Abril de 2002 se engrandece al analizar el contexto histórico y geopolítico
Clodovaldo Hernández |
Veinte años de aquellos días de abril dan mucho qué pensar. En lo personal conduce a ese tipo de reflexiones sobre el tiempo, el implacable, el que pasó. En un marco más colectivo y global es una oportunidad para ver aquellos acontecimientos en su contexto histórico y geopolítico.
Desde esa mirada en retrospectiva, lo ocurrido se engrandece, adquiere una dimensión mucho mayor.
Para calibrar la magnitud de lo ocurrido entonces basta con mirar el panorama mundial de ese momento: el modelo unipolar dominado por Estados Unidos vivía un auge tal que para perpetuarse había tenido que inventar un enemigo: el terrorismo.
Apenas habían pasado diez años de la desintegración de la Unión Soviética y era evidente que Estados Unidos (con sus aliados europeos y lacayos de todo el planeta) era el dueño absoluto del mundo.
Rusia, como cabeza de los restos de la antigua URSS, venía de ser arrastrada simbólicamente por los pantanos de las peores humillaciones. El gestor de la transición, Mijail Gorbachov, luego de haber sido presidente de la superpotencia socialista y secretario general del gigantesco Partido Comunista de la Unión Soviética, había terminado por ser el protagonista de una cuña publicitaria de la empresa de comida rápida Pizza Hut. Y, para colmo de bochornos, Rusia había sido conducida hasta 1999 por la senda del neoliberalismo más salvaje de todos, de la mano de un presidente beodo y payasesco, Boris Yeltsin.
Pocas semanas después del 11 de abril, la Rusia que apenas comenzaba la Era Putin, firmó un gran acuerdo contra el terrorismo con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), es decir, que su postura estaba lejos de ser confrontacional. Solo trabajaba en el control de daños.
[Ese pacto, por cierto, es el mismo que ha sido violado por el bloque occidental y ha terminado por generar el conflicto de Ucrania. Aunque ese es otro tema]
China, en tanto, estaba creciendo mucho en esos principios de siglo, pero un arrogante «occidente» la veía con desdén, como la sede de sus maquilas y los fabricantes independientes de otros productos, baratos pero de pésima calidad. Desde el punto de vista de la política exterior, el gobierno de Jiang Zemin, siguiendo la pauta establecida décadas atrás por Deng Xiaoping, se concentraba en el crecimiento y la modernización económica, tratando de no meterse mucho con el statu quo internacional. Una estrategia muy china, dicho sea de paso.
Es bastante obvio, entonces, que en el contexto de los grandes actores geopolíticos, el golpe de Estado forjado contra el comandante Hugo Chávez no podía contar con contención alguna. Un escenario muy diferente al que se vive en la actualidad con una Rusia que ha dejado atrás las humillaciones, y con una China que ya es, indiscutiblemente, la primera potencia económica mundial.
Si revisamos el vecindario latinoamericano, veremos que el asediado gobierno de Chávez estaba casi solo.
El neoliberalismo reinaba en el continente. Es verdad que en algunos casos (como el de Argentina) había generado resultados políticos y sociales desastrosos. Pero lo cierto es que la Revolución Bolivariana solo podía contar con la Cuba de Fidel Castro, muy maltrecha tras una década de Período Especial y de un bloqueo que EE.UU. había redoblado sádicamente a partir de 1992, cuando los antillanos habían perdido el respaldo de la URSS.
A este contexto amplio hay que agregar los acontecimientos recientes para ese momento. Siete meses exactos antes del 11A, había ocurrido el 11S. Y ese no es un detalle menor.
A falta de otra potencia que lo desafiara, EE.UU. había fabricado un enemigo global tomando como punto de partida los espectaculares acontecimientos de Nueva York.
Un presidente poco carismático, que había alcanzado el cargo mediante unas cuestionables elecciones, George W. Bush, tenía ahora la fórmula para ser «el líder del mundo libre», y patente de corso para hacer la guerra en cualquier lugar del planeta, sin riesgo de que nadie lo amenazara con un juicio penal internacional y con pleno apoyo de una maquinaria mediática solidaria con su guerra.
Y aquí hay que recordar que Chávez -que era políticamente incontenible- había sido el único gobernante en alzar una voz contundente contra la invasión estadounidense de Afganistán, en particular respecto a los desafueros cometidos contra población civil indefensa. Esa discordancia del obsecuente coro antiterrorista fue otro de muchos motivos para acelerar la conspiración contra el presidente venezolano y para que en aquellos días de abril no tuviera aliados globales de peso capaces de interceder por él.
Visto así, en retrospectiva y a grandes rasgos, era casi imposible que Chávez sobreviviera a un golpe liderado por la potencia hegemónica y sin contrapeso alguno a escala mundial.
A esto debe agregarse el juego de los poderes fácticos internos, alineados con la hegemonía unipolar.
¿Qué factores eran estos? La burguesía nacional, históricamente subsidiaria de capitales estadounidenses y europeos; los partidos políticos del establishment desplazado en 1998 y los de la nueva derecha fascista; los medios de comunicación en su casi totalidad; la alta gerencia de la industria petrolera; un segmento de los altos mandos militares (formados bajo los parámetros de la Escuela de las Américas); la jerarquía católica; y una clase media aterrorizada por el espanto del socialismo.
No era poco lo que tenía el bando golpista, si se le mira con algo de objetividad. Pero solo logró mantener el poder por 47 horas, algo que a 20 años de distancia sigue pareciendo insólito.
Otros no lo lograron
El fracaso del golpe de Estado de 2002 se ha ido haciendo más sorprendente con el paso de los años, al revisar el registro histórico de eventos análogos que sí cristalizaron en los «cambios de régimen» apetecidos por EE.UU. y sus aliados globales e internos.
Por solo hablar de América Latina, las tramas ideadas en Washington tuvieron éxito en Paraguay y Honduras (mediante golpes parlamentarios) y en Brasil y Ecuador (a través de lawfare), sin que se produjeran reacciones populares y militares parecidas a las del 13 de abril en Venezuela.
También adquiere más relieve lo ocurrido acá cuando se le compara con la forma como se impusieron en otras latitudes las prefabricadas revoluciones de colores, patrocinadas por la CIA, su fachada «decente», la USAID y entes paragubernamentales estadounidenses, como la National Endowment for Democracy (NED) o la Open Society Institute (OSI, que luego cambio su nombre por Open Society Foundations). La primera de esas “revoluciones” había marcado el comienzo del fin de Yugoslavia, en los años 90, pero luego, ya en este siglo, se impusieron en Georgia, Kirguistán, Líbano, Túnez, Egipto, Ucrania y Sudán.
Movimientos similares, auspiciados por Washington, tal como había ocurrido en Yugoslavia, generaron el clima necesario para justificar las invasiones de la OTAN a Libia y Siria.
En Venezuela (ahora se ve con claridad) se había realizado un ensayo de ese tipo de «revoluciones» -que son strictu sensu, contrarrevoluciones-, pues el movimiento opositor hasta el 11 de abril se había planteado como pacífico, mediante marchas, concentraciones, cacerolazos y huelgas.
Sin embargo, ese día se le mezcló con las clásicas recetas del golpe de Estado made in USA, con actos de bandera falsa (los asesinatos con francotiradores para inculpar al Gobierno) y el típico pronunciamiento de generales y almirantes derrocando al presidente constitucional.
Lo más significativo de esto es que el mecanismo funcionó según el plan, pero lo que no estaba en el libreto era una reacción popular y militar que no pudiera ser aplastada mediante represión legitimada por la “comunidad internacional” y por la maquinaria mediática.
Quedó demostrado que por muy sólido que fuese el apoyo de las clases medias a un movimiento de calle –pero de profunda raigambre elitesca-, nunca podría compararse con la fuerza de los sectores mayoritarios empobrecidos.
Son pocos los eventos similares que han ocurrido en el mundo antes y después del 13 de abril (la respuesta al 11) que puedan equiparársele. Actualmente, por cierto, está en desarrollo uno de ellos, protagonizado por el pueblo de Pakistán, que se ha volcado a las calles en contra de la destitución del primer ministro Imran Khan, por presiones de EE.UU. (¿cuándo no?).
Lo que vino luego
Lo de abril de 2002 fue apenas el punto de partida de una operación golpista que se ha extendido por dos décadas y que siguió con otro intento de revolución de colores (el circo de la plaza Altamira en el mismo 2002); el paro-sabotaje petrolero y patronal (2002-2003); las primeras guarimbas (2004).
Luego, el plan de atacar el palacio de gobierno con paramilitares (2004); las manifestaciones de los manitos blancas (2007); la descarga de la «calentera» (2013); las segundas guarimbas, la «Salida» (2014); la guerra económica, ataques a la moneda nacional y el estímulo a la migración masiva (desde 2014); la declaración de Venezuela como amenaza a la seguridad de EE.UU., y el inicio de la etapa de medidas coercitivas unilaterales (2015); los intentos de golpe parlamentario (2016); las terceras guarimbas (2017); el magnicidio fallido (2018); la autoproclamación de Juan Guaidó (2019); el intento de invasión desde Cúcuta (2019) el golpe de los plátanos verdes (2019); el sabotaje eléctrico (2019); la intensificación de las medidas coercitivas hasta llegar al bloqueo con robo de activos y cuentas bancarias (desde 2019); el intento de invasión con mercenarios (2020); y los esfuerzos por impedir la adquisición de vacunas en plena pandemia (2021).
Todos los componentes de este grueso párrafo tienen como común denominador con abril de 2002 que el pueblo llano y la Revolución Bolivariana han derrotado las estrategias largamente destiladas en los «tanques pensantes» del norte, en los que hay grandes talentos académicos dedicados a tiempo completo a encontrar fórmulas para dominar al mundo. Por algo será.
Reflexión mediática
También se cumplieron 20 años de una de las actuaciones más vergonzosas de los medios de comunicación venezolanos (lo que es bastante decir, porque son muchas): el silencio informativo de los días 13 y 14 de abril de 2002.
Tengo la ventaja de haber sido un testigo presencial de aquellos hechos, pues trabajaba en uno de los grandes diarios venezolanos de ese tiempo, El Universal. Prácticamente todos los medios del país (prensa, radio y TV) estuvieron alineados para generar las condiciones del golpe de Estado. Algunos lo hicieron en rol claramente protagónico; otros, solo como figurantes.
Los medios impresos, incluyendo El Universal, en los días previos (10 y 11) habían hecho algo muy pocas veces visto: ediciones extraordinarias, es decir, más de una el mismo día. Así de fuerte era su empeño por «informar» lo que estaba pasando. En realidad no era por informar, sino por llevar al máximo las tensiones políticas, sociales y militares.
De ese nivel de paroxismo pasaron al otro extremo el día 13, cuando las noticias dejaron de ser favorables al movimiento golpista. Entonces se volvieron extrañamente cautelosos, medrosos y preocupados por los efectos que podrían tener las noticias en la población.
La televisión se silenció por completo el sábado 13, luego de que en los días previos había intoxicado al público con toneladas de propaganda golpista, noticias (reales o falsas) y programas de opinión completamente sesgados.
Las televisoras de entretenimiento (Venevisión, RCTV, Televen) comenzaron a pasar tiras cómicas. Globovisión, canal de noticias, no presentó a Tom y Jerry, pero sus argumentos para dejar de informar fueron igualmente caricaturescos. Dijeron que preferían no difundir datos que pudiera causar alarma, una posición absolutamente incoherente respecto a la conducta previa de dicho medio, que había alcanzado el éxito entre los sectores más radicalizados de la oposición precisamente a punta de generar alarmas (hasta su música incidental había sido concebida para ese fin).
La mayoría de los medios impresos se silenció el domingo 14. Prefirieron no circular que llevar la noticia de que Chávez había sido restaurado en el poder. Lo hicieron por orgullo y arrogancia y también por algo de sentido del ridículo, pues la mayoría de los trabajos periodísticos y los anuncios publicitarios que iban a llevar esas ediciones dominicales eran apologías del golpe, loas a un gobierno que murió neonato.