En qué se ha convertido la socialdemocracia
Joaquín Estefanía
Año 1976: un Felipe González que todavía casi es Isidoro (su nombre en la clandestinidad) define el socialismo de un modo heterodoxo: “El socialismo es la profundización de la democracia”. Probablemente hoy sigue pensando lo mismo. Tres años después, en 1979, el PSOE abandona el marxismo como ideología oficial. A partir de entonces el marxismo será considerado tan solo como “instrumento teórico, crítico y no dogmático dentro del programa político”. Una doctrina más dentro del armazón ideológico de los socialistas españoles.
En el congreso extraordinario en el que se aprueba el cambio, González lo desarrolla: “Que no se tome a Marx como la línea divisoria entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto porque [ello] está contribuyendo a enterrarlo, y mucho más profundamente que lo entierra la clase burguesa o reaccionaria de este país y de todos los países del mundo. No se puede tomar a Marx como un todo absoluto, no se puede, compañeros. Hay que hacerlo críticamente, hay que ser socialistas antes que marxistas”.
Noviembre del año 2021: el Partido Comunista de España celebra su centenario. Aimar Bretos (Hora 25, cadena SER) entrevista a su secretario general, Enrique Santiago. “¿Qué es ser comunista hoy?”, le pregunta: “Ser comunista hoy es garantizar todos los derechos humanos para todas las personas, para todos: los derechos civiles, políticos y sociales. (…) los derechos colectivos como son el derecho al trabajo, a la seguridad social, a la educación, el derecho a la vivienda, no son tan exigibles. Ahí, en algún momento, nos han engañado. Los comunistas debemos defender que todos los derechos son iguales para todas las personas (…).
El entrevistador insiste: “La socialdemocracia hace la misma definición que ha hecho usted ahora…”. Santiago responde: “No creo, porque la socialdemocracia siempre ha sido muy connivente con las políticas neoliberales, con recortes, entiende que no es necesario redistribuir tanto, no tiene sistemas fiscales absolutamente progresivos…”. Y Bretos remata la entrevista: “Pablo Iglesias dijo el lunes, en la misma silla en que está usted, que ellos hacen políticas socialdemócratas…”.
Octubre 2022, El HuffPost: ¿Qué es una política de izquierdas en el siglo XXI? Contesta Íñigo Errejón, de Más País: “Es hacer de los débiles, fuertes. Hay que cuidarlos con derechos, instituciones, afectos, comunidad, tejido asociativo…”
No se puede decir que haya un exceso de acumulación ideológica.
En términos programáticos —no de práctica política— ¿qué diferencia a un socialdemócrata de la izquierda a su izquierda? Ahora, en la tercera década del siglo XXI, el debate sobre el peso exacto del marxismo en el proyecto socialista está casi totalmente diluido. El socialismo se presenta como un proyecto con vocación mayoritaria, que sigue aquella máxima de Octavio Paz: “El hecho de que haya habido respuestas equivocadas no quiere decir que las preguntas no sigan vigentes”.
En un principio, siglo XIX, la socialdemocracia fue una tendencia revolucionaria difícil de diferenciar del comunismo, que pretendía acabar con la división de la sociedad en clases, terminar con la propiedad privada de los medios de producción y, en definitiva, destruir al capitalismo; la democracia y la vía parlamentaria para conseguirlo eran “trampas de la burguesía”.
En los años veinte del siglo actual se semeja muy poco a aquello: la socialdemocracia ha devenido en sinónimo de socialismo democrático. En Homenaje a Cataluña, George Orwell escribe que “lo que atrae a las personas corrientes al socialismo y hacen que estén dispuestas a arriesgar la vida por él es la mística del socialismo, la idea de igualdad”. En ello coinciden ahora progresistas de todos los colores y graduaciones.
Hasta tal punto se ha contaminado el concepto de “socialismo” por su asociación con las distintas dictaduras del siglo XX (nacionalsocialismo, socialismo real,…), que en muchas ocasiones se le va excluyendo de la discusión pública y se habla de socialdemocracia. Ésta representa un compromiso que implica la aceptación de un capitalismo de rostro humano y de la democracia parlamentaria como marcos en los que se van a atender los intereses de amplios sectores de la población.
La edad de oro de la socialdemocracia coincidió con la edad dorada del capitalismo, “los treinta gloriosos” (desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la primera crisis del petróleo): aquellos en que más creció la economía, hubo pleno empleo y disminuyeron las desigualdades a través del welfare state. Son los años en que la socialdemocracia se hace fuerza hegemónica. Tuvo más influencia y más porcentaje de votos que en cualquier otro momento de la historia.
En el año 1959, las ideas con las que habían estado gobernando los socialdemócratas se institucionalizan. En Bad Godesberg, el todopoderoso Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) abandona el marxismo y se transforma en una formación partidaria de la economía social de mercado, identificando directamente al socialismo con la democracia. El SPD propone crear un nuevo orden económico y social conforme a los “valores fundamentales del pensamiento socialista, la libertad, la justicia y la mutua obligación derivada de la común solidaridad”. La consigna central de Bad Godesberg será: “competencia donde sea posible, planificación donde sea necesaria”.
A partir de ese momento, a la socialdemocracia le bastan los principios de la Revolución Francesa —libertad, igualdad, fraternidad— al que añade la responsabilidad. La gran pasión socialdemócrata será la universalización: de las pensiones, la educación, la sanidad.
Lo que en algún momento se denominará sus principios inmutables son el compromiso con la democracia, las medidas de distribución de la renta y la riqueza, la regulación de la economía, y la extensión del Estado de Bienestar “desde la cuna hasta la tumba”. La herramienta fundamental será un Estado democrático fuerte para moverse dentro de la economía de mercado, incluso para garantizarla.
Hay dos ingredientes básicos en la naturaleza de la socialdemocracia: el reconocimiento de que el capitalismo es un sistema inestable en su funcionamiento y poco equitativo al distribuir sus resultados entre los ciudadanos, y que ambas características negativas podrían corregirse mediante una adecuada intervención del Estado. Esa intervención la han de decidir los políticos, no los economistas.
Contra lo que a veces se cree, las nacionalizaciones no son una de las señas de identidad principales de la socialdemocracia, aunque fueron aplicadas en algunos países como en el Reino Unido de Clement Attle o la Francia de Mitterrand.
A partir de los años setenta del siglo pasado, la socialdemocracia pierde muchos apoyos electorales. En primer lugar, por su ineficacia en la lucha contra la inflación motivada por las dos crisis del petróleo: los que habían domado el paro eran incapaces de hacerlo con los precios.
Pero más allá, por una serie de cambios sociológicos profundos que alterarán las circunstancias vitales: un progresivo decaimiento de la clase obrera tradicional —que era su base electoral objetiva— y la aparición de una emergente clase media; como consecuencia de ello y de la revolución tecnológica, el declive de la afiliación sindical; la transición demográfica (de una sociedad de jóvenes a una sociedad de viejos), que pone en peligro la viabilidad del Estado del Bienestar; la ruptura del equilibrio entre el capital y el trabajo que se había establecido en los “treinta gloriosos”, etcétera.
Dos acontecimientos en el último medio siglo resucitan la idea de la crisis de la socialdemocracia: la revolución conservadora de los años ochenta y la Gran Recesión del año 2008. Ante la fortaleza de los postulados ideológicos de Thatcher y Reagan, una parte de la socialdemocracia pone en circulación la llamada “tercera vía”. Sus principales protagonistas eran poderosos: el americano Bill Clinton, el británico Blair y el alemán Schöder.
Trataron, básicamente, de reconciliar la política económica de la derecha conservadora con la política social de la izquierda, para buscar el centro, que es donde, se suponía, se ganan las elecciones. Punto medio entre el socialismo y el liberalismo, la balanza se inclinó más hacia el último: leves pulsiones de socialismo reformador en medio de un movimiento desregulador, con rebajas de impuestos y una participación menor del Estado en la economía social de mercado.
En el mejor de los casos, se hablaba de centro-izquierda. Cuando le preguntan a Thatcher cuál es su herencia intelectual, responde: “Mi mejor legado es Tony Blair”. El préstamo que la izquierda socialdemócrata había tomado de la obra de Keynes se diluye. El economista de Cambridge era un liberal que había dejado escrito: “Cuando se llegue a la lucha de clases como tal [ella] me encontrará del lado de la burgeoisie ilustrada”.
La tercera vía generó un intenso debate en el seno de la socialdemocracia: si fue su excesivo centrismo el que la llevó a resultados electorales flácidos o es al revés: si la disminución de los apoyos electorales es la que explica el giro al centro en muchos países. Ello se acentuó con la Gran Recesión que comenzó en 2008.
En el momento en que se hizo evidente que la economía mundial había entrado en una crisis general muy profunda fueron muchos los analistas que creyeron que había llegado incluso la hora final del capitalismo, cuando en realidad lo que se estaba anunciando era otra crisis de la socialdemocracia, con fenómenos desconcertantes como trabajadores de baja cualificación votando a la extrema derecha, o profesionales de alta cualificación haciéndolo a la izquierda del socialismo.
Las políticas de austeridad regresivas, propias de partidos conservadores pero con el seguidismo gregario de los socialdemócratas europeos, acentuaron el declive de estos últimos. Parecería que la caída del Muro de Berlín, y su réplica económica a partir del año 2008 no solo supusieron la crisis terminal del comunismo sino una avería considerable en la credibilidad y en la efectividad para arreglar los problemas de los ciudadanos de la otra familia ideológica de la izquierda.
Su ausencia de protagonismo en la lucha radical contra la desigualdad puede estar en el origen de su crisis de representación política. Alguien ha dicho que desde los años noventa, los conservadores y los socialdemócratas semejan a Tweedledum y Tweedledee, los gemelos de Lewis Carroll en Alicia a través del espejo, que eran iguales en su apariencia externa aunque no tanto en su comportamiento. Si las recetas son similares o se distancian tan solo un centímetro ideológico, muchos de los antiguos votantes prefieren el original a la copia.
En este recorrido, la socialdemocracia ha pasado de querer acabar con el capitalismo a tratar de gestionarlo para hacerlo más justo. Ahora, los valores clásicos de aquella son defendidos también por los partidos a la izquierda de la izquierda. Son la única utopía factible, ya que el comunismo es algo residual en el mundo.
Si se examinan los programas de esas fuerzas políticas que se autodenominan de “izquierda consecuente” proponen en general el regreso a la edad dorada de la socialdemocracia (keynesianismo, impuestos progresivos, regulación, servicios públicos, universalidad de las pensiones, la educación y la sanidad, etcétera), con las adendas importantes del feminismo y el ecologismo. Lo que demandan es una oportunidad para aplicarlo.
La gran cuestión es cómo ganar las elecciones sin renunciar a sus medidas reformistas. En la medida en que la socialdemocracia tiene que conquistar la mayoría más allá de sus graneros habituales y buscar alianzas, ha de desistir de aplicar su programa máximo, el que la identifica. Por ello es por lo que se acusa de ser pragmática en el poder e izquierdista en la oposición.
La llegada de la pandemia global de la covid y el inicio de una guerra en territorio europeo han cambiado las condiciones y han logrado que la socialdemocracia se dé otra oportunidad. Los partidos que la representan no quieren que se repita la experiencia adocenada de la Gran Recesión y ensayan nuevos escudos sociales para completar el Estado de Bienestar y un intervencionismo selectivo.
En el caso de España se ha formado un gobierno de coalición entre los socialistas y su izquierda, y su presidente aspira a ser el presidente de la Internacional Socialista. La cuestión principal sigue siendo si podemos permitirnos todavía sanidad y pensiones públicas y universales, seguro de desempleo, una educación que no sea prohibitiva, etcétera, o todos estos beneficios y servicios son demasiado caros.
¿Es un sistema de protecciones y garantías “de la cuna a la tumba” más útil que una sociedad impulsada por el mercado en la que el papel del Estado se mantiene al mínimo? ¿Tiene futuro la socialdemocracia?
*Periodista español, columnista de El País. Es Premio Europa de Periodismo y Premio Joaquín Costa de Periodismo. Autor de La economía del miedo, y MÁS