¿Quién saquea a quién?
Editorial 15yultimo.com|
Es bastante obvio que los saqueos de los que hemos sido testigos estos días tienen poco de espontáneos. Y no porque no hayan condiciones para que ocurran. Y tampoco porque a los saqueadores más que comida y medicinas les dé por llevarse interiores, lentes, licor o una rebanadora de jamón, en vez del jamón. Con respecto a esto último, nunca, en ninguna situación de saqueo y tumulto popular, ni el 27 de febrero de 1989 ni cuando las revueltas por el pan en la Edad Media europea, el pueblo se llevaba exclusivamente comida por más hambre que estuvieran pasando. Aprovechaban también para llevarse todas aquellas cosas a las cuales no podían acceder, bien que las necesitaran o no. Pues por definición, en todo saqueo hay un espíritu de transgresión del orden socioeconómico que no repara mucho en convenciones utilitarias.
Pero la mejor demostración de la no espontaneidad de los saqueos –además de la evidencia ya pública sobre la participación de activistas de Voluntad Popular y Primero Justicia en todos los casos registrados– es lo ocurrido el día después de la reunión de la OEA, pues, en comparación con este día, el flujo de casos bajó a cero y desapareció de todas las tendencias de redes sociales.
Y es que de manera demasiado evidente, demasiado vulgar incluso, el accionar del oposicionismo sigue el libreto de crear la ocasión perfecta en que los demonios sociales se desaten y pueda justificarse a partir de allí cualquier cosa. Y cuando decimos “cualquier cosa” es porque lo que puede pasar es cualquier cosa, a cada cual peor, al menos si tomamos como referencia lo que ha pasado en contextos similares en otros lugares. La actual guerra interna de la República Árabe de Siria comenzó con el falso positivo de una masacre atribuida al ejército, y ahora no solo la mayoritaria población leal al gobierno de Al-Asad enfrenta y padece el accionar de las bandas de mercenarios paramilitares sádicos (Al Qaeda, ISIS, etc.), sino que también y en muchos casos, sobre todo, la propia base social que les dio cobijo debe sufrirlas. Lo de Libia comenzó con un falso positivo del bombardeo a una plaza que nunca ocurrió y ya vemos cómo están las cosas. Hasta el propio Obama se ha visto forzado a reconocer que fue un error intervenir en Libia y derrocar al gobierno de un país que ahora no existe más y en su lugar quedó una tierra de nadie de bandas asesinas. Ucrania luego de los acontecimiento en la plaza Maidán está más o menos igual. Y en Colombia, luego de 50 años de violenta guerra civil, el terror paramilitar sigue imponiéndose sobre la ciudadanía, por más que se haya avanzado en diálogos de paz.
Ahora bien, el que esto sea así no implica que se deban obviar las condiciones objetivas que hacen que hechos como los que estamos viendo puedan llegar a ser espontáneos, o que en todo caso no siéndolo no puedan ser considerados por nadie extraordinarios ni inesperados. Y es que las tensiones sociales derivadas de la hiperespeculación de los comerciantes, del hecho de aumentar los precios y acaparar los productos con total impunidad y a plena luz del día, se ha generalizado a tal nivel, la humillación y el robo contra la mayoría asalariada se ha extendido y generalizado tanto, que lo que extraña a muchos no es por qué se están dando saqueos, sino por qué no se han extendido ni se producen con mayor intensidad. Entre una y otra cosa hay una delgada línea roja que a menudo solo se divisa una vez que se le ha cruzado irremediablemente. En este caso, mal que bien, la estamos viendo antes de cruzarla. Pero la pregunta es hasta cuándo y qué cosas tenemos que hacer para no cruzarla. Cosas que tal vez no estamos haciendo o no hacemos con la intensidad necesaria.
Todo falso positivo, por más falso que sea, se monta sobre ciertas condiciones objetivas y subjetivas existentes, que llevan a darle visos de veracidad. Es decir, por más importante que sea, no alcanza nunca con la pura manipulación mediática ni el mero accionar de una vanguardia de locos o infiltrados. Claro que como ocurrió semanas atrás en la Baralt, el que le quiten el negocio a los bachaqueros puede provocar de parte de estos reacciones violentas. Pero en el caso que nos ocupa, y aunque suene redundante decirlo, lo que indigna a la mayoría de las personas no es necesariamente que no encuentren las cosas básicas que necesitan para vivir. Lo que indigna es el abuso y la impunidad con que siguen actuando los revendedores formales e informales, grandes y chiquitos, quienes llevan mucho tiempo, pero de manera especialmente intensa los tres últimos años, ejecutado un saqueo al bolsillo de las personas, pero también, y sobre todo, a sus expectativas de vida, su bienestar logrado en años de revolución, su autoestima, su amor propio, creando un caldo de cultivo muy propicio a la violencia sin esperanza, sin motivo ni razón aparente, una vez que los ideólogos de la guerra económica nos han traído a un estado de cosas donde cada quien se ve forzado a sacar lo más primitivo de sus instintos para salvarse de alguna manera.
Los CLAP tienen la enorme ventaja y potencial de ser una respuesta colectiva, basada en la movilización y solidaridad social, que se pierde de vista y que recuerda mucho las primeras iniciativas organizativas del chavismo, tipo los comités de salud, de agua o tierras urbanas. Sin embargo, enfrentan un problema de escala que es muy difícil que resuelvan en ámbitos urbanos como los de Caracas, dada la densidad de población, así como las formas de convivir de la gente, que es muy distinta o va más allá a las del barrio o los pueblos donde todo el mundo se conoce. A este respecto, debería complementarse con una reactivación de la red pública de distribución de alimentos, una de las más grandes del continente –si no la más grande– y un activo que no puede perderse por más problemas que tenga. Pues ha sido precisamente esa red, con todo y lo que se pueda decir de ella, la que ha garantizado en estos últimos años, a una parte mayoritaria de la población, el acceso a los bienes.
Pero, más allá de todo esto, los trabajadores asalariados, que a su vez somos los mismos consumidores, debemos alcanzar cada vez más conciencia del poder económico que tenemos y pelear por nuestros derechos “en la esfera del mercado”, de la misma manera que lo hacemos por nuestros derechos laborales. Y es que en este país, gracias a la lucha popular y lo avanzado en los últimos quince años en derechos laborales, sociales y de todo tipo, la clase trabajadora goza de un nivel de protección y estabilidad prácticamente inexistente en otras latitudes que, entre otras cosas, le ha reportado un nivel de ingreso y poder adquisitivo casi único en el continente.
Es contra esta realidad que se ha lanzado justamente la guerra económica y contra lo que se abalanzan los especuladores, mermando nuestro poder. Sin embargo, por esa misma razón, tan urgente como es que el alto gobierno pase a la ofensiva definitiva en materia económica, es que los trabajadores y consumidores hagamos lo mismo, organizándonos no solo para la denuncia y la fiscalización, sino para, en terrenos como, por ejemplo, los alimentos, bypasiemos a los especuladores y podamos encontrarnos con los productores, que bastante explotados y especulados son ellos mismos por parte de las roscas que hacen que un kilo de tomate que le compran al productor en 50 bolívares, lo terminemos pagando nosotros en 1000.
La respuesta popular y ciudadana al saqueo de los malandros, con cuellos de todos los colores, no debe ser el saqueo tumultuoso. Debe ser la organización consciente y solidaria, que piensa no solo en cómo conseguir lo que necesitamos en lo inmediato, sino además y sobre todo en cómo, haciéndolo, construimos las bases de un mejor estar social para que nuestros hijos y nietos vivan en un mundo diferente a la pelea de perros a la que nos están induciendo