El Papa-adiós: interpretaciones latinoamericanas
La renuncia del octogenario Joseph Ratzinger a la conducción de la Iglesia Católica no sólo sorprendió a todo el mundo, sino que adelantó diversas interpretaciones. Ofrecemos dos de ellas: “¿Sólo falta de fuerzas?”, se pregunta el diario argentino Página 12, mientras el editorial de La Jornada de México señala “El Vaticano a la deriva”.¿Sólo falta de fuerzas?
WASHINGTON URANGA| En el documento de su sorpresiva renuncia Benedicto XVI afirmó que “he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.
Pero más adelante, en el breve texto que comunicó a los cardenales y a la sociedad, sostuvo también que “en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Hasta aquí parte de la escueta declaración que incluye el anuncio de la dimisión de Jozef Ratzinger al pontificado católico. Pero ¿cuáles son todas las razones y motivos de la renuncia?
En primer lugar hay que dar por cierta la afirmación del Papa. El mismo lo había adelantado en algunas declaraciones públicas y reportajes. En una entrevista concedida a Peter Seewald y publicada en un libro señaló que “cuando un Papa alcanza la clara conciencia de no estar bien física y espiritualmente para llevar adelante el encargo confiado, entonces tiene derecho en algunas circunstancias también el deber de dimitir”. Así lo hizo, siguiendo lo que establece el Derecho Canónico (la Constitución eclesiástica) en el canon 332, 2: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”.
Benedicto XVI renunció, es un hecho, y desde el 28 de febrero la Iglesia Católica entrará en situación de “sede vacante”, es decir, en disposición de elegir un nuevo pontífice.
Ratzinger sintió que sus fuerzas flaquearon. ¿Sólo por sus 85 años y problemas de salud? Apenas en parte. Es imposible saber cuáles son todas las razones que pasaron por la cabeza del Papa para empujarlo a tomar una decisión tan inédita en la Iglesia Católica que hay que remontarse a 1515, la dimisión de Gregorio XII (Angelo Correr) para encontrar el dato más reciente de una renuncia al papado. Pero se pueden señalar algunos de los motivos que podrían haber influido en la determinación tomada ahora por Ratzinger.
Quienes frecuentan los pasillos vaticanos reconocen que a Benedicto XVI lo afectaron muy seriamente todas las intrigas de poder generadas en la curia romana y que tuvieron su exteriorización en los llamados “vatileaks” a través de las filtraciones del mayordomo papal Paolo Gabrieli. Vale recordar que esas filtraciones involucraron al propio secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, segundo en la jerarquía romana, como uno de los posibles conspiradores contra Benedicto XVI. Poco antes, el cardenal Carlo María Viganó, hoy nuncio (embajador) en Estados Unidos, había escrito al Papa denunciando casos de corrupción en el Governatorato (la administración del Vaticano) donde entonces se desempeñaba. Viganó fue removido y enviado a Estados Unidos, lejos de Roma. El cardenal colombiano Darío Castrillón también le escribió al Papa una carta confidencial y en idioma alemán revelando que Paolo Romero, cardenal de Sicilia, había comentado en un viaje a China que “el Papa morirá en 12 meses”. La lucha por el poder en el Vaticano, a la que en otros tiempos tampoco fue ajeno el cardenal Ratzinger, llegó a niveles que probablemente el Papa mismo no sospechó, o en algún momento pensó que podría controlar.
El Vaticano enfrenta además un grave problema económico-financiero y también han surgido datos respecto de operaciones poco claras del IOR, el banco vaticano. Sumado a lo anterior, uno de los principales financiadores de la Santa Sede, la Iglesia Católica en Estados Unidos, vive una enorme crisis a raíz de las comprobaciones de casos de pedofilia y del encubrimiento de las autoridades eclesiásticas a los curas pedófilos. El cardenal de Los Angeles, Roger Mahony (77 años), fue destituido de su cargo y le fue prohibida toda actividad pública después de que la Iglesia se viera obligada por una orden judicial a entregar sus archivos con datos de 124 curas acusados de abusos sexuales a niños y jóvenes. En el 2007 la Iglesia había llegado a un acuerdo con más de 500 víctimas por 660 millones de dólares, pretendiendo de esta manera tapar el escándalo.
Los casos de pedofilia en todo el mundo afectaron fuertemente la credibilidad de la Iglesia Católica, y en el caso particular de los Estados Unidos terminaron también golpeando las finanzas de la estructura católica.
A lo anterior habría que sumar aquello que Benedicto XVI menciona en su renuncia como “rápidas transformaciones” y “cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”. Aunque tampoco el Papa aclaró a qué se refiere, no es difícil concluir que entre ellas está la pérdida de autoridad moral y ética de la Iglesia Católica, la disminución de su incidencia en la vida política, social y cultural y en la actuación privada de las personas, los nuevos modelos de familia que surgen en el mundo y que hasta ahora el catolicismo se niega a reconocer, nuevas concepciones acerca de la moral sexual y los avances en bioética, para mencionar tan sólo algunos. Todo esto representa desafíos a los cuales Benedicto XVI, desde su visión conservadora del mundo, no pudo, no supo o no quiso dar respuestas.
Hacia el interior de la Iglesia, además de las disputas de poder y los escándalos ya mencionados, hay que consignar también la pérdida de vocaciones sacerdotales y religiosas, mientras se mantienen férreamente restricciones al ingreso de las mujeres al sacerdocio y se reafirma como obligatorio el celibato para acceder al ministerio consagrado. A esto habría que acrecentar también graves críticas provenientes de muchas iglesias de base respecto de la forma en que se ejerce la autoridad en la Iglesia, la necesidad de “democratizar” el poder eclesiástico por lo menos volviendo a una idea de colegialidad propuesta por el Concilio Vaticano II y paulinamente abandonada primero por Juan Pablo II y luego por Benedicto XVI. Son muchos los que hoy reclaman en la Iglesia la necesidad de retomar el camino trazado hace cincuenta años por el Vaticano II, el Concilio que a instancias del papa Juan XXIII, seguido luego por su sucesor Pablo VI, inició un camino de apertura de las ventanas de la Iglesia de cara a un diálogo que se intentó entonces fecundo y revitalizador con la sociedad.
Por último, habría que decir que en el escenario también se pueden mencionar los cambios que se vienen produciendo en cuanto al número de fieles de las diferentes religiones en el mundo. A pesar de dificultades existentes para tener estadísticas precisas, según el Atlas de las Religiones (2009) los católicos representan hoy el 17,4 por ciento de la población mundial, cada vez más debajo de los mulsulmanes (19,8 por ciento). A eso hay que sumarle que de las filas católicas se desgranan día a día de fieles que pasan a comunidades cristianas pertenecientes a iglesias o comunidades mayores.
No hubo una sola razón para la renuncia de Benedicto XVI. Y las aquí expuestas seguramente no son las únicas.
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El Vaticano, a la deriva
LA JORNADA| La abdicación de Benedicto XVI cimbró a la opinión pública, no sólo por su rareza –las renuncias de papas son pocas y remotas en los anales del catolicismo–, sino también porque ocurre en un momento sumamente crítico para el Vaticano y para la Iglesia católica en el mundo.
En su alocución latina para anunciar la dimisión, Joseph Ratzinger adujo razones de edad y de salud que lo colocan en una situación de “incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. La explicación es plausible y respetable, particularmente en la medida en que constituye un reconocimiento honesto y muy poco habitual en la tradición vaticana, que exige morir en el cargo, como hizo Karol Wojtyla hace casi ocho años: a pesar de encontrarse enfermo y menguado, el Papa polaco se impuso el ejercicio del pontificado incluso en condiciones agónicas. En cuanto a su sucesor alemán, no hay elementos de juicio para determinar hasta qué punto de deterioro se encuentra El Vaticano influyó en la decisión de retirarse y de ahorrarse el doble y doloroso proceso de la declinación física y la mengua de autoridad.
El hecho es que durante el papado de Ratzinger no se resolvió uno solo de los graves problemas heredados y acumulados; por el contrario, varios se agravaron y complicaron. El más escandaloso es, sin duda, el del encubrimiento de los agresores sexuales que pululan en las filas del clero católico y cuya impunidad mayoritaria constituye el más flagrante agravio contra la feligresía. Es claro que los escándalos por abuso sexual no sólo han alejado del catolicismo a muchos fieles, sino han minado la autoridad de la Iglesia católica y su capacidad para hacer frente a la expansión de otras confesiones y al avance del pensamiento laico y científico, pero no son el único factor que explica tales fenómenos.
A la obsecuencia de la jerarquía clerical para con pederastas y agresores sexuales debe sumarse la corrupción imperante en el Vaticano, parcialmente exhibida por las filtraciones de documentos confidenciales realizadas por el antiguo mayordomo papal, Paolo Gabriele, así como la incapacidad del papado para colocar a la Iglesia a tono con las realidades contemporáneas, tanto en lo doctrinal como en lo pastoral. Durante la gestión de Benedicto XVI la curia romana se ha mantenido en una defensa inercial de dogmas medievales, en las concepciones y prácticas misóginas y homofóbicas; no ha podido o querido formular una posición solidaria hacia las sociedades que padecen los efectos más perversos de la irracionalidad neoliberal –la guerra, la destrucción de los niveles de vida, el despojo legalizado– y se ha desentendido de los individuos y organizaciones que, desde el seno del catolicismo, buscan aliviar los efectos devastadores de la economía en los sectores más desfavorecidos.
En suma, la abdicación de Ratzinger rubrica el tiempo perdido de este papado y constituye un severísimo llamado de atención al alto clero y a la curia romana. Por hoy, el Vaticano se encuentra a la deriva y, si se persiste en eludir los problemas en vez de enfrentarlos, si se porfía en encubrir y no en esclarecer, si se insiste en mantener una Iglesia para los poderosos y no para los marginados y oprimidos, la crisis del catolicismo orgánico puede volverse terminal.