Los golpes de Estado de ayer y de hoy
Marcos Roitmann|
Seguramente nunca se cerró el ciclo de los golpes de Estado en América Latina. Una ilusión política quiso ver en el fin de la guerra fría el comienzo de una nueva etapa. En el horizonte se oteaba un futuro de paz, estabilidad política y crecimiento económico. El comunismo había caído en desgracia y el dispositivo para combatirlo: los golpes de Estado, perdían legitimidad.
A partir de entonces se podrían utilizar mecanismos de guante blanco sin necesidad de recurrir a la violencia directa. Las presiones para derrocar un gobierno democrático entraban en la era constitucional. El golpe de Estado cruento y con las fuerzas armadas de protagonistas no era una opción viable. Hacer caer un gobierno por otras vías, aun siendo un golpe de Estado, no levantaría tanta suspicacia. Otras instituciones podrían ocupar el papel protagónico, los militares habían cumplido su misión en la guerra contra la subversión comunista. En el corto y medio plazos, los proyectos democráticos, socialistas, y anticapitalistas no aparecían en la agenda. El enemigo interno había sido neutralizado, cuando no reducido a su mínima expresión, por la vía del genocidio, la tortura y la desaparición forzada.
Establecer sistemas políticos fundados en la economía de mercado, potenciar la doctrina neoliberal y no perder el tren de la globalización se convirtió en un dogma de fe. Los votos sustituyeron las botas y las urnas las metralletas. El ajuste político tendió a rehacer la dupla liberal-conservadora bajo la emergente nueva derecha. Mientras tanto, la socialdemocracia ocupó el nicho de la izquierda, desplazando a comunistas y socialistas marxistas. El debate de las alternativas derivó hacia los pro y contras de la economía de mercado. Capitalismo con rostro humano o salvaje: Keynes contra Hayek.
El ciclo que se iniciara en Brasil, en 1964, donde se ubican los golpes militares de Argentina (1966), Bolivia (1973) y Uruguay (1973), no tendría continuidad en Chile. Ese mismo año, el 11 de septiembre, el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular puso en escena otro proyecto político económico. Supuso refundar el orden y sentar las bases de un nuevo modelo. El general golpista Augusto Pinochet apuntalaría: no tengo plazos, sino metas. Sólo así se puede interpretar la derrota sufrida por la dictadura en el referendo de 1988. Perderlo, y acelerar la salida de Pinochet, era una opción contenida en la Constitución promulgada por la dictadura en 1980, buque insignia del actual sistema político chileno. Tras el triunfo del NO, mantuvo el cargo de comandante en jefe de las fuerzas armadas, cedió el poder formal, se trasformó en senador y declaró a los medios de comunicación: misión cumplida. Las fuerzas armadas podían volver a los cuarteles. Leyes de amnistía y negociaciones ocultas, les blindaban.
Si Brasil inauguró los golpes de Estado cívico-militares, en 1964, con las fuerzas armadas como protagonistas, sus ministros de economía no rompieron el proyecto desarrollista de base keynesiana. La novedad la encontramos en el apartado represivo. Brasil tuvo el deshonor de practicar la tortura de forma científica y sistemática bajo el paraguas de la doctrina de la seguridad nacional. La técnica del Pau de arara (colgamiento de pies y manos) es su aporte. Dilma Rousseff, hasta hace una semana presidenta de Brasil, derrocada por un nuevo tipo de golpe de Estado, fue una de sus víctimas. Hoy, Brasil se convierte en guía para nuevos golpes de Estado. Ni Honduras (2009) ni Paraguay (2012) reúnen todos los requisitos para considerarlo ejemplar.
Los golpes, hasta Chile, 1973, fueron receptores del Estado como actor, espacio geopolítico, donde la población civil era objetivo político y militar. El subversivo podía ser cualquier persona. Estaba camuflado en la familia, la escuela, el trabajo. Eran mujeres, jóvenes, hombres, madres, deportistas, estudiantes, campesinos, obreros, trabajadores de cuello blanco, intelectuales, artistas, etcétera. Los miles de asesinatos presentan esta dimensión de la guerra global contra la subversión comunista. Las dictaduras de ayer fueron conocidas como regímenes burocrático-autoritarios.
Hoy, el golpe de Estado en Brasil (2016) no conlleva la presencia de las fuerzas armadas, tampoco saca los carros blindados ni se bombardean palacios de gobierno. La nueva derecha prefiere recurrir a los poderes Legislativo y Judicial. Es un robo más limpio, sin demasiados daños colaterales. Pero no nos engañemos, siempre fue una opción, simplemente no pudieron practicarla. Hoy sí es viable.
En América Latina, la derecha jamás alcanzó los votos para controlar el parlamento con mayoría suficiente y poner en marcha el juicio político. Fue el caso de Chile. En marzo de 1973 se celebraron elecciones legislativas; la Unidad Popular obtuvo 44 por ciento de los votos, lejos quedaban los 2/3 necesarios para derrocar institucionalmente al presidente Salvador Allende. A lo más, lograron emitir proclamas llamando a las fuerzas armadas al golpe de Estado, legitimando su actuación. Eso aconteció en Brasil en 1964 y en Uruguay en 1973.
La entrada en escena de gobiernos populares y los llamados progresistas, a partir del triunfo de Hugo Chávez en Venezuela (1998), disparó las alarmas. Le siguieron Bolivia, Ecuador, Paraguay, Kirchner en Argentina, Lula en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay, sumándose los sandinistas en Nicaragua, el Frente Farabundo Martí en El Salvador y Manuel Zelaya en Honduras. El mapa neoliberal se resquebrajaba. Pocos previeron a finales del siglo XX la emergencia de proyectos anticapitalistas y contra el neoliberalismo. El fallido golpe de Estado en Venezuela, en 2002, supuso el retorno del golpe de Estado como dispositivo político.
El triunfo político y económico del neoliberalismo, considerado irreversible, había aparcado los golpes de Estado. ¿Para qué agitar su fantasma? Mientras no hubo alternativas, la derecha no hizo uso de ellos. Hoy se muestran imprescindibles para recuperar el espacio perdido. Brasil marca el camino, como hiciera en 1964. Acabar con el gobierno democrático es su objetivo, y revertir las políticas sociales, de allí que sea un golpe de Estado en toda regla.