El Caracazo: cuando para “superar” el rentismo causaron una masacre

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Luis Salas Rodríguez | 

“La nación vive momentos de cambio y está en las manos de todos los venezolanos convertir la crisis en oportunidad, la carencia en abundancia, la injusticia en equidad, la incertidumbre en certeza de que el futuro será mejor. Este plan que regirá la política gubernamental durante los próximos cinco años contiene los lineamientos del gran viraje que es requerido para poder construir un país sustancialmente mejor que el actual sobre la base de lo que somos en el presente, como resulta de nuestro proceso histórico social”.

El texto anterior, del que cualquiera podría decir fue escrito pensando en los tiempos que corren, lo fue, sin embargo, ya hace mucho tiempo atrás. 28 años para ser exactos, en ocasión del paquete de medidas neoliberales aplicado por Carlos Andrés Pérez en su segundo mandato. Se trata nada menos que del primer párrafo de El Gran Viraje, título que se le dio –en el mejor estilo rebuscado adeco de la Venezuela de entonces– a dicho paquete, devenido del compromiso asumido por el gobierno venezolano de aplicar el Programa de Ajuste Macroeconómico y de Cambio Estructural, exigido y financiado por el FMI y el Banco Mundial para “desarrollar” al país.

Es interesante, antes de entrar en materia, la historia de por qué a tales programas de ajuste económico se les llamaba “paquetes”. Contrario a lo que podría pensarse, no se trató de una etiqueta surgida de la imaginación de algún periodista a efectos de hacer digerible el tema a la audiencia no experta. En realidad, ese fue un nombre dado por los propios economistas neoliberales. Los primeros en llamarlo así fueron los célebres Chicago Boys de la dictadura chilena de Augusto Pinochet. Como es sabido, se trató de aquel grupo de economistas formados en la Escuela de Chicago bajo la tutela del mismísimo Milton Friedman, encargados luego de imponer a sangre y fuego la mano invisible del mercado sobre una sociedad chilena previamente aterrorizada por la mano militar. Ahora bien, los Chicago Boys originalmente tampoco se llamaban a sí mismos Chicago Boys, ni al “paquete” se le llamaba “paquete”. Se hacían llamar La Mafia, desde sus tiempos de estudiantes becados por la USAID. Y al “paquete” lo llamaban “ladrillo”. Lo de ladrillo venía porque partiendo de las enseñanzas de su mentor Friedman, las medidas debían ser aplicadas de golpe y causar conmoción para ser efectivas, un poco como pasa cuando se arroja un ladrillo contra una ventana. Solo que en algún momento a alguien se le ocurrió que por más dictadura que hubiese ninguno de los nombres eran muy potables, dado lo cual a los chicos de La Mafia pasó a llamárseles Chicago Boys y al “ladrillo” “paquete”.

En fin, volviendo tema, lo cierto es que El Gran Viraje parte de un diagnóstico a partir del cual se impuso como diagnóstico la hipótesis del fracaso o agotamiento del modelo “rentista”, siendo que las frases del tipo “todos sabemos que el modelo de desarrollo sustitutivo que adelantó Venezuela desde el inicio de la era democrática se agotó hace varios años”, abundan en su redacción. Pero tal vez más importante que esto, resulta recordar que su idea propositiva básica pasaba por la reducción del papel del Estado en la economía, para dejar que la “libre” iniciativa privada fuese la impulsora del desarrollo:

“La bonanza financiera fue acompañada por un desordenado crecimiento del sector público, así como la ampliación de la intervención del Estado en la actividad económica del país. La complejidad de la intervención estatal contribuyó a la pérdida de eficiencia en la economía y en la gestión del Estado. Hoy se tiene la convicción de que con los recursos que dispuso el sector público se pudo haber obtenido un producto social mayor del que se ha logrado. Venezuela no está hoy al nivel de competitividad exigido por la realidad económica mundial (…) la nueva política económica es la única vía para incorporarnos exitosamente a las nuevas corrientes económicas mundiales, de las cuales Venezuela ha estado al margen (…)”.

A partir de este diagnóstico y estas conclusiones, la receta planteada puede resumirse así:

1. La tasa de cambio del bolívar dejaría de ser el gran mecanismo de subsidio, que durante medio siglo permitió al pueblo venezolano “vivir por encima de sus posibilidades” ofrecidas por el nivel de productividad interna: finaliza el reparto populista de la renta petrolera.

2. La economía quedará sometida al rigor infalible de las fuerzas del mercado, los precios serán determinados por las leyes de la oferta y la demanda y no por el manto populista y asistencialista de los controles de precios y los subsidios.

3. La política económica nacional quedará sometida a las exigencias y criterios de los centros financieros internacionales, específicamente el FMI y el BM.

En lo concreto, lo anterior se tradujo en:

1. Eliminación del control de precios.

2. Eliminación del control cambiario, devaluación de la moneda, unificación cambiaria y libre convertibilidad.

3. Reducción, hasta la eliminación, de los subsidios públicos, comenzando por el de la gasolina.

4. Reducción de déficit fiscal vía disminución del “gasto” social.

5. Liberalización de las tasas de interés.

6. Privatización de las empresas del Estado.

7. Aumento de los precios de los servicios públicos y su privatización definitiva.

8. Congelamiento salarial, derogación de las garantías proteccionistas a los trabajadores y trabajadoras, contempladas en la ley del trabajo.

9. Apertura total a la inversión extranjera.

10. Privatización de PDVSA, abandono de la OPEP, rompimiento de la política de banda de precios por cuota de producción.

11. Firma y endeudamiento con el FMI y el Banco Mundial.

El plan tenía todo para funcionar: un gobierno decidido, un empresariado animado por sumarse al mundo, y un equipo de economistas galácticos, todos los cuales si bien no eran exactamente Chicago Boys, se habían formado bajo las mismas ideas en universidades similares. Entre ellos destacaban:

1. Pedro Tinoco: presidente del Banco Central de Venezuela. Abogado y banquero, fue el “genio” financiero que convirtió al Latino de un banco modesto en una bomba especulativa que arrasó con el sistema financiero nacional en 1993-94.

2. Eglé Iturbe de Blanco: ministra de Hacienda. Economista de la UCV. Venía de ser viceministra de Hacienda en el gobierno de Jaime Lusinchi en los oscuros tiempos de RECADI.

3. Miguel Antonio Rodríguez: jefe de Cordiplán (equivalente al actual Ministerio de Planificación). Economista graduado en Harvard y Yale. Junto a Tinoco se le considera ideólogo del paquetazo. Desde entonces se le comenzó a llamar “paquetico” Rodríguez.

4. Moisés Naim: ministro de Fomento (equivalente al actual Comercio). Graduado en el MIT de Boston, al momento de asumir el cargo venía de ejercer como jefe académico del IESA. No necesita mayores presentaciones.

5. Ricardo Haussman: jefe de Cordiplán al sutituir a Miguel Rodríguez una vez que este pasa al BCV. Economista de Cornell y Harvard. Tampoco necesita mayores presentaciones.

El resultado lo sabemos y es precisamente lo que conmemoramos hoy 27 de febrero. Según cifras oficiales, lo que empezó como una revuelta popular dado el abuso de los transportistas y la ola especulativa al cual vino a sumarse el aumento de la gasolina, degeneró en una matanza que el propio gobierno de entonces situó en unos 300 muertos, pero del cual según registros de los familiares de víctimas y las organizaciones de derechos humanos se situó en más de 3 mil entre fallecidos y desaparecidos.

Lo peor del caso, es que nuestros galácticos económicos del IESA, MIT, Harvard, UCAB, etc., ni siquiera pueden presumir, como sus colegas chilenos, de que toda la carga de muerte y destrucción fue el costo no deseado o el precio a pagar de unas políticas duras y odiosas pero exitosas (lo que sin duda también es un mito). Al contrario, sea cual sea el indicador que se considere, desde todo punto de vista, lo hecho en materia macro y microeconómica fue un rotundo fracaso. No solo la inflación empeoró y el PIB cayó, sino que la desnutrición se puso por encima del 21% de la población, aparecieron más de dos millones de analfabetas y más de tres millones de estudiantes sin cupos en las universidades, una de las tasas de no-escolaridad más altas del continente. En términos globales, medido por cifras oficiales, casi la mitad de la población se colocó en situación de pobreza, y más de un 20% en situación de pobreza extrema e indigencia. El desempleo global, por su parte, se puso por encima del 15% en 1998 (y en torno a un 30% en el caso del juvenil). Y dentro de la población ocupada, la mayoría (el 51%) lo estaba en situación de precariedad e informalidad. El salario real había caído cinco veces con respecto a su valor en 1978, siendo que el costo de la canasta alimentaria normativa era 25% superior al salario mínimo legal.

La apertura comercial externa trajo como resultado una licuefacción de la ineficiente industria nacional, en su mayor parte esta última encabezada –como todavía– por empresarios sin ánimo alguno de competir, sino más bien de vender al mejor postor cuando no directamente abandonar las empresas dejando en el aire a miles de trabajadores. De tal suerte, algunas ramas fueron a pasar directamente al control de las transnacionales, mientras que en otras, los oligopolios y monopolios ya existentes resultaron fortalecidos. Lo paradójico del asunto es que la apertura comercial no solo no hizo más competitiva las ramas de la actividad económica que no lo eran (como alimentos y bebidas, donde la gran ganadora fue la Polar), sino que hizo menos competitivas a aquellas donde medida con indicadores capitalistas clásicos había relativa competencia, como pasó en calzado y textiles, rama donde las industrias nacionales virtualmente desaparecieron.

En un trabajo publicado en el año 2000 por la UCAB, por María Isabel Martínez Abal –a quienes no se puede acusar de chavistas, ni a la universidad ni la autora–, se da cuenta claramente del desastre que tuvieron las políticas de ajuste en términos de eficiencia del mercado para asignar sabiamente los recursos. En ese texto nos dice la autora:

“(…) la apertura comercial ha sido más sentida por sectores en los que no era tan necesaria, porque el poder de mercado ya estaba lo suficientemente difuminado, mientras que sectores más concentrados la sufrieron menos. De nuevo, esto no es raro: justamente los sectores más concentrados tienen mayor poder de mercado, es decir, mayor capacidad de imponer barreras de entrada a nuevos competidores. Que el estado rebaje sus barreras legales de entrada no impide que permanezcan barreras de otro tipo, puestas por las empresas que ya controlan el mercado.

(…) La falta de competencia la pagan los consumidores. A partir del momento de la eliminación del PVP, el índice de los precios de los mayoristas (IPM) se separa por arriba del índice de precios de los industriales (IPP), de manera que para 1990 el valor IPM/IPP es de 1,22. Dicho en otras palabras, los mayoristas (que son comerciantes) elevan sus precios más que proporcionalmente al incremento de sus insumos, esto es, especulan en vez de competir. Pero tampoco los industriales compiten entre sí. Por el contrario, el incremento de IPP entre 1988 y 1999 llega a 2,96 y el del IPM alcanza en el mismo período 3,67, con el “aporte” de la especulación de los mayoristas. No cabe atribuir el aumento al componente importado de los alimentos, cuyo peso en el IPM del BCV no llega al 2%. La liberación de precios produce así justamente el efecto contrario al que se perseguía: aprovechando las “manos” libres que el gobierno deja, la incapacidad organizativa de los consumidores y la baja elasticidad de la demanda de los alimentos, los precios suben más deprisa en ese rubro que en los demás (salvo en el caso de bebidas, una más elástica, pero altamente concentrada)”.

En fin, la vez que quisieron superar el rentismo no solo causaron una gran masacre, sino que hundieron la economía venezolana en un espiral de caos, especulación y pobreza, que únicamente detuvo su descenso y revertió su tendencia durante los años en que Chávez la rescató del foso.