¿Qué hay detrás de la estrategia de EE.UU., Israel, los ultrarricos y Milei?

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Carlos Raimundi – Tektonicos

Perplejidad inicial

Durante aquellas aciagas primeras semanas luego del golpe de 1976, todo era asombro, perplejidad. Nuestros compañeros y compañeras se iban ausentando de los espacios habituales de militancia, ya fuera un sindicato, un centro de estudiantes, una unidad básica, un centro de fomento o una parroquia.

No lográbamos comprender. Vivíamos un clima inédito y no podíamos captar las causas más profundas a las que obedecía aquel hecho hasta entonces desconocido; tampoco lográbamos saber que había una racionalidad oculta detrás de aquella nueva situación.

Por favor, téngase presente que me refiero a lo que sentíamos en aquellos momentos iniciales, cuando todavía no habíamos asimilado el aprendizaje que fuimos adquiriendo a lo largo de todos estos años de nuestra historia personal, y de la vida institucional del país.

Quizás el primero en relacionar aquellas desapariciones con el alevoso proyecto político, económico, social y cultural en ciernes fue Rodolfo Walsh. Fue su lucidez intelectual, expresada con pluma poética y con la potencia del periodista en su Carta Abierta de marzo de 1977, la que describió la racionalidad política en la que se apoyaba el terrorismo de Estado.

Aquellos hechos, en un principio desconcertantes, no respondían únicamente a la extrema crueldad de sus ejecutores. Formaban parte de una planificación absolutamente orgánica y racional por parte de los principales factores de poder externo que iniciaban, por aquellos años, la transición de la fase industrial del capitalismo a la fase financiera que nos agobió durante décadas y hoy pone a la humanidad al borde del abismo nuclear.

En 1971, el dólar se independizaba del respaldo en oro y la Reserva Federal pasó a determinar libremente su precio y la tasa de interés, lo que multiplicó a lo largo de todo el bloque capitalista las plazas financieras manejadas por la banca estadounidense.

En medio de la disputa a nivel mundial entre esta concentración y tras-nacionalización del capital y los movimientos emancipadores que se expandían por amplias zonas del planeta, la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo, miembros del entonces llamado Tercer Mundo) dispararon el precio del recurso, causando un impacto muy negativo en las economías industriales. Estas se abocaron de inmediato a diseñar un plan de control de daños, que, entre otros objetivos, lograra amortiguar la incidencia del petróleo por cada unidad final de producción. Se aceleró la revolución tecnológica, pero ¿cómo financiarla?

La retención de la renta petrolera por parte de los países exportadores podría haber angostado la brecha del desarrollo entre el Norte y el Sur. Sin embargo, la altísima rentabilidad ofrecida por los bancos del Norte a partir de aquella expansión financiera capturó esa renta, y, por el contrario, los petro-dólares pasaron a subvencionar el desarrollo tecnológico del Norte. Una vez más, la renta de los recursos estratégicos del subdesarrollo era transferida al Norte desarrollado. En lugar de reducirse, la brecha se ensanchó. El capital trasnacional ganó la batalla por la hegemonía a los movimientos emancipadores.

Resalto lo siguiente: La segunda fuente de financiamiento de la revolución tecnológica capitalista de los años 80 fueron las deudas contraídas por las dictaduras latinoamericanas. Deudas pactadas al mismo tiempo que se aplicaban políticas recesivas destinadas a destruir el aparato productivo de nuestros países, desmontar nuestras matrices industriales y empobrecer a nuestros pueblos y a nuestros Estados. Deudas que, por lo tanto, se tornarían impagables. Pero, ¿qué importaba la capacidad de repago si su propósito no era contable, sino político? Esto es, sentar las bases de la dependencia crónica de nuestras decisiones económicas de los centros financieros externos y sus lacayos de cabotaje. Dependencia que, salvo honrosas excepciones, se prolonga hasta nuestros días.

Cada vez estoy más convencido de que no fue Videla quien necesitaba un ministro de economía, sino Martínez de Hoz quien necesitaba un genocida que le allanara el terreno a su proyecto estratégico. La Argentina se convertía, como tres años antes el Chile de Pinochet, en laboratorio de ensayo de la nueva fase del capitalismo, que luego se consolidaría a escala global con las experiencias de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Enfatizo: esa era la racionalidad que se escondía detrás de la locura de las desapariciones y los campos de concentración. Y que en aquellas primeras semanas no lográbamos entender.

La perplejidad en nuestros días

¿La experiencia actual de la Argentina es sólo resultado del agotamiento del ciclo político anterior y el hartazgo social sobreviniente? ¿O detrás de los rasgos demenciales de Milei se oculta una nueva organicidad de proyecto, profesionalmente delineada y financiada, una racionalidad profunda cuyo objetivo es nada menos que exacerbar la turbulencia sistémica a efectos de cambiar los ejes de la gobernanza global?

Sus discursos disruptivos en el Foro de Davos y en la Asamblea de Naciones Unidas tratando a todas las ideologías no libertarias de vertientes de un “colectivismo asesino” (elevando a escala global la anti-estatalidad que antes aplicara internamente en Argentina y en Latinoamérica y España), su calificación de los monopolios como benefactores de la humanidad y de los evasores de impuestos como héroes, no son exabruptos. Como no lo son los discursos de odio y fragmentación que pronuncia desde hace años y que se potenciaron a partir de la pandemia.

Ello se enmarca en la instalación de una base militar de los Estados Unidos en Ushuaia, la instalación del puerto de aguas profundas y el despliegue de plataformas off-shore en nuestras islas Malvinas y aguas circundantes y su proyección antártica, el reconocimiento de la auto-determinación de los kelpers y la alianza con Trump y Netanyahu a riesgo de comprometer a la Argentina en una guerra de alcances impredecibles.

La articulación de racismo (contra los inmigrantes), patriarcalismo (contra los derechos de género), negacionismo (contra la condena a las dictaduras latinoamericanas) y el cuasi-terraplanismo que cuestiona el cambio climático, configura el nuevo ultra-conservadurismo cultural que avanza en el occidente geopolítico, montado en el malestar generalizado, la vacancia el derecho internacional, el desencanto democrático y la creciente polarización de nuestras sociedades.

La cultura de “Los juegos del hambre” (eliminar al otro como único camino para subsistir); el discurso supremacista dado que, según esta doctrina, no hay en el mundo lugar para todos; la eliminación de las instancias estatales para la resolución de las controversias jurídicas; la invasión del mundo de las apuestas; la elitización cada vez más radicalizada de las disciplinas deportivas y hasta el propio campeonato mundial de fútbol entre clubes (empresas) en remplazo paulatino del mundial entre representaciones nacionales, van, entre otras tantas innovaciones que se procura naturalicemos, abriendo el camino.

Como ocurre en otras latitudes de occidente, la ultra-derecha absorbe a la derecha tradicional. Emilia Trabucco, en “El ocaso del PRO y la consolidación del poder digital”, y Matías Caciabue, en “El neofascismo como fenómeno orgánico de un nuevo momento del capital” y el “Anuario Argentina 2024” de NODAL, se refieren al declive del Círculo Rojo analógico a expensas de su versión digitalizada, representada por una nueva aristocracia financiera y tecnológica.

La misma opera desde redes, algoritmos, influencers y estrategias de inteligencia artificial, que en Argentina encarnan entre otros Santiago Caputo, Marcos Galperín (Mercado Libre), Agustín Lage, Fernando Cerimedo, el “Gordo” Dan, Martín Migoya (Globant), Luciano Nicora (Endeavor) y Agustín Romo, cada uno en sus respectivos rubros.

Todos ellos coordinados a nivel internacional por millonarios como Eduardo Elstain, presidente del Grupo IRSA; Gerardo Werthein, canciller; Alejandro Oxenford, embajador en los Estados Unidos; para poner al gobierno argentino al servicio de Sam Altman (Open AI), Peter Thiel (Paypal) y demás CEOs de la tecnología digital, así como de organizaciones ultraconservadoras como la Sociedad Mont Pelerin, Alt-Right o la CPAC.

Todo esto constituye un fenómeno orgánico, no coyuntural, que, por un lado, eclipsa el poder omnímodo que hasta no hace mucho ostentaba el Círculo Rojo tradicional o “analógico” representado por empresarios como Rocca, Macri o Eurnekian. Y por otro lado, declara la obsolescencia definitiva de las formas políticas tradicionales.

La nueva fase del capitalismo no está, en términos económicos, disputando el poder del Estado. Ha planificado el uso de la tecnología digital para ocupar el poder del Estado y desde allí transferir la gobernanza a esa articulación monopólica-tecnológica-financiera de propiedad privada. Y en términos filosóficos, se integran al llamado trans-humanismo, el cual, basado en las tecnologías de la información más avanzadas, se propone traspasar los límites naturales de la vida y reemplazar el alma y los sentimientos humanos por dispositivos digitales implantados en el cuerpo y conectados con el propio cerebro de las personas con acceso a ellas.

Sólo un pensamiento de estas características puede justificar el caos sistémico reinante en un occidente política y culturalmente agotado debido a su propia inconsistencia. No otra cosa se puede esperar de personas que, de la mano de fortunas personales cuyos montos son inabordables para nuestra capacidad de comprensión, se han alejado indeclinablemente de la cotidianidad de los mortales. Otra vez, detrás de la perplejidad hay un proyecto orgánico.

El marco internacional de ese proyecto

La presente etapa de transición hegemónica genera consecuencias sistémicas, es decir, tanto al interior como al exterior de la potencia en declive.

Estados Unidos fue cediendo al área asiática su papel de principal proveedor industrial del mundo a lo largo de las tres o cuatro últimas décadas. Con ello se expuso a un copioso endeudamiento externo, mientras los países asiáticos iban adquiriendo un desempeño tecnológico más autónomo y más relevante y las cadenas globales de suministros se desplazaban del Atlántico al indo-pacífico.

Todo esto afectó su economía interna y encogió el porcentaje de su población que históricamente estaba integrada al “sueño americano” y sostenía la estabilidad del sistema. En paralelo, las políticas de carácter neo-colonial aplicadas a los países de América Latina engrosaron las corrientes migratorias,

Las prerrogativas de una clase media propia de una economía portentosa se fueron reduciendo. El anglosajón típico, de tez blanca y talla privilegiada, ya no representa la mayoría de la población en los Estados Unidos, y también en Europa cede espacios a las poblaciones migrantes, con la tensión sobreviniente de medidas anti-inmigratorias cada vez más cruentas. Los otrora “centros de poder” han comenzado a padecer problemas económicos y sociales que hasta hace un tiempo eran sólo característicos de las zonas periféricas del capitalismo.

La propia consigna de Trump, “hagamos a Estados Unidos grande nuevamente” –MAGA por sus siglas en inglés- reconoce que han dejado de ser lo que eran. Además, estas señales tan claras de retroceso no podían estar exentas de derivaciones críticas, tanto en el orden político, como en el económico y social. La sociedad estadounidense muestra graves fisuras en todos esos planos, y eso se traduce también en el deterioro de su potencial financiero y monetario, así como en la merma de su capacidad de intervención en los conflictos externos, y en una división profunda en sus élites de poder acerca de las estrategias a seguir. Y todo esto acompañado por la deslegitimación creciente de los paradigmas que sostuvieron el sistema que hasta ahora venía siendo el hegemónico.

En este marco surge la pregunta crucial: ¿está la potencia en declive dispuesta a compartir el poder con los bloques emergentes, o prefiere hacer estallar el sistema mundial antes que reconocer su regresión? Si la opción fuera la primera, el mundo podría encaminarse hacia una mayor estabilidad. Pero si fuera la segunda, como parece serlo más allá de la disputa entre globalistas y neoconservadores, las consecuencias serían el discurso supremacista para justificar sus políticas cada vez más discriminatorias, y la apelación al armamentismo como motor de la recuperación económica. Un armamentismo que, paradójicamente, se va alejando de los grandes símbolos del Estado-nación para coaligarse mucho más a las corporaciones privadas, al comercio ilegal y a los más poderosos fondos de inversión también corporativos.

Las redes sociales son el telón de fondo. El dominio de la narrativa pública ya no depende tanto del control estatal, de la censura explícita, sino del caos sistémico por exceso de versiones, por sobre-información. Tanta que resulte imposible saber lo que es real. Los algoritmos en manos corporativas y sin supervisión de la autoridad pública, se encargan de amplificar la polémica social hasta el infinito, de modo que sea impracticable distinguir lo verdadero de lo falso. Y peor aún, que otorgue a lo falso el valor de lo verdadero y viceversa. La confianza mutua se deteriora hasta quebrarse los lazos inter-grupales e inter-personales, exacerbando el individualismo extremo, debilitando la construcción de un sujeto social que sea competente para hacer frente al desequilibrio de poder respecto de los grandes conglomerados. Y tal como la tenemos, la democracia resulta insuficiente para garantizar lo que su propia etimología sugiere: el gobierno del Pueblo. A menos que la repensemos a la luz de esta nueva realidad.

Palabras finales

Finalmente, comencemos por reconocer la racionalidad y la organicidad que están detrás de la crueldad y de la psicosis aparente de Milei. Continuemos por entender que las redes y las plataformas digitales han llegado para quedarse y que constituyen un nuevo territorio en disputa. Y concluyamos en el imperativo de construir un nuevo paradigma político de raíz humanista, profunda y no formalmente democrático. Para lo cual es necesario recuperar el valor de la política, como herramienta de la alianza Pueblo-Estado (entendido como el organizador de los bienes y derechos de propiedad universal y como poder de transferencia, no de disciplinamiento).

Y desde allí, desde esa única coalición socio-política capaz de hacerlo, encarar –esta vez sin quedarnos a mitad de camino- el desafío de modificar las palancas estratégicas que sostienen el modelo vigente y ponerlas al servicio de las mayorías, que viven en la desigualdad y el desamparo.