Un siglo del ajusticiamiento del genocida turco Talaat Pashá por parte de Soghomón Tehlirian
Jorge Elbaum|
Durante una parte de mi adolescencia, mi carpeta de tres anillos de la secundaria tenía adheridas dos fotos. Una de Simón Radowitsky y la otra de Soghomón Tehlirian. Ambos eran mi referencia gráfica en el medio de un secundario atravesado a mediados de la década del ´70, cuando la dictadura genocida inundaba de terror cada opinión y todo se veía como una amenaza. Yo tenía la suerte de que nadie conocía las imágenes y podían entender qué representaban. Su presencia en la cara de mi útil escolar era una pequeña venganza –y una advertencia prospectiva– ante el autoritarismo que atravesaba las aulas y el disciplinamiento que se imponía como una forma de crueldad sádica.
Yo sentía que ellos me cuidaban. Que ambos me liberaban son su sola imagen. Que la dignidad tenía caras. Existía. Esa era mi complicidad frente al asfixia y al miedo que se respiraba en el Colegio. Cuando me preguntaba asiduamente quiénes eran yo les decía que eran unos escritores norteamericanos ya fallecidos. No tenía siquiera que inventarles nombres porque al articular esas dos palabras yo ya me garantizaba la indiferencia de compañerxs de clase, profesores y preceptores.
A nadie le interesaba la literatura –salvo a mi– y el hecho de que sean estadounidenses me garantizaba una pátina yanqui muy recomendable para esas épocas. Para mi era como ser parte de un secreto iniciático. Pero se percibía tanta violencia en rededor que sus fotos se convertían en un refugio de dignidad. Es una especie de advertencia posdatada. En un contacto con lo más puro y heroico de la especie humana.
Yo les hablaba a las fotos. Tanto a Simón como a Soghomón. Les hablaba con los ojos en plena clase de historia, cuando el profesor se refería a la primer guerra mundial y omitía en forma descarada el genocidio armenio. Ante la pesadez del silencio escolar mi mirada iba desde la ventana entreabierta del aula hasta las imágenes de mi carpeta. Era un péndulo liberador. Solo guardaba la carpeta en el morral cuando irrumpía el docente de Lengua y Literatura. Temía ser descubierto si me indagaba sobre los supuestos escritores homenajeados con sendas fotos.
El primero era de origen ruso. El segundo armenio. Ambos pertenecían a colectivos perseguidos durante siglos. En aquellas clases colmadas de hastío yo imaginaba que ambas fotos me hablaban y que conversaban entre ellos. Simón le detallaba al armenio cómo planificaba la ejecución del criminal Ramón L. Falcón y Soghomon le explicaba los objetivos de la Operación Némesis (diosa griega de la venganza) mediante la cual se iban a ajusticiar a varios de los máximos responsables del genocidio en el que fueron masacrados más de un millón de armenios.
A Soghomón le había tocado en suerte la detección de uno los mentores de la masacre, el ex gran visir del Imperio Otomano, Talaat Pashá, que había sido procesado y sentenciado a muerte (en ausencia) por las propia cortes marciales turcas de 1919–1920. Talaat fue recibido como exiliado en Alemania en 1918 y logró evadir a la justicia de su país. Pero no pudo escaparse de quine me miraba desde la tapa de la carpeta con gesto noble y bueno. Soghomón persiguió al gran visir hasta Berlín y lo ultimó en el barrio berlinés de Charlottenburg después de buscarlo durante seis meses, el 15 de marzo de 1921.
Yo miraba las fotos de ambos y especulaba con las diferencias y las similitudes entre esos dos seres humildes pero infinitamente nobles. Simón se había perjurado en la intimidad cumplir su sentencia después de haber visto 80 cuerpos despedazados en las inmediaciones de la Plaza Lorea, el primero de Mayo de 1909. La represión brutal ordenada por el coronel Falcón colmó de furia al joven inmigrante nacido en Ucrania en 1891. Fue ese día que se perjuró vengar ese crimen ocurrido durante la jornada de conmemoración del Día Internacional de los Trabajadores.
Simón fue condenado a prisión perpetua porque era menor de edad. De haber contado con 21 años, el castigo estipulado para su valerosa acción hubiese sido la pena de muerte. E4 de abril de 1930, Hipólito Yrigoyen indultó a Simón, que decidió terminar sus días trabajando como operario en una fábrica de juguetes en México: la pureza de la infancia, le explicaba con ojos chispeantes a Soghomon –en el medio de las insufribles clases de Formación Cívica– valen el trabajo de las manos de un obrero.
Tehlirian fue juzgado por la justicia alemana. El tribunal lo declaró inocente después de escuchar las aterradoras acciones llevadas a cabo por los genocidas comandadas por el visir. Los jueces escucharon horrorizados cómo había logrado sobrevivir a los crímenes después de presenciar el asesinato despiadado de 80 de sus parientes. El relato de la muerte de su hermano, cuyo cadáver permaneció encima de él, dejó consternados a los magistrados que escucharon y luego validaron su testimonio.
Pasó un siglo de la acción heroica de Tehlirian. Su rostro –grabado en mi carpeta cardíaca cuando a simón– todavía me guían para comprender quiénes son los que dejan ejemplos entrañables de dignidad vital.
*Jorge Elbaum, Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la). Fuente: https://dejamelopensar.com.ar/2021/03/14/la-carpeta-negra/