La construcción democrática de la paz en Venezuela

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Miguel Ángel Contreras Natera|

La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado (1986), de la que escribía Norbert Lechner en el siglo pasado, supone un ejercicio reflexivo orientado por el pensamiento crítico. Implica, en palabras de Theodor Adorno, criticarse a sí mismo sin contemplaciones para desenmascarar lo olvidado en la procesión triunfal del capitalismo histórico. Sobre todo, por las urgencias que nos convocan a pensar la profundidad de la crisis económica, política y cultural en Venezuela que no están exentas de estrategias globales con anclajes geopolíticos y geoeconómicos.

Implica reconocer los intereses globales que atraviesan los Game of Thrones en el juego de máscaras de la política nacional. En consecuencia, renunciar al horizonte de la crítica significa capitular ante las acuciantes tensiones que nos envuelven nacional y regionalmente. Mantener abierta la conflictividad de esta urgente reflexión no representa ceder a la fascinación del abismo, sino comprometerse con una lucha que es ética, política y material, en tanto los dispositivos de muerte desestabilizan los mandatos universales que reconocemos como morales: sea el respeto a la vida, a la integridad y al bienestar del otro.

La sombría encrucijada que se cierne sobre nosotros, sujeta a los laboratorios de la guerra y el exterminio, construye una perversión demoniaca anclada en impulsos primarios de agresión y destrucción. La muerte se trivializa, serializa y banaliza hasta convertirse en una omnímoda estadística al servicio de los diagramas de terror. Se utiliza retóricamente el estado de naturaleza como estado de guerra para fundar sobre el atomismo de base natural el futuro del Estado de derechos. Recreando la ficción normativa del liberalismo.

Estamos en guerra es el principio de realidad que se inocula desde los laboratorios del terror. La sociedad resultante se organiza alrededor de la venganza. El dolor real y virtual es resignificado como pecado, como culpa, como castigo en una economía simbólica del porvenir del nuevo soberano. Se estrecha la noción de lo humano en tanto lo expulsado del campo significante es segregado, excluido, proscrito para en la excomunión de la comunidad nacional construir la pureza del nuevo concepto de humanidad.

En esta dirección, la estereotipación social y cultural se convierte en una jaula de hierro que limita el pensamiento y la acción políticas al construir enemigos ficticios que solo acechan a intereses corporativos al servicio de la acumulación capitalista. Esto supone el exterminio de los otros monstruosos considerados radicalmente inferiores. En este caso, las percepciones de injusticia del campo de fuerzas de la polarización justifican los sentimientos de desprecio social que circulan en las redes sociales como formas de invisibilizar al otro.

Y ello, es dramático, en tanto la invisibilidad social tiene el carácter material, simbólico y expresivo  de manifestar que “el sujeto afectado es observado por otra persona como si no estuviera en el espacio correspondiente” (Honneth,2009:169). Se trata de un racismo liberal, tan devastador y tan activo, que peligrosamente va construyendo en la venganza el único camino posible y deseable de la sociedad venezolana.

La desestructuración de la sociedad se manifiesta en la exacerbación de representaciones sociales que apuntan a fragmentar la experiencia produciendo un “desmoronamiento no sólo y no tanto de las instituciones políticas como del conjunto de los límites mediante los cuales los seres humanos se distinguen entre sí, entre lo bueno y lo malo, lo lícito y lo prohibido, lo propio y lo ajeno, lo racional y lo loco” (Lechner,1986:10). Y es lícito pensar que la pérdida de los límites de la experiencia del yo (locura, caos y segregación) que se presenta como comportamiento social generalizado faculta cualquier salida a la profunda crisis venezolana.

Por tanto, la guerra como acontecimiento plausible entra en el cálculo político del debate sobre los destinos colectivos del país. La deshumanización del otro licencia a su aniquilamiento total, sobre todo, por las características destructivas de la guerra moderna con las justificaciones teológicas, morales y estratégicas ancladas en los conceptos imperiales de Estados fallidos y daños colaterales. El discurso sobre la necesidad de la guerra se injerta, mediante el discurso histérico, en el uso de lo arbitrario como base de toda construcción lógica. Lo arbitrario funda la posibilidad del aparato de guerra en tanto presupone una investidura heroica que soporta este diagrama de terror. La represión es función de la solicitud de rectificación estableciendo la marca de un límite en una transitoria economía del displacer. La política como ámbito de construcción de sentidos colectivos, plurales y democráticos es desplazada por la instrumentalización del mundo dando espacio a las soluciones tecnocráticas.

El conflicto político es intrínseco a las sociedades humanas en cuanto constatación fáctica de las pluralidades político-culturales que la atraviesan. Justamente, la construcción de un orden deseable, sólo es posible asumiendo la conflictividad constitutiva de la experiencia humana. Y en este tópico crucial, precisamos avanzar en la construcción social orientada por el reclamo ético de la comunidad que somos. La comunidad es lugar y resultado de la lucha por el reconocimiento. Individuo y comunidad no son entidades antagónicas sino momentos mutuamente constitutivos de las sociedades humanas. Porque la comunidad no es distinta de la comunicación de las singularidades, no es un ser común es un ser en común.

En consecuencia, es necesario inscribir estas reflexiones dentro de una eticidad democrática orientada por una política del reconocimiento como la desarrollada por Hegel. Este punto presupone una concepción intersubjetiva de la conciencia humana que se oponga a las políticas de secesión que invocan con tanto fervor los defensores de la atomización democrática. Y obviamente, la política del reconocimiento se presenta como una recuperación de las formas de interiorización de normas de acción, que resultan de la generalización de las expectativas de todos los miembros de la sociedad, mediante un ejercicio orientado a restablecer con todas sus complejidades nuestro sentido de comunidad nacional. Indudablemente, esto nos retrotrae a la topología fronteriza del debate sobre la soberanía, cuestión que nos convoca a pensar al soberano en su intrínseca pluralidad y al poder constituyente en su originariedad, para visibilizar sus estocásticas consecuencias.

Problematizar este sentido plural de comunidad pasa por reconocer que “hay que enfrentar al Otro, no para aniquilarlo sino para asumir la diferencia y así reconociendo al Otro, poder reconocerse a sí mismo. A través del conflicto reconozco la libertad del Otro como condición de la propia libertad” (Lechner,1986:13). Remitirnos al litigio inmanente del orden sensible supone reconocer que las desidentificaciones que han configurado las formas de subjetivación de los últimos treinta años en Venezuela inauguran un nuevo sentido de la política anclados en presupuestos democráticos, plurales, críticos y socialistas. Recuperar el sentido de lo político pasa por revalorizar la originariedad democrática del poder constituyente en su carácter fundante. “La política siempre es torcida por la refracción de la igualdad en libertad.

Nunca es pura, nunca está fundada sobre una esencia propia de la comunidad y la ley” (Rancière,1996:83). Por el contrario, se fundamenta en el reconocimiento existencial que se encuentra en las bases de las sociabilidades que nos constituyen. La política se convierte entonces en la condición indispensable para la construcción democrática de la paz en tanto es el espacio de las contingencias, las estrategias, las fronteras y los litigios, entre otros aspectos. La política es un ámbito de redención que adquiere un sentido trascendente cuando la exclusión, la desigualdad, la belleza, la bondad encuentran en la escucha, en la voz y en la potencia de los sin-parte el sujeto de su reflexión crítica. Como diría Aime Cesaire, sigue siendo el espacio de transformación para quienes desean un lugar en la cita de la victoria.

Referencias bibliográficas

Honneth, Axel (2009) La sociedad del desprecio, Editorial Trotta, Madrid

Lechner, Norbert (1986) La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, Siglo XXI Editores, Santiago de Chile

Rancière, Jacques (1996) El desacuerdo, Editorial Visor, Buenos Aires