Juan Pablo Cárdenas|

Cuando Chile en toda su época republicana no ha sido capaz de llegar a una paz estable con sus pueblos originarios, de forma en que sean respetados sus derechos, más difícil parece que pueda acoger a los miles de inmigrantes que han golpeado sus puertas en estos últimos años. A los haitianos, colombianos, peruanos y otros que siguen llegando a nuestro país en la ilusión de un porvenir más justo y digno. De esta forma es que muchos de éstos hacen lo posible por retornar ahora a sus países y el Estado se ve en la obligación de repatriarlos.

El conflicto con los mapuches en la Araucanía podríamos decir que se acrecienta en vez de apaciguarse, cobra más vidas de comuneros y toma las características de una verdadera guerra civil, aunque las autoridades se empeñen en “bajarle el perfil” a la crisis y asegurar que lo que sucede en el sur son solo conatos de delincuencia común o muy aisladas acciones de terrorismo. En la época actual, y pese a la prensa abyecta, ya no es fácil esconder los hechos y observar cómo los mapuches encaran a los empresarios y a sus policías esbirros que les siguen usurpando sus territorios ancestrales, junto con la decisión del actual gobierno y los anteriores de militarizar la zona. Algo que queda patente con la represión encomendada al llamado “Comando Jungla” que acaba de ultimar a un nuevo joven mapuche y con ello encender aun más los enfrentamientos y los atentados a las empresas forestales enseñoreadas en la zona.

Pese a que muchos habitantes de nuestro país han acogido solidariamente a los emigrantes, lo efectivo es que éstos a los pocos meses se dan cuenta de que solo estarán condenados a vivir en la pobreza y, muchas veces, en la miseria misma, lo que cualquiera puede comprobar con los miles de hacinados que viven de allegados y arriesgan su subsistencia, como ha acontecido con los incendios que han cegado brutalmente sus vidas y perdido sus modestos enseres. Privados de acceder a un sistema de salud, aspirar a su propia vivienda y, muchas veces, explotados inicuamente por las empresas que los reclutan como mano de obra barata en el campo o en la ciudad. Con salarios todavía inferiores al del empleo mínimo y, ciertamente, desprotegidos jurídicamente casi en todos los casos.

Si no fuera por los mismos pobres y discriminados chilenos, la condición de estos nuevos habitantes podría ser todavía peor. Pese a toda la solidaridad que también reciben de las iglesias y otras organizaciones de derechos humanos y, como no reconocerlo también, de unos pocos empleadores que aprecian sus aptitudes y disposición al trabajo. Además de acreditar sus altos niveles de educación, como todos podemos comprobarlo en los servicios que nos prestan en restoranes, servicentros, o como aseadores públicos, recolectores de frutas y otras actividades.

Pero la norma mayor es que muchos se encuentran desocupados o explotados y claman por el día en que puedan retornar a sus tierras y familias. Salir del desarraigo inducido por traficantes que comerciaron con sus ilusiones a vista y paciencia de nuestras autoridades, de las líneas aéreas cómplices que los trajeron, sin que se identifique todavía estos traficantes y, menos, ser sancionados como correspondería.

Indigna comprobar que durante el gobierno de Michelle Bachelet se haya fomentado esta migración masiva a Chile sin anotar que para éstos se transformaría en una experiencia más cruel de la que afrontaban en sus países. Tráfico humano que podría hacernos presumir que nuestro país estaba ubicado ya en el primer mundo y por lo tanto podía hacerse cargo de un fenómeno propio de los Estados Unidos y las potencias europeas. De allí que resulte paradojal que también hayan llegado migrantes de España y otras naciones desarrolladas quienes con la crisis económicas vieron en Chile la posibilidad de asentarse y prosperar. La mayoría de los cuales, obviamente, ya ha emprendido el retorno a sus países, en la seguridad de que con sus subsidios a la cesantía pueden vivir allá mucho mejor que aquí, donde todos los derechos se pagan y muy caro. Además de vulnerarse las obligaciones que nos impone el derecho internacional, como la de perseguir y sancionar los delitos de lesa humanidad y reconocer a los combatientes y héroes de la resistencia chilena, acogidos como corresponde, sin embargo, por un país democrático como Francia, entre otros.

En las paradojas de la diplomacia mundial, parece insólito que quien fuera incapaz de resolver el conflicto de la Araucanía, acabar con los abusivos sistemas de salud y previsión, cuanto derogar la constitución de Pinochet haya sido premiada con un elevado cargo en las Naciones Unidas, justamente en el área de los derechos humanos. Alguien que, además, no ha podido escapar de las denuncias de corrupción que atañen a sus propios familiares y colaboradores; o librarse de responsabilidad respecto de los mismos militares y policías corruptos que durante su administración desfalcaron sistemáticamente al fisco. Sin que se nos escape, tampoco, la forma en que murieron centenares de niños de manos del Servicio Nacional de Menores, institución pública que los tenía a su cuidado y que sirvió al cuoteo político de su gestión gubernamental.

Porque es la propia herencia del gobierno anterior la que explica en retorno de Sebastián Piñera a La Moneda y la política represiva que se sigue ejerciendo en contra de mapuches, estudiantes y trabajadores. Con las características xenofóbicas y fascistas que han adoptado las últimas medidas, a fin de cerrar nuestros pasos fronterizos, expulsar del país a los migrantes afroamericanos indocumentados y hacerse cómplices de los mismos despropósitos de Donald Trump.

Muy difícil parece que el actual gobierno pueda efectivamente dar un viraje sustantivo en torno al conflicto con nuestros pueblos fundacionales y proponerse, asimismo, dar una acogida digna a los inmigrantes en un país tan segregado por nuestra realidad económica y social perversa por sus desigualdades. Cuando las demandas mapuches llevan cinco siglos de espera y los derechos sociales de los trabajadores siguen conculcados. Además de comprobar que nuestras relaciones internacionales no se interesan por lo que sucede en nuestra región y el Tercer Mundo.

Toda una situación que abochorna cuando la comparamos con la generosa y hasta privilegiada acogida que se le dio a un millón de chilenos durante la Dictadura: por los países ricos y las naciones más pobres del mundo.

*Periodista y escritor chileo, exdirector de radio Universidad de Chile

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