Las transiciones del mundo: dónde y hacia dónde
Boaventura de Souza Santos
Durante los últimos cien años se ha hablado mucho acerca de transiciones entre tipos de sociedad y entre civilizaciones, y se han construido muchas teorías de la transición. Según el antropólogo francés Maurice Godelier, la transición es la fase particular de una sociedad que encuentra cada vez más dificultades en reproducir el sistema económico y social en el que se funda y comienza a reorganizarse sobre la base de otro sistema que se convierte en la forma general de las nuevas condiciones de existencia. Las transiciones más estudiadas en las ciencias sociales fueron las siguientes: de la edad media a la edad moderna, del feudalismo al capitalismo, del capitalismo al socialismo, de la dictadura a la democracia.
En las últimas décadas, con el colapso de la Unión Soviética, las transiciones del socialismo de tipo soviético al capitalismo han sido muy estudiadas. Los signos de los tiempos nos obligan a pensar en dos tipos de transición aún poco estudiados: la transición de la democracia a dictaduras de nuevo tipo; y la transición de época del paradigma moderno de explotación ilimitada de los recursos naturales (la naturaleza nos pertenece) a un paradigma que promueve la justicia social y ecológica, tanto entre los humanos como entre los humanos y la naturaleza (nosotros pertenecemos a la naturaleza).
La primera transición apunta a una profunda crisis de la democracia, mientras que la segunda apunta a la profunda crisis de los modelos de desarrollo económico-social que han dominado en los últimos cinco siglos. Son transiciones de signo opuesto porque, si se consuma la primera transición, es difícil imaginar que pueda ocurrir la segunda. Es bueno tener esto en cuenta, pues quien aspire a que se produzca la segunda transición tiene que luchar para que no ocurra la primera. Voy a explicar por qué.
La crisis de la democracia
El modelo de capitalismo que hoy domina es cada vez más incompatible con la democracia, incluso con la democracia de baja intensidad en la que vivimos, una democracia centrada en democratizar las relaciones políticas y dejar que sigan imperando los despotismos en las relaciones económicas, sociales, raciales, etnoculturales y de género. Me refiero a la prioridad de los mercados sobre los Estados en la regulación económica y social; la mercantilización de todo lo que puede generar ganancias, incluidos nuestros cuerpos y mentes, nuestras emociones y sentimientos, nuestras amistades y nuestros gustos; relaciones internacionales dominadas por el capital financiero y los superricos.
El crecimiento global de las fuerzas de extrema derecha es el síntoma más visible de la profunda crisis de la democracia. Pero hay otros: la facilidad con que la guerra de la información impide el pensamiento y suscita emociones que incitan al conformismo y pasividad ante los opresores o a la rebelión contra los falsos agresores; la elección recurrente de gobernantes mediocres incapaces de gobernar y de pensar estratégicamente; el contrarreformismo conservador de los tribunales y la impunidad de los poderosos; la creación artificial de un ambiente de crisis permanente cuyos costos recaen siempre sobre las clases sociales más vulnerables; y el comportamiento de los partidos de extrema derecha que cuanto más antidemocráticos y violentos son, más suben en las encuestas.
No se puede excluir la posibilidad de que el empeoramiento de la crisis socioeconómica lleve al colapso de las instituciones democráticas. Lo que sucedió en Sri Lanka el pasado 9 de julio es una advertencia perturbadora: descontenta con el costo de vida y el colapso de la economía, la multitud invadió el palacio presidencial y el presidente, incapaz de resolver los problemas del país, huyó al exterior.
La desfiguración de la democracia es cada vez más evidente. Teniendo como objetivo original garantizar el gobierno de las mayorías en beneficio de las mayorías, la democracia se está convirtiendo en un gobierno de minorías en beneficio de las minorías. Si al comienzo de la invasión de Ucrania se hubiese realizado una encuesta a la opinión pública europea sobre la continuación de la guerra o la negociación inmediata de la paz, estoy seguro de que la respuesta a favor de la paz sería abrumadoramente mayoritaria. Sin embargo, ahí está la continuidad de la guerra con su innegable y, hasta ahora, única certeza: los grandes perdedores son el pueblo ucraniano y los demás pueblos europeos. Nada de esto sucederá en vano.
Será bueno señalar de entrada que fueron los gobiernos más autoritarios (Hungría, Turquía) y los partidos de extrema derecha los que menos entusiasmo mostraron por el vértigo bélico y antirruso que los neoconservadores norteamericanos lograron imponer en Europa a través de una guerra de información sin precedentes. Así es como el imperialismo norteamericano en nombre de la democracia promueve la autocracia.
Las nuevas dictaduras que se anuncian en el horizonte no prohíben la diversidad política partidaria, más bien eliminan la diversidad ideológica entre las diferencias partidarias. No eliminan la libertad, la reducen a un menú de libertades autorizadas. No hostilizan el ejercicio de la ciudadanía, inducen a los ciudadanos a hostilizarlo o a serle indiferente. No reducen la información, la aumentan hasta el agotamiento por la repetición siempre igual y siempre diferente de lo mismo. No eliminan la deliberación política, hacen que la deliberación sea tanto más dramática cuanto más irrelevante, dejando las “verdaderas” decisiones a cargo de entidades no democráticas, ya sean Bilderberg, Google, Facebook, Twitter, BlackRock, Citigroup, deep state, etc.
La crisis ecológica y el extractivismo
Las regiones del mundo que más intensamente sufren la crisis ecológica son África, algunas islas del Pacífico y algunos países del sur de Asia (Bangladesh), pero donde más se ha discutido al respecto es en Europa y América Latina. Ante la actual ola de calor y sus consecuencias, el Secretario General de la ONU declaró recientemente que la humanidad se enfrenta a una elección existencial: “o acción colectiva o suicidio colectivo”.
Ya a fines de mayo de 2020, la temperatura al norte del Círculo Polar Ártico alcanzó los 26 grados centígrados. Un poco más al sur, en Siberia –esa región del mundo que se usa como referencia de algo muy frío–, las temperaturas alcanzaron los 30°C. En 2020, el hielo oceánico glacial del Ártico experimentó la mayor disminución jamás registrada en solo un mes. Entretanto, se está construyendo un nuevo continente, el continente de los plásticos en pleno Océano Pacífico, que se extiende desde California hasta el archipiélago de Hawái.
Durante muchos miles de años, los seres humanos se han concentrado en las regiones tropicales y templadas de la Tierra. Si continúa el ritmo actual de calentamiento global, entre 1.000 y 3.000 millones de personas quedarán en los próximos 50 años fuera del nicho climático donde se concentra actualmente la mayor parte de la población mundial: la parte sureste del continente asiático. Uno de los países más gravemente afectado por las inundaciones asociadas a los monzones es Bangladesh, con cerca de una cuarta parte de su territorio inundado, situación que afecta a más de cuatro millones de personas.
La injusticia ambiental es hoy una de las más graves y quizás la menos discutida. El dióxido de carbono (CO2) responsable del calentamiento global permanece en la atmósfera durante muchos miles de años. Se estima que el 40% del CO2 emitido por los humanos desde 1850 permanece en la atmósfera. Así, aunque China sea hoy el mayor emisor de CO2, lo cierto es que, si tomamos como referencia el periodo 1750-2019, Europa es responsable del 32,6% de las emisiones, EE.UU. 25,5%, China 13,7%, África 2,8% y Latinoamérica del 2,6%. Cada vez es más evidente que la acción colectiva pedida por Guterres no puede dejar de tener en cuenta esta dimensión de la injusticia histórica (casi siempre superpuesta a la injusticia colonial).
Los modelos de desarrollo industrial vigentes desde finales del siglo XVIII se basan en la explotación ilimitada de los recursos naturales. Sus dos versiones históricas, el capitalismo y el socialismo soviético (entre 1917 y 1991), fueron muy similares en su relación con la naturaleza. El productivismo era la otra cara del consumismo, y ambos se basaban en un crecimiento económico infinito. Europa recurrió al colonialismo y al neocolonialismo para apropiarse de los recursos naturales que le faltaban y que abundaban en otras regiones del mundo.
En éstas, las élites económicas y los Estados encontraron en la intermediación de la explotación de los recursos naturales una de las principales fuentes de su poder económico. Hasta hoy. En América Latina, este modelo económico se denomina actualmente neoextractivismo para distinguirlo del extractivismo que dominó durante el período del colonialismo histórico. En este continente está abierto el debate sobre la transición de este modelo de desarrollo a otro, ecológicamente sustentable, llamado Buen Vivir, expresión traída al debate por el movimiento indígena.
Es él quien más se ha destacado en la lucha por otra concepción de la naturaleza basada en la idea de que la naturaleza es la fuente de toda vida, incluida la vida humana, y por lo tanto debe ser respetada, so pena de cometer el “suicidio colectivo” mencionado por Guterres.
Una de las principales líneas de fractura dentro de las fuerzas políticas usualmente consideradas de izquierda es entre quienes quieren mantener el modelo neoextractivista para generar recursos que mejoren las condiciones de vida de la mayoría de la población empobrecida; y aquellos para quienes este modelo no solo destruye la ya precaria supervivencia de las poblaciones en las regiones donde se explotan los recursos, sino también perpetúa el poder de las élites rentistas, agrava aún más la desigualdad social y produce el desastre ecológico.
En Europa, el debate parece limitarse a las modalidades de la transición energética. Cambiar los modelos de consumo no está en el horizonte. Es una ecología de los ricos que se satisface con coches eléctricos, siempre y cuando cada familia de clase media siga teniendo dos coches, olvidando, además, que las baterías de los coches eléctricos utilizan recursos minerales no renovables (litio). Para la perspectiva dominante, es anatema reducir el consumo no esencial o proponer una economía sin crecimiento.
Mencioné anteriormente que la crisis de la democracia y la crisis ecológica están vinculadas. La guerra de Ucrania, al implicar la profundización de la crisis de la democracia, implica también la profundización de la crisis ecológica. Basta tener en cuenta cómo la crisis de la energía fósil provocada por la guerra evapora todas las buenas intenciones de la transición energética y las energías renovables. El carbón ha regresado del exilio y el petróleo y la energía nuclear se están rehabilitando. ¿Por qué es más importante perpetuar la guerra que avanzar en la transición energética? ¿Qué mayoría democrática decidió en ese sentido?
Traducción de José Luis Exeni Rodríguez