La buena conciencia (de los hdp)
Daniel Gatti-Brecha
Los intereses energéticos detrás de la guerra, la crisis climática y el doble discurso de Europa. La adicción de nuestro sistema económico a los combustibles fósiles provocó otra guerra y la ruptura de varias promesas de transición verde.
Ocurrió en España, pero podría haber pasado en cualquier otro país. A fines de marzo, una investigadora especializada en relaciones internacionales, Arantxa Tirado, intentaba explicar en un canal de televisión madrileño que la guerra de Ucrania tiene «razones geopolíticas, económicas y comerciales», que «la geopolítica, la geoeconomía no tienen valores morales» y que conflictos como este son difícilmente reductibles a una lucha entre buenos y malos.
Quiso decir, por ejemplo, que la guerra de Ucrania tiene que ver con el control de las cada vez más escasas fuentes de energía. Que eso es una evidencia, por los movimientos y las jugadas que han hecho los distintos actores, y que por más que estos enmascaren sus jugadas detrás de bellos discursos sobre la defensa de la libertad y la democracia –unos– o de la desnazificación –otro– hay que mirar hacia allí, al menos también hacia allí, para entender parte de la virulencia de este conflicto entre potencias por el nuevo reparto del mundo.
Tirado afirmó que quiso decir eso después, al salir de la tele, porque en el «debate» no pudo: ¿cómo va a insinuar, señora, que en esta guerra hay intereses económicos?, le lanzaron sus interlocutores. ¿Cómo va a decir que Occidente no está defendiendo la libertad y la democracia y que esto es lo central de esta guerra? ¿Cómo va a osar decir que los ucranianos que están muriendo bajo las bombas de Vladimir Putin no están defendiendo los valores más nobles que se puedan defender?
La profesora trataba de decir que no estaba justificando la agresión rusa ni defendiendo a Putin, que lo que pretendía era explicar por qué las reacciones a esta invasión y a esta guerra habían sido tan enormes comparadas a otras invasiones y a otras guerras tanto o más odiosas que esta, que eso pasaba porque estábamos en un momento parteaguas, en un momento de ruptura, y que esa ruptura tenía que ver con el nuevo reparto del mundo.
Cuando se produjo ese intercambio que no fue tal, Joe Biden estaba en Bruselas, invitado por el Consejo Europeo para hablar del futuro que se avecinaba para los aliados de ambos lados del Atlántico. En los discursos oficiales se habló, de una parte y otra, como era previsible, de libertad y de democracia. Pero los temas centrales fueron otros: sobre todo, el aprovisionamiento europeo de energía, y también de cereales, ahora que Rusia estaba siendo sacada de Troya y se estaba yendo con su gas, su carbón, su uranio e igualmente con su trigo y sus fertilizantes a otras partes.
Manu Pineda, eurodiputado por los españoles de Unidas Podemos, planteaba en una columna (Público, 24-III-22) cómo la visita relámpago del presidente estadounidense a la ciudad sede de la Unión Europea (UE) era esencialmente comercial.
Biden llegó a Bruselas, escribía el legislador, como si fuera un lobista de las grandes empresas de su país, las de los sectores de la energía, la alimentación, las armas, «para ofrecer sus productos ante una Europa necesitada, que va a tener dificultades para producir debido al alza del precio de los fertilizantes y las dificultades para importar potasio de Rusia y Bielorrusia, y que se ha quedado sin dos importantes proveedores […] y para garantizar que sus representados sean los grandes beneficiados de una guerra que, una vez más, se lleva a cabo lejos del territorio estadounidense. A los representantes de la UE les ha tocado el papel, que parece que asumen gustosos, de implementar las instrucciones que les traslada el inquilino de la Casa Blanca».
Unas pocas semanas antes, Alemania había decidido abandonar la puesta en funcionamiento del recién terminado, pero aún no estrenado, gasoducto Nord Stream 2, que iba a conectarla a Rusia y proveerla con un combustible relativamente barato (véase «Alemania cambia el rumbo», Brecha, 3-III-22). La invasión de Ucrania fue la ocasión de oro para Estados Unidos de concretar su sueño de ponerle candado a esa megaobra que tanto acercaba Europa a Rusia sin tener que seguir moviéndose entre bambalinas para boicotearla, como había estado haciendo hasta la bendecida guerra de Putin.
Si antes era dependiente de Moscú para aprovisionarse de gas (también de petróleo y de uranio enriquecido), tras la suspensión del Nord Stream 2, Europa pasará a depender de Estados Unidos. Pero deberá pagar una factura sustancialmente más cara para traer el combustible desde el otro lado del océano.
Peor aún: en Estados Unidos el gas y el petróleo se extraen en gran medida mediante fracking, un procedimiento considerado altamente contaminante, que países de la UE como Francia y Alemania habían prohibido en su territorio, por considerarlo contrario a los objetivos de combate al cambio climático que la UE presenta como «parte constitutiva de todas sus políticas». Ahora, «para recibir el gas del amigo americano», Europa deberá hacer «grandes inversiones en múltiples plantas regasificadoras», que serán onerosas económica y ambientalmente, señalan el científico Antonio Turiel y el periodista y militante ecologista Juan Bordera (CTXT, 1-III-22).
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Turiel y Bordera consideran la guerra de Ucrania como «la primera de la era del descenso energético». «Vivimos en el siglo de los límites», escriben, y nos estamos acercando a pasos agigantados al peak oil, «ese momento en el que la producción de petróleo llega a su máximo técnico, económico y físico y comienza inexorablemente a declinar, por más inversión, tecnología e innovaciones que se quieran hacer para evitarlo». Las principales potencias se están preparando para ese momento, pero mientras tanto se están disputando el control de lo que queda de combustibles fósiles a cara de perro.
«En los gabinetes del Kremlin se sabe que la bonanza que les da actualmente la abundancia de recursos minerales, con los energéticos a la cabeza, es pasajera. Y por eso mismo a Rusia le interesa situarse lo mejor posible de cara al futuro: controlar el acceso al mar Negro, neutralizar futuras amenazas, controlar la producción mundial de cereales… Todos ellos son objetivos muy alineados con una estrategia para hacer frente a los múltiples picos de extracción de materias primas que se avecinan.»
Lo mismo sucede del otro lado. «Cuando ya se empieza a reconocer que la abundancia del gas del fracking tiene los días contados, también a Estados Unidos le interesa aprovechar esa abundancia mientras dure», sostienen Turiel y Bordera. En los últimos años, dice la nota, la superpotencia ha «incrementado exponencialmente su capacidad de licuefacción de gas» para transportarlo en barcos y venderlo en mercados que lo puedan comprar. En primer lugar, el europeo. De haberse construido el gasoducto Nord Stream 2 no hubiera podido hacerlo. Ahora tiene las puertas abiertas. Hasta que las canillas se cierren. O mientras el planeta aguante.
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Así como todo el mundo sabe que en algunas décadas se acabarán las reservas de combustibles fósiles, todo el mundo sabe también, sugieren Turiel y Cordera, que la superexplotación de esos recursos ha conducido al desastre ambiental actual. Lo saben, obviamente, quienes lo vienen denunciando y lo saben también quienes de la boca para afuera lo niegan porque están ligados a esas industrias contaminantes.
Pero la necesidad tiene cara de hereje, y muchos de aquellos países que se presentaban como campeones del combate a las causas del cambio climático y competían por fijar objetivos ambiciosos de reducción de la emisión de gases de efecto invernadero porque «el planeta se muere» hoy miran para otro lado, aunque el tren les venga de frente y amenace con llevarlos puestos.
A fines del año pasado, Alemania anunció que adelantaría a 2030 el fin de la energía generada a partir de carbón. Se trataba de eliminar simultáneamente dos fuentes contaminantes, la carbonífera y la nuclear, y de apostar a largo plazo a las renovables y al gas como «energía de transición», dijeron entonces referentes de la coalición tripartita gobernante de socialdemócratas, liberales y verdes.
De la nuclear, Alemania viene reduciendo su dependencia desde que comenzara a aplicar un plan de reducción de las centrales a partir del desastre de 2011 de Fukushima, en Japón, pero el carbón pesa tanto en el abastecimiento energético que ha convertido al país en uno de los que más emiten dióxido de carbono en Europa.
De todas maneras, la guerra de Ucrania cambió la ecuación y la descarbonización deberá esperar en Alemania. «En nuestra seguridad energética futura, para no depender de Rusia el carbón desempeñará un papel crucial», dijo a mediados de marzo Olaf Lies, el ministro socialdemócrata de Energía del estado de Baja Sajonia. «Que volviéramos a elegir esta frase no era del todo evidente, dado el plan del país de eliminar el carbón para 2030 y alcanzar la neutralidad climática para 2045, pero así son las cosas», añadió.
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Si para Alemania las vías del Señor para reducir la dependencia energética del gas ruso pasan por recarbonizar o no descarbonizar, en Francia pasan por renuclearizar o no desnuclearizar. No hace tanto, en 2018, cuando la moda verde amenazaba con acabar de trastocar el ya muy trastocado paisaje político francés, el presidente Emmanuel Macron anunciaba su «ambición de reducir la cuota de la energía nuclear en el mix energético» del 70 por ciento actual al «50 por ciento» hacia 2030. Reconocía entonces que la nuclear era una energía potencialmente peligrosa, que no podía ser catalogada como ambientalmente aceptable.
Pero el tremendamente poderoso lobby nuclear puso todo su peso en la balanza, y también lo hicieron las necesidades políticas. Uno de los temas de campaña de la extrema derecha en Francia en los últimos años ha sido la «defensa de la soberanía energética del país, que aquí pasa por afirmar la apuesta a la energía nuclear», según dijo en múltiples actos Marine Le Pen, la candidata de la Agrupación Nacional que en 11 días le disputará la presidencia a Macron en segunda vuelta. La industria nuclear da, además, empleo directo a más de 200 mil personas que viven en zonas empobrecidas del territorio, donde la extrema derecha ha crecido.
A fines del año pasado, Macron anunció el «renacimiento de la industria nuclear en Francia». Y en febrero, cuando ya el conflicto en Ucrania se había tensado, precisó su plan: se construirán seis nuevos reactores, se estudiará la viabilidad de otros ocho y aquellos de los 56 actualmente existentes cuya vida útil pueda ser prolongada serán recauchutados.
A comienzos de febrero, tanto Francia como Alemania habían recibido un espaldarazo de la Comisión Europea para seguir adelante con sus respectivas políticas energéticas. El órgano ejecutivo y encargado de proponer leyes a la UE adoptó un borrador de resolución que etiqueta como «verdes», es decir como «ambientalmente sostenibles», tanto a la energía nuclear como al gas fósil. Al mismo nivel que las energías renovables. (Sobre lo poco «verde» del gas fósil, véase, por ejemplo, «Una jugada por delante», Brecha, 14-I-22).
«No se atrevió a catalogar como verde al carbón, pero no desesperemos, ya llegará el momento en que lo haga. Siempre se puede caer más bajo y desdecirse de lo que hasta hace cinco minutos se afirmaba con tanto énfasis», ironizó un integrante del movimiento ecologista Extinction Rebellion cuando se divulgó el borrador.
Si el Parlamento Europeo o el Consejo Europeo no rechazan la propuesta de la comisión antes de agosto, la nuclear y el gas fósil serán consideradas oficialmente energías verdes en los 27 países de la UE el 1 de enero de 2023 y entrarán en la lista de «inversiones sostenibles», aunque los científicos del Panel Internacional de Cambio Climático sigan produciendo documento tras documento denunciando que con decisiones como esas se esté yendo hacia «un seguro suicidio colectivo».
Movimientos sociales europeos habían propuesto que se lanzara una consulta pública en toda la región sobre el tema, pero la comisión nunca barajó esa posibilidad. Y no la barajará. Menos que menos ahora, «en un contexto de guerra que impone decisiones rápidas para salir cuanto antes de la dependencia del gas ruso», según dijo un alto funcionario europeo a mediados de marzo.
«La era del descenso energético no iba a ser un camino de rosas. Eso lo sabíamos. Que de repente las fuentes de energía no renovables (petróleo, carbón, gas natural y uranio), que proporcionan casi el 90 por ciento de la energía primaria que se consume en el mundo, empiecen a disminuir no presagiaba nada bueno», escribían en CTXT Turiel y Bordera. Presagiaba, por ejemplo, cada vez más guerras por el control de los recursos. «Entre las más letales y efectivas espoletas de esas guerras se encuentra la escasez de alimentos […].
Visualicen la sequía que está afectando a amplias zonas de Sudamérica, Norteamérica, Europa o África por el caos climático. Y añadan a eso una UE completamente adicta a los recursos minerales que antes le daba Rusia a bajo precio y que ahora tendrá que buscar en otros lugares. Viertan unas gotas de populismo y creciente manipulación mediática auspiciada por los poderes económicos. Exacerben los miedos al desabastecimiento, ya entrenados durante el confinamiento, agiten fuertemente durante semanas en las que la clase media occidental vea crecer su miedo a dejar de existir al tiempo que crezca la precariedad.
Observen cómo todo ello hace subir la espuma del militarismo, y después sírvanse el brebaje bien caliente. Et voilà: gracias a esta fórmula conseguiremos que los países europeos se embarquen en guerras buscando asegurarse recursos vitales para mantener un estilo de vida ya imposible. Y, encima, que tal despliegue militar se venda como que es en defensa propia.» Bordera y Turiel dicen que puede haber otra forma de «descenso energético».
El anarquista español Carlos Taibo la llama decrecimiento. Supone una revolución en el modelo de desarrollo, una nueva utopía anticapitalista, a construir en la urgencia, porque los tiempos hoy son más cortos, dice Taibo. Y cuando se le objeta que su planteo «no es realista» porque un cambio de esa magnitud necesitaría de muchas décadas, cita aquella frase del francés Georges Bernanos: «El realismo es la buena conciencia de los hijos de puta».