El huevo de la serpiente: el poder militar doblegó al mando civil en México

Carlos Fazio|

Finalmente, el poder militar terminó por doblegar a su mando civil. Por miedo o cobardía, Enrique Peña Nieto terminó cediendo de manera voluntaria el poder civil al castrense. Volvió legal lo que ningún presidente civil había permitido en el México posrevolucionario por los peligros que entraña. Aunque en rigor, con la imperiosa necesidad manifestada al impulsar una ley que busca amparar la actividad anticonstitucional de las fuerzas armadas en materia de seguridad pública, buscaba protegerse a sí mismo.

La hora es difícil y sombría. Después de dos años de un pertinaz activismo político-deliberativo salpicado de chantajes, mentiras y de una propaganda demagógica a contrapelo de la Constitución y los tratados internacionales suscritos por México, los mandos militares impusieron su ley. Seguirán afuera de los cuarteles de manera indefinida, sin contrapesos institucionales y sin transparentar o rendir cuentas a nadie, con lo que se profundizará la estrategia de (in)seguridad militarizada diseñada por el Pentágono en el marco de la Iniciativa Mérida, que ha derivado en una catástrofe humanitaria con su cauda de torturas, ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones forzadas de personas y desplazamiento de población.

En lo que podría configurar un virtual golpe de Estado técnico, la aprobación por el Senado de la llamada ley de seguridad interior convertiría lo que hace 11 años Felipe Calderón promovió falsamente como una medida excepcional de carácter emergente y temporal, en la “petrificación de un statu quo” (Jan Jarab, comisionado de Derechos Humanos de la ONU, dixit) signado por una violencia estatal sin límites. Y así como el régimen anterior vivió bajo una forma de emergencia de lo permanente, ahora, con la nueva ley, la excepción se volverá regla.

Ese es el quid de la cuestión: la ley de seguridad interior busca dar protección jurídica a aquello que los militares han venido haciendo de manera irregular y extralegal. La exigencia de los mandos de regular el uso de la fuerza de unas instituciones armadas preparadas para exterminar al enemigo, busca constitucionalizar esa práctica; sólo que ninguna ley permite torturar, matar o desaparecer personas. Pero además, ahora, bajo presión castrense, la aprobación senatorial de la iniciativa de un Presidente frívolo y pusilánime, darán al Ejército y a la Marina atribuciones que no deberían tener (máxime sin una declaración de guerra): tareas de investigación, persecución de delitos, control social o espionaje sobre la población y represión. Se legalizará, pues, la claudicación de los poderes civiles frente a la casta militar. Mala cosa.

Como en la metáfora del huevo de la serpiente del clásico filme de Bergman, a través de la membrana del actual régimen de dominación cualquiera puede ver el futuro: ante la agudización de la guerra de clases (Warren Buffett dixit) y la actual insurgencia plutocrática (Thomas Bunker) disciplinadora y depredadora; en la antesala de un año electoral y con la intención manifiesta de los poderes fácticos de imponer como sea al débil y dócil tecnoburócrata del bunker neoliberal José Antonio Meade, se incuba en México un bordaberrazo o fujimorazo. Un régimen arbitrario y despótico de corte cívico-militar, como los encarnados por Juan María Bordaberry y Alberto Fujimori en Uruguay y Perú, en décadas pasadas (ambos terminaron en la cárcel), donde la suspensión de garantías individuales podrá ser aplicada de manera discrecional por el presidente de turno con respaldo militar, y en el cual sus guardias pretorianas -al amparo de una renovada doctrina de seguridad nacional que define al enemigo interno- seguirán actuando por razones geopolíticas como un Ejército de ocupación (nativo) de su propio país, en acatamiento y tácita sumisión a las directivas emanadas desde Pentágono vía la Iniciativa Mérida.

Videgaray, Peña Nieto, Trump

Las ambigüedades de la ley, incluidas las imprecisiones conceptuales que surgen de mezclar la seguridad nacional con la seguridad interior, encarnan potenciales riesgos. En el contexto de la seguridad nacional -y con el artificioso truco legal de que sus acciones no serán de seguridad pública, sino de seguridad interior-, la imposición de una reserva de hasta por 20 años sobre la recolección de datos (de inteligencia) que se generen con motivo de la aplicación de la ley (que incluirán la intervención telefónica, de computadoras, correos electrónicos y correspondencia), hará nugatoria cualquier expectativa de transparencia y rendición de cuentas.

Asimismo, la ley va contra las víctimas y el acceso a la justicia, y está diseñada para dificultar litigar en instancias internacionales. Argumentando razones de seguridad nacional, la Sedena y la Semar van a negar cualquier información sobre sistemáticas prácticas ilegales (torturas) o despliegues castrenses que involucren violaciones a derechos humanos -con alto índice de letalidad o no-, que no se podrán documentar, perpetuándose así la actual impunidad y la repetición de crímenes de lesa humanidad de factura militar.

Desde 2006, al aplicar las directivas encubiertas de Estados Unidos, el Estado mexicano abandonó y obstaculizó de manera deliberada las tareas de seguridad pública o ciudadana, que en términos del artículo 21 Constitucional corresponden de manera exclusiva a las policías civiles. La militarización de la seguridad y la sociedad mexicana responde a la agenda geopolítica de Washington; no se trató de una estrategia fallida: era previsible que a mayor militarización, mayor violencia; 2017 fue un año trágico. Peña Nieto rompió récords históricos en materia de desapariciones y homicidios dolosos. Pero este año marcó también la mayor asociación clientelar y sumisa de los responsables de las fuerzas armadas locales al Pentágono y la administración Trump.

Un viejo apotegma dice que las bayonetas sirven para todo menos para sentarse sobre ellas. Peña Nieto debería saberlo; la manada legislativa también. Gedeón lo sabía: en la violencia prosperan y se consolidan los más fuertes…

Dos

Consummatum est. El 15 de diciembre, bajo la presión y el chantaje de las fuerzas armadas, sin debate y fast track, la Cámara de Diputados aprobó la ley de seguridad interior (LSI) devuelta por el Senado con modificaciones cosméticas cuatro horas antes, y la turnó al Ejecutivo federal para sus efectos (anti)constitucionales. Ahora, salvo un milagro, Enrique Peña Nieto terminará por doblar la cerviz ante el poder militar y México vivirá en un estado de excepción permanente, mientras se perpetúa la guerra de clases trasnacional impuesta por la insurgencia plutocrática (Robert J. Bunker).

Asimismo, se constitucionalizará el proceso de militarización del Estado iniciado por Felipe Calderón, que ante la debilidad, el desprestigio y la inexistencia de equilibrio de los poderes civiles (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), terminó por consolidarse durante la gestión de Peña Nieto, quien optó por abdicar de algunas de sus potestades y obligaciones esenciales, y concedió mayores prerrogativas presupuestales y políticas (en términos de influencia) a una jerarquía castrense que, envalentonada, no quiere renunciar a sus privilegios.

Como señaló Lorenzo Meyer, la última vez que el Ejército realmente se hizo cargo de la seguridad interior fue durante el gobierno de Victoriano Huerta. Un siglo después, el grupo de expertos/as de la Organización de las Naciones Unidas que el 14 de diciembre exhortó al Senado rechazar el proyecto de ley de seguridad interior, recordó la trágica historia reciente en América Latina, donde la participación de las fuerzas armadas en actividades de seguridad interior estuvo asociada a la práctica sistemática y generalizada de torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, la mayoría de las cuales se mantienen en la impunidad.

Advirtieron, también, que la LSI no prevé que las actividades de inteligencia (del Ejército y la Marina) se realicen con la debida supervisión civil y judicial, y, al categorizar toda la información resultante de la aplicación de la ley como de seguridad nacional, la excluye de las leyes de transparencia apartándola del escrutinio público. Dijeron que la ley contiene una definición excesivamente laxa de las situaciones en que las autoridades podrán usar la fuerza, y que en ausencia de mecanismos de control y rendición de cuentas, podrían repetirse violaciones de derechos humanos como las cometidas desde que se asignó a los militares un papel protagónico en la lucha contra la criminalidad.

Violaciones graves que como en el caso del asesinato de los niños Almanza por soldados en Tamaulipas; el de los dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey; los hechos de Tlatlaya –que con la orden de salir a abatir delincuentes en la oscuridad exhibió el paradigma militar de la seguridad-; Tanhuato; Apatzingán; Nochixtlán; la ejecución de ocho personas en la delegación Tláhuac por la Marina, y un largo etcétera, exhiben un mismo patrón de comportamiento que ha sido definido como una política de exterminio (necropolítica), con algunos eventos de letalidad perfecta (donde sólo se registraron muertos y ningún herido) y un uso desproporcionado de la fuerza.

Ante la genuflexa irresponsabilidad de Peña Nieto y la miopía y fatuidad insolente de las/los legisladores que clamaron ¡orden! (senadora priísta Cristina Díaz, dixit), cabe repetir que -para regocijo del complejo industrial-militar-securitario (Robinson) y la plutocracia local- la fuerza trae la fuerza. Es su ínsita lógica avasalladora. Para ellos, y bajo el camuflaje propagandístico de la guerra a las drogas, el ascenso exponencial del terrorismo de Estado es irrelevante.

¿Qué sigue? ¿Hasta qué extremos será llevada la militarización del país? ¿Se intentará infundir la disciplina y el espíritu militar (Juan Ibarrola dixit) a todo México? ¿Convertir al país en un gran cuartel mientras se prepara el relevo del déspota actual con una perversión disfrazada de elección?

Una vez más, el parlamento se ha negado a sí mismo y se ha dejado ganar, bien puesta la cabeza en el hoyo, por la parálisis de la complicidad. En la práctica, la LSI, que está sustentada teóricamente en el derecho penal del enemigo de Günther Jakobs, puede ser calificada en analogía histórica con el Tercer Reich de 1933, como la ley habilitante mexicana de 2017.

Calderón y Peña Nieto han sido los grandes favorecedores de un caos y una violencia sin límites en México, que exhibe del otro lado de la moneda la pachanga patrimonial (Buscaglia) y la contrarrevolución plutocrática en curso. Las torturas, ejecuciones, desapariciones y el desplazamiento de población son la contracara del éxito de la plutonomía (concepto acuñado en 2005 por analistas del Citigroup) glorificada en Davos.

La insurgencia plutocrática, dice Bunker, involucra a las élites globales y es la contraparte de la insurgencia criminal (J. Sullivan). Pero en vez de basarse en economías ilícitas y de naturaleza ascendente (de abajo hacia arriba), deriva de economías libres de cualquier soberanía o autoridad (fiscal) reguladora de los estados, y es de naturaleza descendente (de arriba abajo). Para la plutonomía la sociedad ha dejado de existir; se trata de nada, sólo dinero (H. Kurnitzky). El poder de matar congéneres, diría Canetti, da más poder y prestigio, y lleva al exterminio de las amenazas. Para eso los que mandan necesitan a la LSI y sus centuriones, para exterminar al enemigo interno y reprimir legalmente las protestas y manifestaciones antiplutocráticas.

¿A dónde va el régimen? Al poder concentrado, absoluto, arbitrario. ¿Y después? Porque siempre hay un después. Después, los gobernantes de la hora, que marchan a contrapelo de la historia, comprobarán que han sido otros tantos aprendices de brujo. Las armas siempre deben inclinarse ante la toga y los partidos mandar al fusil. Hasta Clemenceau, que conocía de sobra la materia, llegó a decir que por ser la guerra demasiado seria, no debe confiarse su dirección a los militares.