Ucrania, las arenas movedizas de la Unión Europea
Ángel Ferrero-El Salto
Si atendemos a los discursos de los dirigentes europeos, pareciera que ésta ya no es una guerra de los ucranianos, sino una guerra de los “europeos” cuyas consecuencias físicas sufren vicariamente los ucranianos.
En el año 2012 la editorial Penguin Books publicó The Sleepwalkers: How Europe Went to War in 1914 (Sonámbulos: Cómo Europa fue a la guerra en 1914). Este detallado volumen de historia de más de 700 páginas de Christopher Clark se convirtió en un inesperado éxito de ventas y fue reseñado y citado en numerosos medios de comunicación como una advertencia, en vísperas del centenario de la Primera Guerra Mundial, de cómo los gobiernos, ajenos a las consecuencias de sus propias acciones, se condujeron a sí mismos –y sobre todo a sus poblaciones– al matadero. Antes de que las tijeras tocasen la cinta de seda del primer acto del aniversario, a finales de noviembre de 2013, comenzaron las protestas del Euromaidán en Kiev. El resto, como se dice, es historia. Una historia que se escribe ahora con hierro y sangre. Quizá ni los políticos ni los medios de comunicación europeos tuvieron tiempo de leerse el libro de Clark que tanto recomendaban.
Para la Unión Europea, Ucrania se ha convertido en territorio de arenas movedizas: cuanto más se mueve en ellas, más se hunde en sus propias contradicciones. Ya hemos tenido oportunidad de ver unas cuantas muestras. A finales de febrero, por ejemplo, Francia apoyó la propuesta de Estonia de crear unos eurobonos para financiar con 600 mil millones de euros a la industria de defensa europea durante los próximos diez años. Los mismos eurobonos que en su momento, recuérdese, se negaron para el rescate de Grecia ahora no son solamente una posibilidad, sino una necesidad. Europa, por citar otro ejemplo, no puede moralmente importar gas y petróleo de un estado autocrático como Rusia, que vulnera derechos humanos y libra una guerra contra sus vecinos, pero sí que puede importarlos de Azerbaiyán, un estado autocrático que vulnera derechos humanos y libra una guerra contra sus vecinos. La guerra obra milagros.
Hace unos días el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, dio la voz de alarma al revelar antes de una reunión de jefes de estado y de gobierno europeos en París que algunos estados miembro estaban sopesando enviar tropas a Ucrania sobre la base de acuerdos bilaterales de defensa. El anfitrión de la cumbre confirmó horas después ese mismo día que la posibilidad estaba, en efecto, sobre la mesa. “Haremos lo necesario para garantizar que Rusia no pueda ganar esta guerra”, afirmó el presidente de Francia, Emmanuel Macron. “Nada debería excluirse”, agregó. Con excepción de Lituania –cuyo ministro de Exteriores, Gabrielius Landsbergis, declaró que era “una iniciativa […] que merecía la pena considerar”– y Estonia, el resto de asistentes –entre ellos el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez–, así como los Estados Unidos y Reino Unido, se desmarcaron rápidamente de la propuesta. El portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, fue contundente y aseguró que “en ese caso, no tendríamos que hablar de la probabilidad, sino de la inevitabilidad” de un conflicto directo entre la OTAN y Rusia.
En un desliz, el canciller de Alemania, Olaf Scholz, reveló que tropas británicas están ayudando a Ucrania sobre el terreno a disparar los misiles que se le han entregado
El presidente francés, y quienes desde los medios han defendido durante estos días su propuesta, han argumentado que en esta guerra ya han caído otras líneas rojas en cuanto al envío de armas a Ucrania se refiere. Aunque no está formalmente en guerra con Rusia, la UE proporciona a Ucrania ayuda en forma de armamento, instrucción a sus tropas, inteligencia y acciones diplomáticas y económicas contra su rival. En declaraciones al Financial Times, un funcionario de defensa europeo expresó, a condición de mantener su anonimato, lo que muchos otros hasta ahora sospechaban: “Todo el mundo sabe que hay fuerzas especiales europeas, solo que todavía no lo han reconocido oficialmente.” En un desliz, el canciller de Alemania, Olaf Scholz, reveló que tropas británicas están ayudando a Ucrania sobre el terreno a disparar los misiles que se le han entregado.
El Directorio de Inteligencia de Ucrania (HUR) se vio obligado a desmentir la información y aseguró que los extranjeros que combaten en Ucrania son voluntarios, aunque una filtración de documentos secretos estadounidenses en abril de 2023 sacó a la luz la presencia de 97 soldados de fuerzas especiales europeas, entre ellos 50 británicos. Según The Guardian, estas unidades “llevan a cabo operaciones secretas, así como operaciones de espionaje y reconocimiento secretas, y se encuentran entre las organizaciones más secretas del ejército británico” y, “a diferencia de los servicios de inteligencia, las fuerzas especiales no están sujetas a supervisión parlamentaria externa».
Nadie de quien ha defendido la propuesta de Macron ha recordado, o ha querido recordar, que cada acción diplomática o económica en contra de los intereses rusos ha tenido una respuesta simétrica o asimétrica, que cada nuevo envío de armamento ha sido contestado por Rusia con una escalada militar. El embajador de Lituania en Vilna —y exministro de Asuntos Exteriores lituano—, Linas Linkevicius, ha venido a arrojar gasolina al fuego al escribir en su cuenta personal de Twitter que “después de la integración de Suecia en la Alianza Atlántica, el Mar Báltico se ha convertido en un mar interno de la OTAN: si Rusia se atreve a desafiar a la OTAN, Kaliningrado será ‘neutralizado’”. Y remachaba: “Las falsas acusaciones previas de Rusia de que estaba rodeada por la OTAN se están convirtiendo en una realidad.”
“A la hora de hablar de la génesis del conflicto actual, es importante recordar que los aspectos clave de los ochenta y noventa han sido en buena medida borrados de la conciencia pública en EEUU y Europa por la propaganda estatal y los medios de comunicación de masas”, escribía Anatol Lieven en The Nation poco antes de las declaraciones de Linkevicius. “Si alguien hubiese defendido entonces una estrategia que implicase la entrada de Ucrania en la OTAN y la expulsión de la Flota del Mar Negro rusa de Sebastopol, incluso los halcones entre los analistas occidentales hubieran contemplado esto como una locura y un camino seguro a la guerra”, opinaba Lieven, “pero la manera en que la percepción de este proyecto fantásticamente peligroso ha pasado de ser una locura a algo normal —en Washington y Londres, pero no por supuesto en Moscú— es un escalofriante ejemplo de la debacle del análisis estratégico serio e independiente en Occidente, que procede, en parte, del declive de la memoria histórica incluso a medio plazo.”
Qué significa “ganar” o “perder”
“Con el apoyo de nuestros aliados o sin él, no debemos permitir que Rusia gane”, afirmó la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en su último discurso en Estrasburgo. Como hemos visto, también Macron advirtió que “Rusia no puede ganar esta guerra”. “No permitir que Rusia gane” es el nuevo mantra de las élites europeas. En medio de este ruido de sables oxidados, conviene hacerse algunas preguntas sobre esta sobrevenida histeria militar.
Cuando hablan de “ganar” o “perder”, los líderes europeos probablemente no están pensando en los ucranianos: una “victoria” rusa sería, en efecto, una “derrota” para el prestigio de la Unión Europea, y para ellos personalmente. Su superioridad moral para con Ucrania ha quedado, a ojos de la opinión pública, en entredicho con su apoyo a las acciones de Israel en Gaza, sus discursos sobre una victoria rápida y humillante sobre Rusia han chocado contra el muro de la realidad.
“Nadie en el Ministerio de Defensa está hablando del reclutamiento en un sentido tradicional del término”, aclaró el almirante británico Tony Radakin
Hay quien ha interpretado el discurso de Macron en clave interna —teniendo en cuenta las inminentes elecciones europeas, para las que las encuestas de intención de voto pronostican una victoria clara de Agrupación Nacional (AN), el partido de Marine Le Pen—, hay quien lo ha hecho en clave europea —como un intento de arrebatar, con el apoyo de Europa oriental y las repúblicas bálticas, el liderazgo de la UE a una Alemania que atraviesa dificultades económicas y contrarrestar a la vez la imagen de declive que arrastra Francia desde hace décadas—, pero, sumado al discurso de Von der Leyen en Estrasburgo —“la guerra no es imposible”— y a otras declaraciones de dirigentes europeos, también podría afirmarse que se trata, razonablemente, de una muestra de la posible “europeización” del conflicto de la que hablaba Wolfgang Streeck el año pasado.
Aparentemente, esa “europeización” contaría con el apoyo, aunque no la implicación, de Reino Unido, cuyo jefe de las fuerzas armadas manifestó indirectamente su distancia de Bruselas la misma semana del discurso de la presidenta de la Comisión Europea: “No estamos a las puertas de una guerra con Rusia, no estamos a punto de ser invadidos, nadie en el Ministerio de Defensa está hablando del reclutamiento en un sentido tradicional del término”, aclaró el almirante Tony Radakin.
“La guerra no ha sido más que un desastre para Ucrania, y cuando Estados Unidos finalmente plantee abrir negociaciones, Ucrania terminará con un acuerdo mucho peor del que hubiera obtenido de haber trabajado para no permitir que las hostilidades estallasen en primer lugar”, escribe el comentarista político estadounidense Joe Costello. Sin embargo, continúa, “hace dos años, los principales cerebros militares estadounidenses graznaban que esta guerra sería rápida, que Rusia estaba acabada”. Costello mencionaba en su artículo una pieza del Wall Street Journal titulada ‘Alemania debería haber escuchado a Trump’ para abordar las consecuencias que el conflicto está teniendo para Berlín: “Es divertido porque, además de Ucrania, nadie ha incurrido en mayores costes en esta guerra que Alemania. El principal argumento del artículo es que Trump, como presidente, amonestó a los alemanes por comprar gas ruso. Trump se equivocaba.
Para los alemanes y para los rusos era mejor aliarse pacíficamente, pero ello no iba en los intereses de la seguridad nacional estadounidense y ahora Alemania ha doblado la apuesta en su error haciéndose extremadamente dependiente del gas natural licuado (GNL) estadounidense”. Dinamarca ha cerrado este mes su investigación sobre la explosión del gasoducto Nord Stream después de que lo hiciera Suecia. Su conclusión es que el gasoducto fue saboteado, aunque la investigación no pudo atribuir la autoría del atentado. El portavoz del Kremlin calificó la situación de “cercana al absurdo”: “Por una parte reconocen que hubo un sabotaje deliberado, pero por la otra no continúan con la investigación”, señaló Peskov. Cui prodest? La UE aumentó el año del atentado un 119% sus importaciones de LNG procedentes de EE UU.
La “coreanización” de Ucrania
Qué forma podría tener esa “europeización” del conflicto si EEUU se retira de un modo u otro de él es algo que avanzó el historiador de la Unión Soviética y Rusia Stephen Kotkin en una entrevista a la revista The New Yorker publicada el verano pasado. Lo que Kotkin proponía en aquella entrevista es que Ucrania aceptase concesiones territoriales a cambio de garantías de seguridad y la incorporación del territorio restante a la UE, estableciendo un símil con la Guerra de Corea: “Si observas el resultado de [el conflicto] Corea del Norte-Corea del Sur, es un resultado terrible”, explicaba el historiador. “Al mismo tiempo”, seguía, “es un resultado que ha permitido a Corea del Sur florecer bajo las garantías de seguridad y protección de los Estados Unidos”.
Según Kotkin, “de haber una Ucrania, no importa cuánto de ella —un 80%, un 90%—, que pudiese florecer como miembro de la Unión Europea y que pudiese tener algún tipo de garantías de seguridad —ya fuese la entrada como miembro de pleno derecho a la OTAN, o un acuerdo bilateral con EE UU, o uno multilateral que incluyese a EE UU, Polonia y a las repúblicas bálticas y los países escandinavos, potencialmente—, eso podría considerarse como una victoria en la guerra”. Más recientemente, el politólogo búlgaro Ivan Krastev ha barajado una idea similar, sustituyendo a Corea del Sur por Alemania occidental en la comparación.
La propuesta de Macron encajaría en cierto modo dentro de esta propuesta de “coreanización”, ya que ofrecería a Kiev garantías de seguridad y su integración de facto como periferia de la UE, y, al mismo tiempo, los estados de la UE que participasen de esta operación podrían presentar la entrada de sus tropas como una “victoria”: una muestra de apoyo a Ucrania y una exhibición de músculo militar independiente de Washington –más aún si las recientes tensiones en Transnistria se resuelven a favor de Moldavia en un escenario similar al de Nagorno Karabaj, como cree el periodista Leonid Ragozin–.
La propia guerra se ha convertido acaso en la mejor prueba de las dificultades que tiene el gobierno ruso para mantener el control de los territorios que ha capturado
Por su parte, Rusia podría convivir, hasta cierto punto, con esta solución a corto plazo, como lo ha hecho con otros tantos “conflictos congelados” en su periferia. El politólogo estadounidense John Mearsheimer ya planteó que el objetivo de Moscú en esta guerra no es ocupar todo el país, sino el control efectivo de los cuatro oblasts anexionados en 2022 (Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia), y, quizá, de otros cuatro (Odessa, Mikolayev, Dnipropetrovsk y Járkov) que le permitirían cerrar el acceso de Ucrania al mar.
En los documentos de las negociaciones mantenidas en 2022 Rusia pedía la neutralidad de Ucrania —aunque nada decía de su entrada en la UE—, que las potencias occidentales habían de garantizar, y la limitación de tropas y armas del ejército ucraniano, en particular los misiles, cuyo alcance había de limitarse a 40 kilómetros. Rusia no se abría a negociar el estatus de Crimea, pero dejaba la cuestión del Donbás sujeta a una negociación posterior. Según un análisis del Wall Street Journal, el documento “parece estar vagamente basado en el tratado de 1990 que creó una Alemania unificada, en el que las tropas de la Unión Soviética abandonaron Alemania oriental con la condición de que el país renunciase a las armas nucleares y limitase el tamaño de su ejército.” “Si Ucrania y Occidente acordasen negociaciones de paz hoy, probablemente discurrirían sobre las mismas líneas, más el territorio anexionado”, observaba Ragozin, “cuanto más dure esta guerra, más territorio: ésa es la posición negociadora básica del Kremlin.”
La propia guerra se ha convertido acaso en la mejor prueba de las dificultades que tiene el gobierno ruso para mantener el control de los territorios que ha capturado –incluso si la victoria en ellos del Partido de las Regiones, que defendía un acercamiento a Moscú, en las últimas elecciones legislativas para toda Ucrania (celebradas en 2012) parecía indicar lo contrario– como para avanzar hacia otros con sus respectivos grandes núcleos urbanos. Moscú no parece demostrar tampoco demasiado interés en el resto de Ucrania, cuya ocupación, con una población abiertamente hostil a Rusia, sería un problema todavía mayor. En otras palabras, Ucrania se convertiría en un nuevo estado báltico: un país de la periferia de la UE políticamente conservador, rabiosamente rusófobo y económicamente dependiente de Bruselas y Washington.
Por supuesto, sin acuerdos posteriores que ayudasen a rebajar la tensión entre la UE y Rusia, los intentos de una parte por desestabilizar y desgastar a la otra continuarían. “Es muy posible que la anexión de los nuevos territorios a la Federación Rusa no sea estable”, escribe el periodista Rafael Poch-de-Feliu, ya que “lo que quede de Ucrania se encargará de organizar la inestabilidad en esos territorios ocupados con la ayuda de la OTAN, obligando a establecer en ellos administraciones policiales y ‘antiterroristas’ rusas con la panoplia habitual de violencia, atentados, tortura y desaparecidos”. Depende de cómo, sigue, “se creará un gran terreno para desarrollar los atentados, ataques y asesinatos personales de los servicios secretos ucranianos con ayuda occidental, en especial británica, contra personalidades rusas y ‘colaboracionistas’ […] tanto en esos nuevos territorios incorporados como en el conjunto de Rusia”, lo que “podría endurecer sobremanera el clima político interno en el país y convertir una situación más o menos congelada en un cáncer para Rusia”.
“Hable con un ucraniano”
Por otra parte, la integración de Ucrania en la Unión Europea, incluso si no adopta la forma de miembro de pleno derecho, sería ya de por sí, esto es, obviando las condiciones de guerra, lo suficientemente desestabilizante para el bloque, sin necesidad alguna de intervención por parte de Rusia. Ya ha sido uno de los motivos que ha llevado a las protestas de los agricultores en Europa oriental, en particular en Polonia, donde las manifestaciones han alcanzado la frontera misma con Ucrania. “Los agricultores han estado exigiendo más protecciones frente a las importaciones de Ucrania”, observaba Wolfgang Münchau en EuroBriefing al recordar que la propuesta de extender la relajación de las normas aduaneras al campo ucraniano cuenta con la oposición de Polonia, Hungría, Rumanía, Bulgaria y Eslovaquia, y que, en respuesta a esa misma oposición, la Comisión Europea ya ha frenado las importaciones de carne aviar, huevos y azúcar si éstas exceden los niveles de 2022-2023.
A estas alturas del artículo, un lector suspicaz seguramente se haya preguntado: “¿Y dónde está Ucrania en toda esta historia?” La “agencia” y “autodeterminación” de los ucranianos, tan reivindicada desde algunos think tanks y medios de comunicación, es, paradójicamente, ignorada con una pasmosa regularidad. Su opinión ha sido suplantada por lo que Carl Beijer ha denominado “el complejo influencer ucraniano”, la presencia en medios de comunicación y redes sociales de personajes vinculados a entramados dependientes de la ayuda occidental cuya opinión es, lógicamente, sesgada y poco representativa.
“En general, la norma ha sido insistir en que todo el mundo en el país apoya esta guerra y rechaza una solución diplomática”, escribe Beijer, “de ahí que una de las frases más comunes de los halcones es la demanda a los críticos de que ‘hablen con un ucraniano’: así puede borrarse y silenciarse a los ucranianos que no encajan con este estereotipo, y puede ignorarse todos esos molestos problemas como son la libre expresión y el derecho a la objeción de conciencia, todos estos condenados derechos humanos que tan a menudo se interponen a una buena guerra”.
Si atendemos a los discursos de los dirigentes europeos, pareciera que ésta ya no es una guerra de los ucranianos, sino una guerra de los “europeos” cuyas consecuencias físicas sufren vicariamente los ucranianos. Nadie lo expresó mejor que el ministro de Asuntos Exteriores de Ucrania, Dmitro Kuleba, el pasado mes de enero en Davos: “Os ofrecemos el mejor acuerdo posible: no sacrificáis a vuestros soldados, dadnos armas y dinero y nosotros acabaremos el trabajo.”