¿Por qué todo el mundo sabe detectar a un corrupto excepto quien debería sancionarlo?

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Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV

¿Usted alguna vez ha descubierto a alguien que anda en malos pasos, basándose en el hecho de que está manejando más dinero del que debería tener por su condición socioeconómica o su ocupación?

No me refiero exclusivamente a figuras públicas. Pueden ser también familiares, vecinos, amigos, conocidos, compañeros de trabajo o de estudio. ¿Verdad que no es tan complicado?

Entonces, uno se pregunta por qué a la dirigencia honesta del Gobierno y de los partidos políticos se le hace tan difícil atender oportunamente a estos inequívocos síntomas de que algo anda mal. Y otra pregunta podría ser: ¿por qué todo el mundo sabe reconocer el comportamiento de un presunto corrupto, salvo aquel que debería detectarlo y sancionarlo?

Por ejemplo, si un dirigente social, habitante de una vivienda modesta en una barriada o en una zona de modesta clase media es designado en un cargo de cierto nivel en la administración pública y se le ve, de la noche a la mañana, mudándose a una urbanización “exclusiva”, enfundado en ropas caras, desplazándose en vehículos de alta gama y revelando una hasta ahora desconocida afición por  la comida gourmet, ¿no sería bueno revisar sus ingresos para verificar que no se haya extraviado del camino correcto?

O una señora que se fajaba repartiendo las bolsas de CLAP y pasa a ser funcionaria de elección popular, tras lo cual -y de pronto- se compra una casa nueva y se  exhibe tan “tuneada” que parece salida de un video clip de hip hop… ¿no es incluso un deber verificar en qué anda?

[Estas preguntas, como tantas otras que suelen aparecer en estos artículos, son mafaldísticas. Esto significa que tienen algo de ingenuidad infantil, pero también intentan mostrar la agudeza de la chiquita de Quino. Hago esta acotación solo para algunos lectores que se empeñan en interpretar estas interrogantes como intentos de defender la inocencia de los altos funcionarios y altísimos dirigentes].

Los más recientes casos de personas con cargos públicos que se han enriquecido mediante la corrupción o la asociación con mafias de la droga o el combustible han traído al debate una cuestión tan elemental que a veces se obvia: la capacidad innata de los individuos y los colectivos para detectar el enriquecimiento súbito, inexplicable por vías legales de alguien de su entorno. Una capacidad que, al parecer, no se está aprovechando debidamente y, en algunos casos, hasta es objeto de castigo.

Está claro que los de corrupción son, por lo general, delitos de astucia, difíciles de probar, pero el gran mecanismo para sospechar de alguien que indebidamente “se está llenando” es su propia conducta. Los cambios en el modo de vida, las propiedades, los lugares frecuentados y hasta en la apariencia física son indicios contundentes. Tal vez no sean pruebas definitivas de culpabilidad suficientes para llevar el caso a un tribunal, pero sí lo son para que el protagonista de estas mutaciones sea puesto en observación, se le exijan explicaciones y, eventualmente, sea sancionado, al menos social o políticamente.

Entonces, preguntaría un Mafaldo, ¿por qué no se hace?

Cómplices en ejercicio y aspiracionales

De entrada, remitámonos al punto de la sociedad de cómplices, que tantas veces se ha denunciado. A mi politóloga predilecta, Prodigio Pérez, siempre le ha gustado hablar de “sociedad de cómplices y de aspirantes a cómplices”, pues se compone no solo de los que ya están metiendo la mano en las arcas públicas o beneficiándose de un negocio ilícito asociado a su condición de funcionarios, sino también de los que esperan hacerlo alguna vez, tan pronto les den el chance. Son los corruptos aspiracionales, los que ya están moralmente dañados, pero todavía no ejercen.

Si usted está participando en algún guiso o espera participar de él, mal puede ponerse a denunciar el guiso ajeno. No puede hacerlo porque le van a sacar a relucir su propio asunto secreto o va a cerrarse usted mismo la posibilidad de participar en alguna futura rebatiña. Todo el que se ha corrompido, o aspira a meterse en alguna movida, tiene que apoyar (explícita o implícitamente) al sistema que lo corrompió. Allí radica la robustez de estos malos procederes: son autosustentables.

Bueno, pongamos a un lado entonces a los otros corruptos y aspirantes a tales, descartémoslos pues ya se entiende que no van a echarle la partida para atrás a sus congéneres. Pero, preguntémonos ¿por qué muchos de los dirigentes decentes de la sociedad no hacen suficientes esfuerzos por poner en evidencia y sacar los frutos podridos de la caja? ¿Y por qué se ignoran las informaciones de inteligencia social que circulan profusamente sobre un alcalde, un concejal, un funcionario judicial o cualquier otro sujeto? ¿Por qué solo estallan los casos cuando los  escándalos se hacen inocultables o cuando alguien de muy alto nivel hace el planteamiento público?

El mal ejemplo de arriba


Los de arriba, dicho en el sentido piramidal del poder, son los principales culpables de esto, más allá de que ellos mismos o ellas mismas puedan ser o no parte de la red de corrupción.

Cuando el jefe es negligente o se hace de la vista gorda ante los desafueros de sus subalternos, dicta la pauta. En esas condiciones, para los supervisados honestos que están en los estratos intermedios o bajos, se torna demasiado difícil y riesgoso denunciar a alguien que muchas veces tiene mayor rango en el organismo en el que trabajan o en la organización en la que militan.

Los seres habilidosos para enriquecerse ilícitamente suelen tener  también la capacidad para ser -o aparecer como- amigos de los burócratas superiores, de los jefes máximos. Eso les permite, muchas veces, rodearse de un halo protector y, en consecuencia, que no se les denuncie formalmente por miedo a ponerse en la mala con los altos jerarcas.

Una pésima práctica en tiempos revolucionarios ha sido la de ignorar las señales clarísimas que daban algunos personajes del más alto perfil. Peor aún, se ha llegado incluso a castigar a sus denunciantes y a hacerles desagravios a los acusados. Luego, cuando ya los daños han sido irreparables,  los que debieron oír los llamados de alerta, suelen asumir poses de asco y convertirse en acusadores reiterativos de los mismos a los que antes ampararon.

[De hecho, hay varios casos de funcionarios públicos que formularon denuncias sobre manejos irregulares por parte de sus supervisores y fueron ellos (los denunciantes) quienes terminaron presos y señalados públicamente como corruptos, traidores a la Patria y terroristas. A esas personas sí se les ha aplicado “todo el peso de la ley”].

Tal vez el caso más notorio sea el de Rafael Ramírez, defendido a capa y espada por los más importantes  cuadros de la Revolución en vida del comandante Chávez y durante un tiempo después de su fallecimiento. De pronto, cuando cayó en desgracia, todo lo que antes se rumoró acerca de él terminó siendo verdad oficial, según las imputaciones de los mismos que antes fueron sus abogados más aguerridos.

La “cultura” de la ostentación

Los signos exteriores de la riqueza súbita resultan muy evidentes y aunque varían un poco con el paso del tiempo, son básicamente los mismos: viviendas, vehículos, joyas, viajes, restaurantes, hoteles, fiestas y, por supuesto, un séquito de amigos, amigas (póngale usted comillas a estas palabras, si le parece), familiares, choferes, asistentes y escoltas.

Estas expresiones de una “cultura” de la ostentación florecen en tiempos de bonanza, como los que Venezuela ha vivido varias veces. Pero no cesan, y por ello se tornan todavía más intolerables (para la población en general), en épocas de vacas flacas como las que ha estado atravesando el país durante los últimos siete u ocho años.

Si era difícil digerir el nuevorriquismo de los raspacupos (extraño subproducto de una sociedad encaminada al socialismo) durante la primera década del siglo, mucho más lo es ver ahora a funcionarios, inclusive de nivel intermedio, con las icónicas camionetas último modelo (algunos  se movilizan en auténticos convoyes de ellas), mientras se les dice a los pacientes de los hospitales que no hay ambulancia porque el país está experimentando una caída de 99% en sus ingresos fiscales petroleros. Es una incoherencia que clama al cielo.

¿Quién lanza la primera piedra?

Mucha gente se ha escandalizado con los casos denunciados en los últimos días, los que se suman a otros de años anteriores, como aquel del joven “revolucionario” que se hizo multimillonario mediante la especulación con el gas comunal, es decir, a costillas de la gente más pobre y necesitada.

Se han rasgado públicamente muchas vestiduras  en torno a, por ejemplo, el ya mencionado asunto de los vehículos de lujo. Pero no he se ha visto hasta ahora (¿o sí?) a nadie que parezca dispuesto a devolver el que tiene asignado (o, al menos, alguno de las que integran “su” caravana). Todos hablan como si fuese una conducta de los otros, pero bien se sabe que son miles los automóviles de esa gama que están en manos de burócratas de todas las instancias de los poderes públicos.

¿Habrá alguien que lance la primera piedra, que entregue “su” camioneta y comience a desplazarse como lo hace ese pueblo (en transporte público o en su vehículo particular), cuyos intereses ha jurado defender? [Perdón por dejar acá otra pregunta mafaldera].

Reflexión dominical sobre el 4F

Una instantánea revolución simbólica. A 30 años del 4F, se puede discutir qué tanto ha avanzado el proceso revolucionario en lo político, socioeconómico y cultural. Para algunos, mucho; para otros, nada; y para otros más, se avanzó mucho y luego se retrocedió. Pero hubo aspectos en los que la revolución fue instantánea, sobre todo en lo simbólico.

Algunos referentes cambiaron de significado y otros aparecieron, por vez primera, en aquellas horas vertiginosas y han permanecido hasta la actualidad.

El verde oliva de los uniformes militares arrastraba una estela de repudio y desconfianza, desde tiempos remotos, que se vio acentuada por los sucesos de febrero y marzo de 1989. El 4F, pasó a ser, por el contrario, un inequívoco signo de rebeldía popular.

La bandera nacional, anestesiada como emblema anodino por las élites políticas y culturales, se repotenció ipso facto.

El Libertador  Simón Bolívar, igualmente, dejó de ser estatua y frase rimbombante, para trastocar en presencia activa y tema de debate cotidiano.

La boina roja se irguió como ícono de una insurrección apoyada abierta o sentimentalmente por amplios sectores nacionales.

La piel y los rasgos mestizos del comandante Hugo Chávez, convertido en inesperado héroe de una aparente derrota, rompieron con seculares expresiones del endorracismo colonialista.

Y, finalmente, la voz acerada del recién inaugurado líder, a través de un par de palabras, «por ahora», se hizo lema de un ya irreversible viraje político.

Sobre lo que ha pasado después y lo que está pasando en la actualidad, la controversia siempre estará encendida. Pero son pocos los que niegan que aquel día ocurrió un genuino momento revolucionario.  Qué gran privilegio fue haberlo vivido.