Venezuela ante las próximas elecciones presidenciales

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GUILLERMO ALMEYRA| En las elecciones regionales del domingo 16 de diciembre, el chavismo volvió a ganar por amplia mayoría tras haber vencido en las presidenciales de octubre. Se reafirmó así, por enésima vez, su legitimidad democrática y su gran respaldo popular.

Pero, si bien el porcentaje de diferencia entre los partidarios del gobierno y los de la oposición derechista fue casi el mismo, la participación del electorado fue mucho menor (pues hubo una abstención de 46 por ciento contra 22 en las presidenciales).

Esta deserción de la batalla electoral se explica en parte por el cansancio después de tantas campañas pero, sobre todo, por la desilusión de la derecha ante la victoria de Chávez en la elección presidencial y la decepción ante la casi seguridad de que se iba a repetir el mismo resultado dado que apenas habían pasado menos de tres meses y, en el campo de los electores chavistas –un millón de los cuales no escucharon el llamado del presidente a arrasar con la oposición ni el del vicepresidente a demostrar con el voto el amor a Chávez en peligro de muerte– se explica, en cambio, porque ya no se trataba de elegir entre Chávez y Capriles sino entre candidatos a gobernadores y legisladores locales, mucho menos populares que Chávez y sobre todo discutidos, porque en la lista oficial muchos no fueron elegidos por las bases (al extremo de que 18 de los 20 gobernadores chavistas recién elegidos son militares).

Ahora es casi imposible que el presidente Hugo Chávez pueda asumir su cargo el 10 de enero, lo cual, según la Constitución, obliga a una nueva elección de presidente en el plazo de un mes. El aspirante seguro de la oposición, bastante fragmentada tras sus sucesivas derrotas, es el ex candidato presidencial Capriles, hoy gobernador del importante estado estratégico de Miranda. El de la coalición gubernamental teóricamente debería ser escogido aún en una elección primaria, pero es posible que sea, por consenso, el actual vicepresidente Nicolás Maduro, designado por Chávez como su sucesor entre un grupo selecto que estaba también integrado por el representante político de la empresa petrolera estatal PDVSA, el del ejército (que renovó su alto mando) y el del partido, que es el sector más burocrático del Estado.

Así irá probablemente Venezuela a las elecciones presidenciales, hacia fines de febrero, y a las municipales, de junio, pero lo importante no son tanto los alineamientos político-institucionales sino los posibles comportamientos de las clases y subgrupos sociales y de los poderes de facto.

Es probable en este sentido que se acelere la deserción de buena parte de la burguesía importadora e industrial venezolana del bloque reiteradamente perdedor (cuyo candidato, además, trata de competir con Chávez simulando estar a la izquierda del mismo, lo cual no les gusta nada a sus patrocinadores) como lo indican comunicados de cámaras empresariales.

Es igualmente probable que ese sector de la derecha social golpee las puertas de los aparatos e institutos más derechistas del chavismo (el partido y el ejército) para, junto con la boliburguesía (la burguesía corrupta nacida al calor de los mismos), ocupar un lugar en la elaboración de las políticas en la Venezuela post-Chávez. Dado que en el aparato político-estatal chavista existe desde hace rato un grupo que busca tender puentes a ese sector capitalista y separarlo de la derecha política y de Washington, será muy importante ver si Chávez, aunque no ejerza la presidencia, está en condiciones físicas de presionar con su autoridad política desde afuera del gobierno.

En efecto: independientemente de si Maduro es elegido tal como desea el presidente, el proceso será diferente en el caso de que el enorme apoyo popular al chavismo siga desorganizado y no encuentre un líder que, en parte, se apoye en él y, por lo tanto, no pueda frenar la evolución hacia el centroderecha de los aparatos estatales, o si, por el contrario, el poder eventual de Chávez desde detrás del trono consiguiese contrarrestar la creciente tendencia del aparato militar a ocupar el primer plano de la política nacional y a reforzar los aspectos que, en la economía venezolana, unen las empresas privadas con las públicas, siempre conducidas como si fueran también privadas, y con el capital financiero internacional.

Las elecciones sucesivas son un obstáculo para la organización de la fuerza y del poder popular y, por el contrario, favorecen las decisiones de los aparatos y las maniobras y negociaciones en los corredores; o sea, el intento de la burguesía venezolana de entrar a formar parte del grupo de los que deciden, pero directamente y ya no mediante intermediarios o mediadores. La reorganización de la fuerza del pueblo venezolano tiene como terreno propio los barrios, las empresas, en cierta medida –incluso– los sindicatos, la autorganización, la autogestión, no la sede de los partidos chavistas que se abocan en cambio a ganar dos elecciones sucesivas (entre febrero y marzo y en junio) y a colocar sus propios gallos en el ruedo.

En los cambios políticos y reacomodamientos actuales en el establishment aparece una amenaza contra ese poder popular que ya impuso a Chávez como presidente cuando salió de la cárcel del viejo régimen y lo reimpuso en el gobierno cuando las fuerzas políticas y sociales de la derecha lograron derribarlo y encarcelarlo.

Dicho poder se ha politizado y está casi intacto pero no se identifica con el aparato estatal chavista, del cual lo separan las diferencias de objetivos de clase, porque el primero quiere sinceramente una política anticapitalista (y, por lo tanto, no es adorador del Estado), y el segundo, en cambio, busca un capitalismo nacional y reformista y un Estado fuerte y centralizador. Por consiguiente, lo esencial es la independencia política de los trabajadores, incluso frente al Estado que defienden y sostienen con todas sus fuerzas frente al imperialismo y a los agentes nativos de éste.