El Salvador: la entronización de la dictadura
Rafael Cuevas Molina
Es un clamor al que le importa poco los atropellos flagrantes que se viven en El Salvador, en el que las venganzas personales y las enemistades entre vecinos han llevado tras las rejas a personas denunciadas como mareras, cuando en realidad no son más que víctimas del caos generado por el estado de excepción.
Se calcula que son más de 60,000 las personas que se encuentran en esta situación, sin ninguna posibilidad de salir de un encierro que les cayó como una venganza divina, y en la que serán juzgados en juicios sumarios colectivos, en los que sus casos serán “analizados” por un solo juez en una sola sesión junto a los de decenas de otras personas.
Para quienes hayan vivido bajo el régimen de las dictaduras de los años sesenta y setenta del siglo XX, esto suena a pesadilla, y remite a una noche oscura en la que resuenan las botas de las fuerzas represivas que se llevaban a quienes eran, o se sospechaba que eran, militantes de izquierda o sus simpatizantes. Aún a estas alturas seguimos viviendo la pesadilla de pedir cuentas a quienes fueron protagonistas de esas violaciones a los derechos humanos, y siguen apareciendo las fosas llenas de cadáveres de ajusticiados, en ese tiempo en nombre de la guerra contra la penetración comunista.
Esta no es, sin embargo, más que una arista de una realidad que apunta hacia a la construcción de una dictadura “de nuevo tipo” en Centroamérica, en la que, como toda dictadura lo requiere, se apunta a tener una cuasi unanimidad en los distintos cuerpos deliberativos y ejecutivos del Estado. Es por eso que en las pasadas elecciones el bukelismo se proclamó ganador por márgenes abrumadores, aunque a casi una semana de las elecciones aún no se ha podido completar el recuento de los votos.
El problema es especialmente grave en la elección de los diputados, en la que no se ha podido pasar de más del 10% del escrutinio de los votos, aunque el presidente Bukele anunciara, antes de que se cerraran las mesas de votación el domingo 4 de febrero, que tenía 58 de 60 curules a su favor.
Los gestos, las medidas y las tendencias autoritarias de Bukele no se restringen a las que se han puesto en evidencia en este proceso electoral y vienen de lejos. Sabiendo que hay situaciones estructurales que tarde o temprano le pasarán la factura -el aumento de la pobreza y de la migración, el deterioro de la economía- ha tomado medidas para tener de su parte al ejército: le ha aumentado el presupuesto a la institución y dado posibilidades de financiamiento extraordinario a su ministro de Defensa. Uno de los mayores logros de los Acuerdos de Paz de 1992 había sido el retiro de las fuerzas armadas a los cuarteles, quitándoles la beligerancia política que hasta entonces habían ostentado. Ahora, sin embargo, vuelven a esa arena de la mano de Bukele, y están omnipresentes de nuevo.
El Salvador es objeto de atención no solo para quienes quieren reproducir en sus países el “modelo Bukele” de seguridad -como el presidente Daniel Noboa de Ecuador o su misma vecina, la hondureña Xiomara Castro- sino por quienes van más allá, y buscan encontrar la forma como se están estructurando los nuevos autoritarismos conservadores en nuestro continente, con esa mezcla de mesianismo y caracterización cool (como el mismo Bukele la ha llamado) que también muestra el presidente argentino. Toda una banda de estrategas y asesores afines van de un extremo a otro del continente recomendando medidas que ayudan a entronizarlos en el poder.
En el caso de El Salvador, la reciente reforma que ha modificado el mapa de la división territorial del país, reduciendo el número municipios y diputaciones (favoreciendo electoralmente al mandatario), ha sido comandada por venezolanos vinculados con el “presidente” espurio, Juan Guaidó, quien habiendo dejado de servir a la estrategia norteamericana en su país vive ahora cómodamente en Miami y le ha pasado la estafeta a una nueva protagonista, María Corina Machado.
Así que lo que se está configurando ante nuestros ojos es un dictador “de nuevo tipo”, es decir, acorde a las condiciones del siglo XXI, que plasma en la práctica esa tendencia cada vez más presente en las encuestas del Latinoabarómetro, según la cual cada vez hay más latinoamericanos que ven con buenos ojos la mano dura.