Pese al hostigamiento constante y los cañonazos virtuales, Venezuela continúa su camino

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Aram Aharonian|

Todas las tácticas de la guerra de cuarta generación, incluida la de espectro completo (dimensión social y geográfica) se han empleado simultánea y continuamente contra Venezuela, desde 2001 y en especial desde abril último: guerra cultural y de ideas, guerra económica, amenaza de guerra tradicional o militar. Empresas, gobiernos, instituciones financieras, bancarias, políticas, diplomáticas, militares y mediáticas internacionales, participaron –y participan- de esta guerra, con la complicidad de la oposición política y un poder fáctico que aún coexiste en Venezuela.

Hoy, desde el gobierno bolivariano se señala que se ha logrado dominar las poderosas herramientas del adversario en el terreno digital (en especial las redes sociales) y salir victorioso en un conflicto que movilizó millones de dólares, tecnologías de última generación y una élite de expertos en lucha electrónica, realidad virtual y publicidad de la “democracia”.

Lo que importa no es la realidad, lo que suceda, sino que millones de personas –a través de medios masivos o redes sociales- confundan la realidad virtual (muchas veces pura mentira) con la realidad-real. Diversas experiencias a lo largo y ancho del mundo (sorpresivo éxito del Brexit en Gran Bretaña, la campaña de mercadeo digital de Trump –Proyecto Álamo- basado en el Big Data y la inteligencia artificial que logró romper el núcleo duro de los votantes de Hillary Clinton), dan la pauta que estamos pasando de la llamada guerra de Cuarta Generación a la de Quinta Generación, donde los algoritmos serán los protagonistas.

Los científicos sociales señalan que la naturalización de la violencia convirtió a la víctima –el gobierno de Venezuela- en el criminal. Por las redes sociales la violencia extrema (sin castigo) compartió los rasgos de flexibilidad, exhibicionismo del enfrentamiento hollywoodense, lo que explica el ataque a bases militares, incendiar seres humanos vivos, lanzar cócteles molotov contra la policía, hospitales, guarderías u ómnibus llenos de gente, marcar las casas de chavistas, llamar públicamente a la intervención extranjera y al uso de armas nucleares.

No hubo ningún tipo de censura de las redes, atentas a otras tonterías de los usuarios, quizá en la creencia de que se trataba de deportes “extremos”, tan de moda ellos. Los venezolanos están haciendo hoy un silencioso viaje de regreso a la realidad. En Venezuela –y desde España, Colombia, Panamá o Estados Unidos- centenares de páginas web, grupos públicos y privados en Facebook, y millones de mensajes en Twitter, Instagram y WhatsApp divulgaron propaganda negra y llamados a la desobediencia civil.

Y no solo eso: difundieron impunemente manuales para fabricar cócteles molotov, napalm y morteros, o explicaron cómo construir escudos y chalecos blindados y adquirir máscaras antigás. Y así, niños y adolescentes, quizá creyéndose participantes de un juego cibernético a gran escala ocuparon las primeras filas de fuego y –lamentablemente- asumieron el papel de verdugos de “chavistas” (sean éstos negritos, indios, discapacitados o sospechosos de pensar diferente).

Pero también, a través de las redes sociales, centenares de peticiones de apoyo financiero o “crowdfunding” lograron fondos para sostener las manifestaciones violentas y proveer de armas a los manifestantes alentados por la oposición. La cibervida invadió la realidad venezolana y miles de personas “vivió” una realidad virtual a través de la redes sociales, en especial los llamados millenials (nacidos en este milenio), adoptando todas las características del racismo, la autopercepción de supremacía, la xenofobia, el desprecio a la opinión diferente y el terror.

En cualquier lugar del mundo esto –incluida la forma extrema de guerra sicológica – se llama terrorismo. Tampoco es de extrañar que  varios ex presidentes latinoamericanos no tuvieran ningún reparo para reunirse en Caracas con estos terroristas y legitimarlos con selfies y mensajes de aliento en Twitter, al mejor estilo de Donald Trump con los supremacistas blancos de Charlottesville.

Dueños de medios privados financiaron las principales campañas en Internet y las empresas tecnológicas que las hicieron posible, en alianza con multimillonarios –y corruptos- emigrados y fundaciones en Estados Unidos, y cartelizaron la campaña interna contra el gobierno, ayudando a programar la opinión pública mundial en contra del chavismo en su conjunto como fuerza política, contratando “data brokers” para acceder a potentes bases de datos y manejo de robots para generar campañas virales.

Del lado del gobierno, la lucha se encaró también a través de redes sociales, donde los principales dirigentes tienen cuentas en varias plataformas, con una intención de interlocución con la ciudadanía a través de programas radiales y televisivos, prestos a desmentir noticias falsas o alertar de un ataque. Pacientemente, el gobierno generó mensajes de paz y de diálogo para la construcción del futuro, con la intención de generar narrativas para cada sector de la población.

Hasta que llegó la perversa realidad, y el tema de la paz y del diálogo le permitió al oficialismo pasar a la ofensiva con mensajes que apuntaban a transversalizar toda la sociedad, mientras el liderazgo opositor estuvo a la defensiva frente a la Constituyente, que logró movilizar a ocho millones de ciudadanos hasta las urnas. A pesar del apoyo internacional, fue en lo interno, donde la oposición terminó más dividida, desorientada, sin discursos coherente y quedó a la intemperie la esencia terrorista de la convocatoria de algunos de sus principales dirigentes.

La oposición no logró digerir la derrota en esta batalla, que ellos pensaban definitiva y la única reacción posible fue la amenaza de una intervención militar extranjera. Todos sabemos que el gobierno estadounidense no cejará en sus intentos de destruir al chavismo, que ha sido la locomotora de la integración regional, y que para ello tiene no solo a cipayos dirigentes locales sino también a una serie de marionetas y comisarios de la derecha internacional, además del innegable poder de los medios masivos de comunicación hegemónicos y de las redes (anti)sociales.

 Para tratar de entender qué pasa en Estados Unidos

William S. Lind, teórico de la Guerra de Cuarta Generación, dijo en 2009 que: “Estados Unidos es un Estado de partido único. El partido único es el partido del establishment, que es también el partido de la guerra permanente para la paz permanente”. Entre la puja de los “liberales” de la CIA y los ultraconservadores del Pentágono, Donald Trump, accionista  de la armamentista Raytheon, optó por el segundo, por la reindustrialización militar a gran escala y a un estilo de intervención extranjera más abierto.

Eso significó descartar  las operaciones secretas de desestabilización encubierta del aparato de inteligencia (CIA), que creaban, financiaban, adiestraban y armaban a “rebeldes” (como en los últimos seis años en Siria), usando una docena de países en esos proyectos. Tampoco las formaciones mercenarias, como el paramilitarismo colombiano, son del gusto de Trump, aunque sí de los israelíes

Trump, un hombre de negocios acostumbrado a subir la apuesta y urgido a hacerlo por la explosión de sucesivos escándalos internos, amplía los escenarios militares de su antecesor: la ocupación de Afganistán seguirá por decimoséptimo años consecutivo.El financiamiento,entre Wall Street y la industria armamenista, se basa en el control de la producción y procesamiento de la amapola para transformarla en heroína.

La cacareada opción militar estadounidense tiene pasos previos de ablandamiento (sanciones comerciales y financieras) y la ruptura por dentro del estado-nación, basados en el decreto Obama que le da un “marco legal” a las operaciones clandestinas de 14 agencias estadounidenses, entre ellas la CIA, DIA, NSA. Pero la cruda opción militar vociferada por Trump, despertó anticuerpos hasta en aquellos presidentes previamente alineados (Reunión de Lima) para agredir a Venezuela.

La tesis del International Crisis Group, sostenía que de fracasar la OEA se debería armar una comisión de países dispuestos a derrocar el gobierno constitucional venezolano, lo que aceleró la tesis de crisis humanitaria y las provocaciones de bandera falsa en la frontera suroccidental con Colombia. Pero en Lima, los presidentes se vieron en este espejo y supieron que una vez que se estableciera el precedente de la opción militar y abierta la criminalización de la dirigencia política, será más fácil para Washington ejecutar el mismo expediente en cualquier otra parte, incluyendo a sus países.

La opción militar interna, de escaso voltaje hasta ahora, se mantiene, con ataques de un helicóptero contra la sede del Tribunal Supremo de Justicia o el ataque al fuerte Paramacay. Hay algo que ha sorprendido a los analistas y es que cada anuncio de Trump sobre Siria, Norcorea, China o Afganistán,  lo desdice o atempera el secretario de Estado, Rex Tillerson, el vicepresidente Mike Pence (realizó una gira por Latinoamérica para apaciguar a los “socios”), o el secretario de defensa James Mattis,

Hasta ahora no sucedió en el caso de Venezuela, aunque viene a la mente el uso de la “estrategia del loco” de la que tanto gustaba Henry Kissinger, ahora también asesor de Trump…

Lo cierto es que la falta de unidad y/o cohesión en el discurso produce disonancias que impiden reflejar un curso de acciones claro, y por lo tanto es difícil anticiparlas. Por ejemplo un día declaran que no habrá cambio de régimen en Siria y al día siguiente lanzan 59 misiles. Pero esta falta de cohesión es comprensible porque la agenda contra Venezuela es manejada primordialmente por la rama legislativa y los grupos mafiosos de presión, de las corporaciones energéticas y armamentistas, donde Marco Rubio y Bob Menéndez aparecen como principales coristas, casi siempre rodeados en las fotos por dirigentes opositores venezolanos, y alguna rubia.

Dentro del libreto agresivo, el general H.R. McMaster -arquitecto de desastres en Irak devenido en consejero de seguridad-  y Gary Cohn (presidente Goldman Sachs), consejero económico, ambos de la Administración Trump, escribieron un artículo en The Wall Street Journal donde sentenciaban definitivamente que EEUU no se relacionará con el mundo como un socio amistoso, sino como un superpoder capaz de imponer sus condiciones a la “amistad” con los otros países o de lo contrario enfrentarlos.