Stelling: La legitimación del insulto/ Haddad: Clero venezolano, el pecado de la jerarquía

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La legitimación del insulto

Maryclen Stelling|

El insulto y la descalificación, la burla y el desprecio han ido estableciéndose como práctica discursiva habitual en el ámbito político nacional. Así, en el diálogo político se ha instaurado la retórica amenazante y la palabra ofensiva con miras a deslegitimar al adversario, al proyecto político contrario y hasta la propia mesa de diálogo y mediadores internacionales… El terreno discursivo deviene entonces en espacio confrontacional donde reto, deslegitimo y pretendo derrotar políticamente al adversario en desmedro del “cacareado” diálogo democrático.

Suerte de ritual bélico que se constituye en práctica habitual, consagra el liderazgo político y legitima la praxis política confrontacional. Curiosamente, en el caso venezolano, y en tanto efecto a mediano plazo, ha impedido saltar de la violencia verbal a la física.

Tal práctica genera reacciones y evaluaciones a favor o en contra de los actores políticos involucrados, lo que promueve la configuración de una red de relaciones en torno al discurso bélico que permea diversos ámbitos sociales y afecta, sin lugar a dudas, el diálogo político en diferentes niveles.

La credibilidad de la fuente y del propio discurso político se alimenta entonces del insulto y de la descalificación del otro, el enemigo por vencer. Insultos rituales, suerte de consagración del liderazgo político y de legitimación de la praxis política confrontacional. “Si no insulto, no estoy en nada”. En ese sentido, la legitimidad se define en función del manejo que se hace de la retórica amenazante y descalificadora; en detrimento de la verdad y de lo que se considera “políticamente correcto”.

Estudiosos del tema plantean que los líderes políticos procuran su autolegitimación a través del monopolio de la verdad, el monopolio de la legitimidad social y el monopolio del discurso; tres estrategias interrelacionadas.

Desde una perspectiva cortoplacista, los insultos en tanto práctica discursiva política, favorecen los procesos de legitimación en la interacción política y contribuyen a la propia legitimación y a la deslegitimación del otro.

Más allá de humillar, retar la legitimidad o la autoridad del adversario político, a largo plazo, la práctica del insulto pretende socavar las bases del poder establecido y revertir el equilibrio del poder político.


 

Clero venezolano: El pecado de la jerarquía

Beltrán Haddad| A la jerarquía eclesiástica no la asiste el derecho a ejercer la coacción política como si se tratara de un partido opositor al gobierno, y mucho menos mantener esa injerencia política continuada en asuntos que solo competen a los políticos partidistas, sean gobernantes u opositores, y a instituciones al margen del orden religioso, como el CNE y el Tribunal Supremo de Justicia, entre otras. Por eso, resultan inaceptables -y lo escribo con todo respeto- las declaraciones del cardenal Urosa Savino cuando expresa que le “llama la atención las trabas que pone el CNE para la renovación de las nóminas de los partidos políticos”.

Lo grave es que lo dice al oficiar una misa, sin ser su dicho el contenido del santo Evangelio; su actuación, en vez de conformarse a su deber eclesiástico, reclama y dice, en contradicción con la posición del papa Francisco, que “no hay condiciones para que se dé ningún diálogo entre Gobierno y oposición”; luego sentencia que “el CNE no tiene derecho a impedirles a los partidos su funcionamiento”.

Ese clericalismo se ha convertido en pecado habitual que percibimos como un abuso de poder de la jerarquía religiosa, el cual se manifiesta en el mal uso de las funciones o extralimitándose de manera impropia en sus órdenes sagradas. Eso no es lo correcto y crea abismos en los católicos; por supuesto, viendo la situación de crisis del país, ya sabemos cuál es el fondo de tal diatriba que lleva en sí una dosis de presión moral.

Moseñor Padrón, más radical que la MUD

Lo que queremos de la jerarquía eclesiástica es un discurso y una práctica cristianas no solo en el dogma de la fe, sino también en el Cristo de la luz y de la sensibilidad social, liberador de los pobres y oprimidos ante los peligros de estructuras que crean desigualdades. El discurso del clericalismo nos hace perder el “respeto reverencial” y por ello no falta la pregunta: ¿por qué meterse en política electoral ajena al Sacro Colegio? Lo que decida el CNE no es asunto religioso.

De manera que los pareceres o criterios en la vida religiosa de que se vale la jerarquía para incidir en asuntos políticos no se corresponden con la misión de la Iglesia y son cuestionables porque pueden crear un riesgo civilmente desaprobado y, ¡cuidado!, avivar más el odio que por ahí anda. Además, no podemos dejar pasar inadvertido el sentido de aquel dicho breve y sentencioso que reza: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.