sus referentes históricos. Se terminó el tiempo en el que prevalecía la admiración por lo original, por lo insólito. La misma política que fuera novedosa a inicios de siglo XXI ya no lo es; comienza a pasar de moda.
Precisamente por ello el desafío está en reacomodarse al nuevo tiempo político-cultural, a los nuevos modos de comunicación, a las redes sociales, al lenguaje y estética de los jóvenes. Hay que buscar cómo actualizar la formación discursiva propia para que continúe instituyendo un campo de aceptabilidad. Se precisa de una pedagogía más acorde a la nueva sociedad; con otras formas de identificar al enemigo histórico. Goliath ya no es visto como tal. David ha crecido y hay que asumirlo.
En lo económico, el viento de cola también ha cambiado de sentido; ahora constituye un verdadero freno que asfixia externamente. No estamos frente al mismo escenario de hace una década. La economía mundial está inmersa en su propia encrucijada sin dar señales de recuperación. Los precios de las materias primas siguen en caída libre. Se abre una etapa montañosa que no se parece en nada a tiempos remotos. En esta ocasión, la responsabilidad para buscar soluciones no recae (afortunadamente) en el FMI ni en ningún otro poder económico ajeno. Esta vez, son los gobiernos progresistas los encargados de decidir qué hacer frente a tales adversidades. No basta con rechazar la senda neoliberal. Se exige la reconstrucción de un camino propio, propositivo, proactivo, que obtenga victorias tempranas para asentar expectativas positivas. La ausencia relativa de una hoja de ruta propia puede jugar una mala pasada. La respuesta ante la demanda de soluciones futuras no puede ni debe estar secuestrada por alusiones constantes al pasado. El regreso ha de ser al futuro.
Toca responder a múltiples desafíos que se vienen de aquí en adelante. Del asalto, hay que pasar a la transformación del Estado. Se acabó con el Estado Aparente pero hay que definir cómo se construye el Estado Integral. Hay que elegir si se replica el Estado de Bienestar o si se opta por una construcción propia que sea innegociable con el capital. Hay que incorporar la eficiencia como criterio indispensable en la gestión pública. También urge caracterizar la sociedad con mercado (y no de mercado) a la que se apunta; redefiniendo qué tipo de relación se quiere con el sector privado, en qué área, bajo qué condiciones de propiedad, con qué reglas de reparto de la ganancia. En este mismo sentido, cabe plantearse qué estrategia elegir para adherir al proyecto colectivo a las diversas clases medias de origen popular que han emergido al calor de una política pública decididamente inclusiva. El proceso de individuación de esta nueva generación se presenta como un obstáculo para esta desafiante tarea. Ignorarlo supondría desconocer al nuevo sujeto político presente en esta coyuntura.
Seguramente, las últimas derrotas en Argentina (presidencial), Venezuela (legislativa) y Bolivia (referendo para la re-postulación de la fórmula presidencial) se explican en parte por esta excesiva presencia del pasado en el debate sobre el futuro. No es la única razón, pero sí es una cuestión fundamental en este ciclo corto de elecciones perdidas. Es inapropiado hablar por el momento de fin de ciclo. Se avecina un estadio desconocido en clave política. No sabemos qué va a pasar a futuro. La controversia está servida. La derecha ha decidido enterrar su funesto pasado con promesas para el mañana. Los gobiernos progresistas aún tienen dificultad para modificar el tiempo verbal de su propuesta. Por ahora, esto le ha concedido una ligera ventaja electoral a la derecha latinoamericana que viene con la lección aprendida tras muchos años de fracasos. Estamos en plena guerra de expectativas. Y ésta no se gana mirando por el retrovisor.