La línea recta

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EDUARDO ALIVERTI | Los conceptos de esta nota intentan dividirse en dos partes. De ahí a que se las juzgue complementarias, o no, depende del análisis de cada quien.

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Un primer tramo es de contraste, y netamente objetivo, porque remite a cómo reacciona el frente opositor –con sus generales mediáticos a la cabeza– ante lo que llaman el nuevo rostro gubernamental, la reocupación del centro de la escena, el cambiar algo para que nada cambie y sucedáneos. Las dos críticas básicas y unánimes empleadas contra el kirchnerismo eran, en cuanto a su estilo, que regía la lógica del azote, el sectarismo, la falta de comunicación de sus referentes principales por fuera de Cristina. Guillermo Moreno era la suma de todos los males de la Nación. El ministro de Economía resultaba virtualmente inexistente. El jefe de Gabinete ejercía un rol de mero amanuense cristinista sin mayor dedicación laboral, ni capacidad de construcción política. Carlos Zannini implicaba el verdadero poder en las sombras y, como corolario de esas y varias deficiencias similares, todas relacionadas con una gestión encerrada entre cuatro paredes de Olivos, los K y la Presidenta misma habían ingresado en un ocaso irreversible. El segundo factor en que se resumían los cuestionamientos más feroces era el aislamiento internacional, que jamás alude al contexto de la región sino al juicio dispensado contra la Argentina en los centros de la timba financiera planetaria. Eramos una máquina de apartarnos del mundo, de no conseguir crédito en ningún lado, más allá de los favores del chavismo cuando las papas quemaban; de tener actitudes pueriles con discursos antiimperialistas perdidos en el tiempo. Y por supuesto, todos esos aspectos de continente y contenido se revestían con una gravísima afectación a las instituciones de la república: un Congreso que se desempeñaba como escribanía del Ejecutivo, funcionarios que no daban explicaciones, dirigentes compadritos que decían lo que Cristina no debía decir. Así era todo hasta que, derogado el secreto anhelo de que la jefa volviese parecida a una planta, la jefa reapareció pero para sacudir el tablero de un modo que nadie esperaba porque, según el manual adjudicado al kirchnerismo por los antikirchneristas, el oficialismo no tiene entre sus méritos la sabiduría de pegar los volantazos que corresponden. Algo deberían haber aprendido cuando el fallo de la Corte por la ley de medios audiovisuales los dejó con el traste hacia el norte, a las pocas horas de que los números electorales les hicieran pensar –o apenas creer, o decir que creían– en una fase terminal. No hubo caso. Curiosamente, si se quiere, no registraron que los kirchneristas se mueven mucho mejor en la adversidad que con el viento de cola. Parecen no haber aprendido de la reacción oficial tras el voto no positivo de Cobos; ni de cuando la derrota bonaerense en 2009, que hoy terminó en las huestes de De Narváez habiendo caído del 35 por ciento de los votos a menos del 6 y sumando a la mano derecha del empresario, Gustavo Ferrari, como asesor general de Daniel Scioli. Pino Solanas emergió como trabajador de TN. Elisa Carrió admitió que cuando la agobia el cansancio dice pavadas, lo cual obliga a pensar si acaso no necesita descansar mejor. Y Sergio Massa, a todo esto, se dedicó a pasear por España para contar que su misión a partir de 2015 será reinsertar a Argentina en el mundo. Después abrochó con Scioli el acuerdo por la sanción del presupuesto provincial, que los órganos de la derecha prefirieron interpretar como un símbolo de políticos “responsables” porque, claro, ¿cómo harían para juzgar que Massa va al pie de Scioli? ¿Cómo hacen para que eso no se traduzca en la lectura de que el intendente de Tigre ya advirtió no tener fuerza suficiente para largarse solo?

La cosa es que, si de estilos se trata, debutaron un jefe de Gabinete del que no se sabe cuándo duerme y un ministro de Economía bien activo. Capitanich tiene a los periodistas corriendo de un lado para otro; da las conferencias que tanto reclamaban en horarios de primera mañana; contesta sobre absolutamente todo lo que quieren, y la única pausa que tuvieron los colegas fue impuesta por el drama nacional de la muerte de Ricardo Fort. Kicillof arrancó con otro tanto, aunque más especificado en los temas que le competen. Pero ahora resulta que Capitanich tiene una sobreexposición de pantalla y que Kicillof no sabe de grandes negocios privados. Que el chaqueño aparece con semejante protagonismo porque Cristina no está bien. Que “el soviético” deberá exponer la articulación entre su medalla de honor en la UBA y la práctica concreta en el barro de un cargo público tremendo. Que Carlos Casamiquela, nuevo ministro de Agricultura, es hombre sabedor de que el fuego quema y el agua moja, pero que es incierto si Cristina no lo tendrá demasiado corto. Que Moreno se habrá ido, pero que si hablan de acuerdo de precios quiere decir que algo quedó. Y respecto de los contenidos, ahora que el Gobierno cerró trato con españoles y mexicanos por la nacionalización de YPF resulta que se blanqueó la hipocresía del relato. Ahora que se vuelven a intentar relaciones con el mundo “desarrollado” de las finanzas, pasado el diluvio y la obligación progre de acomodar las cartas con recetas propias, resulta que nos bajamos los pantalones. Ahora que el Congreso no fue una escribanía y saltó la discusión por la reforma del Código Civil, pasa que se consintieron las presiones eclesiásticas. Algunas de estas observaciones podrían ser atendibles, pero el centro no queda ahí, sino en el interrogante de cuál adminículo les vendrá bien. ¿O es que ahora asistiremos al espectáculo de que los medios opositores corran al kirchnerismo por izquierda?

Sin embargo, sería pobre o deshonesto agotar la mirada en esos señalamientos porque, a fin y al cabo, no son más que el apunte de una oposición inmersa en profundas contradicciones. O, si se prefiere, que sabe lo que quiere pero no lo puede decir. El repaso por las medidas que está adoptando el oficialismo debe ser mediante un examen propio, descontaminado del rechazo que despiertan los brulotes o las ridiculeces de enfrente y por más arduo que sea evitar las comparaciones. Acerca de lo estilístico, no hay dudas: el Gobierno necesitaba una oxigenación y está muy bien que, de una vez por todas, con la salud de por medio y al margen de necesidades electorales (o precisamente por eso), la Presidenta se preserve y deje de concentrar cuanta energía haya dando vueltas. Pero es más complicado cuando se va a los fondos porque, en efecto, hay músicas que no suenan armoniosas para los gustos del, digamos, libro gordo de la ultranza progresista. Quizás, es más por el contraste grueso frente a algunas arengas y declaraciones de otros momentos que por las medidas en sí. ¿Dónde está escrito que no hay etapas sino cursos inamovibles? Argentina salió de su incendio porque fue a contramano de las fórmulas de ajuste tradicional. Reactivar el mercado interno supuso patear para adelante cuestiones nodales, como la energética, y el crac internacional conllevó que tarde o temprano habría que barajar de nuevo para el despegue productivo y la obtención de divisas. El propio crecimiento del país, a tasas chinas durante un buen período y en la actualidad sin esa adjetivación pero aún creciendo, desafía la búsqueda de recursos para sostenerlo. Transformar en un escándalo principista la experimentación y explotación en Vaca Muerta –que en unos años podría cambiar radicalmente el mapa económico de largo plazo– o el acuerdo con Repsol, para volver a la posibilidad de tener capital de riesgo intensivo porque de otra manera no hay puerta que se abra, es una berretada ideológica. Eso no es izquierda. Es izquierdismo. ¿Qué tal si le dicen a Venezuela que deje de exportar el 30 por ciento de su petróleo a los Estados Unidos, porque el imperialismo no se lo merece? ¿O a Correa que no ate los barriles a la voracidad china porque no se hacen negocios con una dictadura? ¿O a Brasil que se las arregle con Petrobras y listo? ¿Y a Cuba que no se le ocurra probar con el cuentapropismo porque los Castro no entienden nada y la van a infectar sin retorno? La clave es quién conduce, en qué dirección distributiva y con cuál eficiencia. De ahí para arriba se discute, y para abajo son histerias infantiles.

Hay así una oposición desconcertada, para variar. Y a la par, visto desde un kirchnerismo exclusivamente “romántico”, el riesgo de estar sufriendo un retroceso. En estos días no faltaron, sobre lo segundo, motivos de inquietud. Ese bochorno de haberle cedido a la Iglesia, se supone que Papa argentino mediante, sus más caras aspiraciones de que un conjunto de células es persona. Eso de haber quitado el sentido social de la propiedad en el proyecto de reforma del Código Civil y Comercial. Miguel Angel Pichetto, jefe de los senadores kirchneristas, admitió que votó esas cosas por obediencia partidaria y, nunca, por convicción personal. La pregunta sería qué se hace con eso, más política que ideológicamente. Es decir: si darle o no una dimensión estructural. ¿Se mira la realidad por el ojo de la cerradura, como decía Jauretche? ¿Como Capitanich es un ferviente católico antiabortista el resto se convierte en un cúmulo de aspectos secundarios? ¿Como se llegó a un acuerdo con Repsol se tiraron las banderas patrióticas por la ventana? ¿Como hacen falta dólares y financiamiento se prueba que el Gobierno demuestra ser un apéndice de capitalismo salvaje, hasta ahora bien disimulado, y listo el pollo analítico? ¿Es así de fácil?

En verdad que no. Es así de fácil para quienes creen que sólo se avanza en línea recta.