Venezuela: quebrar la inercia política para salir del remolino económico

(Marcos Salgado)
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Luis Salas Rodriguez | 

Las cifras de la economía venezolana, bien lo sabemos, son escalofriantes. Y esto las que se nos permite conocer, es decir, aquellas que no han desaparecido -o al menos no del todo- en medio del apagón estadístico oficial de los últimos años. De las que nos siguen ocultando es mejor ni hablar.

En el caso del PIB conocemos los datos oficiales hasta el primer trimestre de 2019. Luego de allí hay que estimar o tomar las estimaciones de organismos internacionales, como la CEPAL. Así las cosas, todo indica que al cierre de este 2020 habremos perdido algo más del 70% del PIB que teníamos en 2013, último año de crecimiento.

Se dice fácil, pero al lado nuestro el llamado “período especial cubano” parece un quebranto. En aquel entonces, el PIB de la isla se contrajo “apenas” un 30%, por lo que en honor a la verdad, nuestro ranking de medición está más cerca de países como Libia y Siria, arrasados por guerras mercenarias e invasiones. Ni siquiera Grecia que cayó en quiebra tras el derrape financiero global de 2008 nos llega cerca. Entre 2008 y 2017, su economía se contrajo en -24 puntos porcentuales: uno menos de lo que se estima cayó la nuestra solo durante 2019 y dos menos de lo proyectado para este 2020.

Venezuela: una economía de guerra sin haber estado en una

Se dice que las recuperaciones económicas suelen ser equivalentes e inclusive superiores a la magnitud de la caída que las precede. Es lo que los economistas llaman “efecto rebote”, metáfora que describe la situación de economías que “caen” y luego “rebotan”, subiendo con una fuerza y velocidad proporcionales a aquellas con las cuales cayeron.

Un ejemplo ilustrativo: lo ocurrido en nuestro país en 2004, cuando tras caer -8,9 y -7,8 durante 2002 y 2003, respectivamente, el PIB “rebotó” hasta crecer 18 puntos en 2004. De allí en más se vinieron 5 años de crecimiento consecutivo a “tasa china” promedio anual de 10,5%.

Sin embargo, el problema con esta analogía es que introduce la idea errada de que estos rebotes son fenómenos mecánicos e inevitables, lo que no es el caso. Para que ocurran se necesitan –al menos- conducción (una política económica asertiva) y condiciones materiales. Forzando la metáfora, habría que decir pues a propósito de lo último, que puede darse el caso que al tiempo que la pelota económica vaya cayendo sufra un pinchazo que la haga perder masa, de forma que al estrellarse contra el suelo no rebote y se quede inerme. En nuestro caso, el pinchazo pasa porque en estos 7 años de caída libre se ha producido un proceso de destrucción productiva pero también de las condiciones materiales necesarias para la producción.

Lo que no pasa necesariamente cuando una economía cae. Lo que suele pasar es que los factores y agentes económicos entran en una suerte de stand by o ralentizan el ritmo de su actividad aguardando los estímulos necesarios para reactivarse, mientras las condiciones materiales se mantienen intactas o a lo sumo ligeramente afectadas. Por condiciones materiales ha de entenderse en este caso: capacidad de inversión, mano de obra y materias primas, pero también cosas no siempre valoradas en sus implicaciones económicas, como energía eléctrica, combustibles y servicios como agua potable.

En efecto, en sentido estricto, suelen considerarse solo los primeros factores a la hora de hablar de ciclos de actividad económica, pero de hecho, sin los tres últimos, la verdad del caso es que ninguna economía rebota ni arranca. Y esto es lo que hace el nuestro tan sobrecogedor. Ya lo sabemos: la política económica es de vértigo, el Estado aparentemente no cuenta con recursos para invertir, los privados no lo harán porque en crisis nunca lo hacen, buena parte de la mano de obra cualificada o se fue del país o está dedicando a actividades de subsistencia precarias e improductivas (ingenieros haciendo delivery, etc.). Pero como si no bastara, el sistema eléctrico nacional opera a un tercio de su capacidad, la gasolina hay que importarla, la leña está sustituyendo al gas, el agua hay que esperarla o sacarla de tomas improvisadas. Incluso transitar de una zona a otra del país se ha convertido en una aventura, entre el tema de la gasolina, los alucinantes precios del transporte, la inseguridad y pare usted de contar. Lo único que tenemos, que no es poco, son las materias primas. Pero sin capacidad de extraerla y transformarla no cuentan como riqueza.

Es en este sentido que nuestra economía luce en un estado de guerra sin haber sufrido ninguna, al menos no en el sentido bélico convencional del término. No han ocurrido bombardeos ni ciudades han sido borradas del mapa, como en Libia o la Europa de la segunda guerra. Pero no por menos visible la destrucción deja de ser tal.

Quebrar la inercia política para salir del remolino económico

Lo cual quiere decir que las posibilidades de que nuestra economía rebote en el corto plazo son nulas si dichos entuertos no se solucionan. No solo alcanza con prender las maquinas (al menos aquellas que no se han dañado o quedado obsoletas), abrir los portones de las fábricas y las tiendas para que se reactive la cosa. Habría que empezar desde mucho más abajo: 1) recuperando la generación eléctrica para que se puedan prender las fábricas, y una vez que se haga, no se le vaya la luz a ciudades o estado enteros; 2) generando combustibles para que otras máquinas anden, pero también, para que los transportes puedan moverse y los hornos encender. E inclusive, 3) buscando a los trabajadores y trabajadoras que ya no están en sus puestos de trabajo. Lo que entre otras cosas pasa por ofrecerles salarios acordes a la actividad que realizan y no se vean forzados a ocuparse en decenas de actividades superfluas que no agregan valor.

Pero para que esto ocurra o comience a ocurrir debe darse primero un quiebre, entendiendo por tal una especie de reseteo que no solo debe ser económico sino también y en primera instancia político. El problema es que los dos polos que en los últimos años han dominado a la escena política nacional no solo lucen perfectamente desconectados de la realidad, sino empeñados en agendas que de hecho son responsables –por comisión u omisión- del cuadro en el que estamos: unos capaces de lo peor con tal de hacerse con el poder, los otros, al parecer exclusivamente concentrados en mantenerse en el mismo a toda costa, limitando la conducción del gobierno y del movimiento social que le dio origen a las fórmulas más sectarias posibles y apostando a una política económica tremendamente regresiva. Eso deja a las grandes mayorías en el medio, padeciendo los daños colaterales de su confrontación desgastante.

Lo que nos lleva al caso de APR-PCV. ¿Será esta alianza, surgida como ruptura a lo interno del chavismo, el “cisne negro” del 6-D? Un evento de cisne negro es aquel que reúne tres condiciones: 1) ocurre cuando nadie lo espera. 2) cuando ocurre reconfigura el escenario y 3) cuando se lo mira en retrospectiva, resulta que era “inesperado” no porque no pudiera pasar sino porque los sesgos cognitivos dominantes no permitían verlo venir. De ser el caso, se verá ese día. Bien es verdad de la APR dar la sorpresa el 6-D no es garantía. Pero no es menos cierto que tal posibilidad genera mayores expectativas que simplemente dejar de que la AN se convierta en una nueva ANC cuasi-anexo del Ejecutivo y lo que sea que resulte del circo de Guidó y compañía en su consulta paralela. Una AN convertida en la nueva ANC conviviendo con el “gobierno paralelo” del oposicionismo, sería tan solo un nuevo capítulo dentro de la inercia autodestructiva en la que estamos inmersos.