Contrabando azota la frontera
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La ilegalidad hecha costumbre. Accede a ser acompañado hasta la ciudad fronteriza de San Antonio del Táchira. Hace una parada en la población de Rubio. Ingresa a una casita de un añejado color rosa y dura una hora dentro. Sale rumbo a la frontera pero antes de empezar a rodar una vía que serpentea las faldas de unas prominentes montañas, hay un puesto de control de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB). Se detiene un instante, saluda con un gesto a un oficial y este responde.
Llega a un San Antonio del Táchira que en algún tiempo fue un caserío con viviendas de un solo piso. Pero a medida que se avanza hacia el puente internacional Simón Bolívar, las edificaciones empiezan a crecer sobre sí mismas. Se apretujan como asfixiándose unas a otras. En todas hay comercios, pero están casi todos cerrados.
“¿Cuántas personas de esta cola crees que están contrabandeando?”, le pregunto. “Yo diría que siete de cada 10 personas”. “Exagera”, pienso. La cola avanza lento hacia ese inverosímil embudo que engulle al menos 246 personas cada cinco minutos, solo en sentido Venezuela-Colombia. La multitud viene y va como si promoviera un viciado juego de la papa caliente. Con las medidas tomadas por el Gobierno nacional, el transeúnte atraviesa tres puestos de control en línea recta antes de llegar al puente: uno frente a la aduana del Seniat de la GNB, otro en la redoma al lado de la comandancia resguardada por guardias y el último, al inicio del puente, en el que “boinas rojas” del Ejército venezolano les solicitan a algunos viajeros una revisión del vehículo; mirar por dentro de las ventanas y la maleta.
Pedro pasa los tres puestos de control. En dos de ellos simplemente cabecea a modo de saludo y prosigue. Una vez se pisa suelo colombiano, se atomiza el gentío.
En los cuatro kilómetros que hay desde la aduana colombiana hasta el histórico parque Santander, a cada 10 metros hay un pimpinero, con improvisados tarantines de techos de hojalata, ofreciendo el combustible en envases plásticos de litro, galón (casi 4 litros) y la pimpina (24 litros).
En suelo colombiano, los edificios que se oprimían unos a otros en Venezuela se dilatan. Las distancias cobran ya un sentido razonable. A 50 metros de la aduana colombiana hay un desvío a La Parada. Dentro de la zona, una consecución de pequeñas casas con puertas abiertas tragan cajas de innumerables productos de contrabando que descargan de carros como el de Pedro y son apilados en torres de dos metros. Todos los depósitos están llenos.
Pedro abre las puertas de su carro, levanta la alfombra del vehículo desde la maleta hasta las butacas y empieza a sacar los productos que acaban de pasar la frontera impunemente. Los recibe un joven que se escuda tras una indiferencia agresiva.
Mientras descarga tomo un taxi para recorrer la zona. Me dispongo a hacer un registro fotográfico, vidrios arriba, de los almacenes. Cuando el taxista se percata, lo inunda un ataque de nervios, pues asegura que si nos ven “los muchachos nos pueden desaparecer”. “Pueden atentar contra nosotros. Por favor, deje de hacer fotos”. Me baja del vehículo con premura.
Es hora, me lo confirma Pedro, de que me vaya. “No levante sospecha porque ‘los muchachos’ (irregulares presuntamente pertenecientes a grupos paramilitares colombianos) están en todos lados”. Quedamos en vernos en Cúcuta. La Parada queda a 50 metros de la aduana colombiana, en la que reposan policías fronterizos colombianos, indiferentes ante el escandaloso contrabando de la zona.
Cáceres, en Cúcuta, es emblemática por haberse convertido en un mercado popular de alimentos donde la abundancia ha hecho que los comercios invadan las aceras y calles para ofrecer, a un precio inferior al de Colombia pero superior al de Venezuela: leche en polvo de todas las variantes, café, azúcar, arroz, pasta dental; jabón de lavar ropa, de lavar platos y de baño; granos, pastas, harina de maíz, aceite, entre muchos otros.
Pedro llega, ya está menos paranoico. “¿Qué es La Parada?”, le pregunto. “Ahí cae todo lo que se contrabandea en alimentos. Es un pueblo conectado por trochas que burlan el caudal del río Táchira. Casi todo llega ahí, cantidades grandes y pequeñas de contrabando. Ahí te conectas para almacenarlo, venderlo al por mayor o distribuirlo”, afirma con naturalidad. Prosigue: “Yo me acabo de hacer cuatro mil (bolívares); lo hago dos veces por semana”.
-“¿Y el cierre de la frontera?”- Pregunto de nuevo. “Bueno, algo ha sido incautado tras las requisas, pero poco. Uno siempre pasa porque esto es de toda la vida. Yo, por ejemplo, cargo mercancía con mi socio en Rubio (estado Táchira) quien tiene un abasto, secciona lo que le llega; una parte para la venta y otra para pasarlo (contrabandearlo), y dos amigos míos también”. “¿Gasolina, también pasas?”, vuelvo a interrogarle. “No, yo no me dedico a eso”.
El cierre nocturno del paso fronterizo, entre las 10 p.m. y las 6 a.m., pesa sobre los extenuados soldados, quienes han tenido que enfrentar dos grandes disturbios iniciados por contrabandistas de gasolina desde el inicio de la guerra al contrabando, el pasado 11 de agosto.
Mario Arévalo es presidente de la Cooperativa Multiactiva de Pimpineros del Norte de Santander (Coomulpinort), en Colombia. Son 1.372 pimpineros agremiados con la aspiración de legalizarse. Califica las medidas del Gobierno venezolano como “muy buenas” y añade que el problema es la corrupción en la GNB. “Guardan las gandolas que contrabandean el combustible en la Safec (estación de gasolina fronteriza a dos cuadras del Puente Internacional Simón Bolívar), y a las 5:30 las pasan a Colombia”.
“La mitad de los carros que tanquean en Venezuela para vender acá son propiedad o están vinculados a la GNB, quienes venden el combustible a $1,5 el galón”, denuncia Arévalo. Agrega que unos 100 mil barriles diarios pasan de contrabando cada día por la frontera.
“¿Cómo los afecta la moral?, porque el contrabando desangra la economía venezolana”, le pregunto. Responde que la gasolina legal cubre apenas el 45% de la demanda del norte de Santader y que el resto proviene del contrabando; entonces Ecopetrol (principal empresa petrolera de Colombia) “mira para otro lado”.
La diputada regional Nelliver Lugo explica que gracias a las medidas han podido determinar que, de 73 mil chips turistas activados, 12.000 han sido utilizados para sustraer combustible ilegalmente y venderlo en Colombia. Otra práctica extendida es robar vehículos, y si el dueño no denuncia, el chip sigue activo y los delincuentes lo utilizan para abastecerse de gasolina con fines delictivos. También algunos talleres mecánicos retiran el chip de vehículos en reparación para emplearlos con dichos fines y luego lo vuelven a colocar. “Del pueblo tachirense, calculamos que un 12% utiliza el tag de suministro de gasolina para delinquir con el contrabando”, dice. Lugo califica que las medidas de la FAN y del Gobierno tienen resultados positivos.
De vuelta al pandemonio. En el restaurante Candelaria, San Antonio, trabaja Juan Perdomo, un mesonero colombiano que cada día atraviesa la frontera luego de laborar. ¿Por qué vive en Colombia y trabaja aquí? Le pregunto. Se arma de una instantánea reserva que hay que sortear con sutil paciencia. Sin embargo, resuelve contar su historia:
“En Colombia el salario mínimo ronda los 616.000 pesos (Bs 24.000 aproximadamente), pero la comida es muy cara. Así que hago un mercado de este lado, del que consumo la mitad y el resto lo puedo negociar allá y ganarle”. Perdomo hace un mercado de Bs 3.000, del que Bs 1.500 terminan convirtiéndose en aproximadamente Bs 30.000 al final de la transacción mensualmente. El 70% de la población en Cúcuta y San Antonio tiene doble nacionalidad y emplea ese procedimiento en algún nivel.
El 90% de la mano de obra en la industria textil, alimentaria y marroquinera es de nacionalidad colombiana según cifras que ofrece Isabel Castillo, presidenta de la Cámara de Comercio de San Antonio (Ccipsat).
Castillo señala que la actividad comercial en San Antonio ha mermado 70%. “La gente de la zona siempre ha considerado que obra de manera lícita y no es así, pero esas medidas no solucionarán. Lo que resolvería es la reactivación del aparato productivo, porque apenas el 20% de la escasez es por contrabando”, manifiesta.
En el destacamento N° 11 de la Comandancia General de la GNB, que colinda con la última alcabala de revisión antes de pisar el puente internacional, está Hugo Freijas, nombre ficticio que escogió un transportista de carga pesada, quien aguarda para solicitar una reunión con las autoridades.
Freijas conversa con mucha cautela porque “los muchachos” están en todos lados. Explica que por las trochas ya no está pasando “casi nada”: “Lo que se contrabandea está pasando de frente a la GNB porque, aunque se han tomado medidas, la plata daña los corazones”.
Mea culpa. Una fuente militar de la GNB aseveró que ha habido casos aislados de funcionarios implicados en irregularidades y se han tomado medidas correctivas. Rechaza que la práctica ilegal y la cooperación con contrabandistas esté “institucionalizada”.
Otra fuente militar del Ejército venezolano expresó que la presencia de ese componente de la Fanb en la frontera rotará a los funcionarios cada 15 días.
El gobernador Vielma Mora declaró: “Si un funcionario militar, policial o civil comete delito de contrabando, debe ir preso. Estoy proponiendo la eliminación del puesto de alcabalas de El Mirador y de Peracal (municipio Bolívar) porque para mí eso es una gran trocha. Hay que bajar la alcabala a zona fronteriza, no dentro del territorio, porque eso tiene mal olor”.
“Ya tenemos un teniente del Ejército, del batallón Rivas Dávila de Mérida, preso y con él dos soldados, también un sargento primero y un sargento segundo de la GNB. Vamos a implementar puntos de control con verificación digital para que la gente sepa que estamos vigilando. Hay que expulsar con deshonra y desprecio de la Fuerza Armada a todo funcionario inmerso en estos delitos”, sentencia.
Evalúa como “excelente” la cooperación binacional: “Colombia no tiene una pérdida económica, sino moral, nuestro país sufre ambas”.
En la frontera colombo – venezolana geográfica, económica, legal y culturalmente, se vive al borde.