El fantasma de Trump
Charlie Post – Jacobim – https://www.jacobinmag.com/
Traducción de Viento Sur – http://www.vientosur.info/
Un fantasma recorre el Partido Republicano. A diferencia de los años ochenta, no es el “comunismo” o la “amenaza soviética”. Tampoco es el “islam radical” ni el “terrorismo”. Es Donald Trump, que se autocalifica de multimillonario “hecho a sí mismo” –en realidad es el hombre de negocios más espectacularmente ineficaz que se recuerda– y que ha tomado la delantera en la atestada carrera por la nominación presidencial del Partido Republicano. Gran parte de su popularidad en la base republicana –predominantemente profesionales blancos de clase media suburbanos (y exurbanos), ejecutivos, propietarios de pequeños negocios y una minoría de clase trabajadora blanca– se asienta sobre la abierta xenofobia de Trump. Evitando lo que él llama corrección política, condena a los “violadores y criminales” que supuestamente afluyen desde México y propone la deportación en masa de los inmigrantes indocumentados. Su discurso encuentra eco en una amplia franja de las clases medias blancas, que ven en él al genuino antipoliticastro, a un “hombre del pueblo” que utiliza un lenguaje directo y apela a sus miedos y ansiedades y que va a recuperar la grandeza de los Estados Unidos de América.
El ascenso de Trump ha hecho cundir el pánico en el establishment republicano, que ahora está intentando movilizar recursos para bloquear la nominación de Trump. Está desplegando publicidad, por ejemplo, donde se acusa a Trump de ser inelegible por sus «puntos de vista extremistas» y por ser un «socialdemócrata de tapadillo» que en tiempos apoyó el aborto y un programa nacional de seguro médico único. Los grandes medios de comunicación también insisten en el “extremismo” y la “falta de elegibilidad” de Trump, planteamientos que la izquierda debería acoger con cierto escepticismo. Después de todo, Ronald Reagan parecía situarse en los años ochenta bastante a la derecha de las corrientes dominantes en la política de EE UU.
En la izquierda, dos autores –Harrison Fluss y Stanley Aronowitz– ofrecían recientemente distintos enfoques sobre Trump. Para Aronowitz, Trump expresa el papel de las grandes fortunas en la política burguesa. El “levantemos la alfombra sobre lo que el sistema político ha empleado más de un siglo en ocultar“ implica socavar la legitimidad de la democracia representativa en EE UU. A su vez, Fluss ve a Trump como la “fruta podrida de la clase dirigente de EE UU”, cuyas ideas “no son aberraciones de la corriente dominante” de la política convencional. Hay elementos de verdad en ambas interpretaciones. Por un lado, la capacidad de Trump y varias grandes PAC (asociaciones de apoyo a los distintos candidatos) de gastar cantidades ingentes de dinero permite que grupos políticamente marginales de contribuyentes ricos influyan en el resultado electoral hasta tal punto de que socavan la misma credibilidad de la democracia capitalista.
Por otro, la acumulación y competencia sin coto han provocado un descenso del nivel de vida y una mayor inseguridad no solo para la mayoría de los trabajadores, sino también para segmentos de las clases medias. En ausencia de una izquierda o un movimiento obrero viables, la precariedad a la que se enfrentan estos grupos hace que sean receptivos a las proclamas de demagogos de derecha como Trump. Sin embargo, ninguno de los análisis atina con lo que hace que la candidatura de Trump sea a la vez tan atractiva para capas de la clase media y la clase trabajadora y tan aterradora para el establishment del Partido Republicano. Lo que ocurre es que Trump y otros candidatos alineados con el Tea Party, como Ben Carson y Ted Cruz, no representan a ningún segmento de la clase capitalista de EE UU.
Mientras que su hostilidad hacia los sindicatos y su apoyo a una austeridad brutal y a la bajada de los impuestos a las empresas coinciden con la opinión capitalista dominante en EE UU, los republicanos del Tea Party en el Congreso han chocado con el capital en la cuestión del cerrojazo al gobierno federal –poniendo en peligro la credibilidad del Estado y del capital– y también en la de la inmigración. En 2014, la Cámara de Comercio dedicó decenas de millones a derrotar a los candidatos del Tea Party en las primarias al Congreso del Partido Republicano en todo el país. Aunque muchos resultaron derrotados en 2014, hubo suficientes que volvieron para defenestrar a John Boehner (republicano por Ohio) como presidente de la Cámara, enfadados por su oposición a ampararse en el límite de la deuda federal para dejar sin fondos el sistema de planificación familiar y recortar la financiación de Medicare y las pensiones de los veteranos.
En la carrera presidencial, es probable que la Cámara de Comercio –que representa a una amplia muestra de empresas medianas y grandes– y la “Business Roundtable” –que representa a las grandes corporaciones multinacionales– intenten aislar a Trump y a los candidatos del Tea Party para favorecer a Jeb Bush. Si eso falla, muchos de los capitalistas que ahora apoyan a Bush se sentirán muy cómodos con la principal candidata del Partido Demócrata, Hillary Clinton. Una razón es la inmigración, que constituye una cuestión espinosa para los capitalistas en EE UU. Está claro que no quieren ver masas de inmigrantes entrando legalmente en EE UU y obteniendo de inmediato los derechos de ciudadanía, pero se oponen activamente a las deportaciones en masa y otras medidas que los privarían de una fuerza de trabajo barata y dócil.
En 2010, la Cámara de Comercio se unió a la Unión de Libertades Civiles y a la Liga de Ciudadanos Latinos Unidos para oponerse a la ley antiinmigración de Arizona (SB 1070), que llevó a miles de inmigrantes a huir del Estado por miedo a la detención y la deportación. Además, la “Business Roundtable” y la Cámara de Comercio han estado al frente del impulso de la reforma de la inmigración en el Congreso. Ambas quieren algún tipo de combinación de una “protección de fronteras” más efectiva, una “vía de acceso a la ciudadanía” (larga y difícil) para los cerca de 11 millones de inmigrantes indocumentados, y un programa para trabajadores extranjeros que se aplicaría a los futuros inmigrantes con el fin de proporcionar al capital estadounidense una fuente de mano de obra carente de derechos y de toda posibilidad de convertirse en residentes permanentes o ciudadanos estadounidenses.
El ascenso de Trump refleja el rechazo de estos planes. Como el Tea Party, Trump es un ejemplo de política radical de la pequeña burguesía. Atrapados entre una clase trabajadora desorganizada y una clase capitalista cada día más rapaz, segmentos de las clases medias –especialmente blancos suburbanos de EE UU– se sienten inseguros económica y socialmente. Ven amenazadas su base de sustento y su posición social por todos lados. Incapaces de enfrentarse directamente al capital, partes de las clases medias abrazan una política que toma como chivos expiatorios a inmigrantes, sindicatos, mujeres, al colectivo LGTB y a los negros y latinos. La derechización de las clases medias ha dado fuelle a la expansión de figuras y formaciones que son independientes de las clases capitalistas en una serie de sociedades capitalistas avanzadas: el Partido por la Independencia del Reino Unido en Inglaterra (UKIP), el Frente Nacional en Francia, el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, el Tea Party y Donald Trump en EE UU.
Esta radicalización de las clases medias –que Trotsky calificó alguna vez de “polvo humano”– tiene algún parecido con los movimientos fascistas clásicos de las décadas de 1920 y 1930. Trump y el Tea Party han atraído a elementos genuinamente fascistas (grupos supremacistas blancos con grupos organizados de pelea callejera). Sin embargo, ni el Tea Party ni Trump pueden ser calificados de fascistas. Ambos aspiran a acceder al poder a través de las elecciones, no a abolir las elecciones y al gobierno representativo. Ni los capitalistas de EE UU van a optar, dentro de un futuro previsible, por una política de extrema derecha de este tipo. Si la dirección del Partido Republicano no puede parar a Trump, probablemente cruzará la línea para apoyar a una política neoliberal como Hillary Cinton.
El fantasma de Trump no solo aterroriza al establishment republicano, sino también a la mayoría de la izquierda en EE UU. Como ha sucedido una y otra vez desde la década de 1930, la amenaza de la extrema derecha servirá de excusa para la burocracia sindical y los líderes socialdemócratas del movimiento por los derechos civiles, del movimiento feminista y del sector LGBT para movilizarse a favor del Partido Demócrata. Sin embargo, esta solución al ascenso de Trump y la extrema derecha no es ninguna solución real: abrazar el “posibilismo del mal menor” en 2016 significaría renunciar a la labor de reconstrucción del movimiento obrero y los movimientos sociales y a cambio subordinar nuestra política radical al Partido Demócrata. El resultado desastroso sería que la única oposición visible a la clase capitalista no vendría de la izquierda, sino de un hombre de negocios multimillonario.