Una Cumbre más, en nombre de la libertad y la democracia
Álvaro Verzi Rangel |
Es un acto de soberbia que en nombre de la sacrosanta democracia, un casi octogenario presidente decida qué países pueden asistir –y quienes no- a una cumbre regional. La decisión sólo llama la atención a aquellos que realmente creían que Joe Biden iba a cambiar radicalmente los exabruptos de Donald Trump que, en definitiva, eran una representación –quizá más brutal- de la consuetudinaria política de “amistad” estadounidense.
La novena Cumbre de las Américas, prevista para el 6 de junio en Los Ángeles, puede convertirse en un duro traspié diplomático y político para Estados Unidos y su presidente, un golpe a su hegemonía, por la decisión de varios mandatarios de América Latina y el Caribe de no concurrir a la cita, de persistir la exclusión de países cuyos gobiernos no le gustan a Washington, que ha hecho (por suerte sin suerte) todo lo posible por derrocarlos.
La condición en la cumbre es ser país democrático: ese fue el mensaje de un vocero del gobierno de Estados Unidos. Biden, como la gran mayoría de sus antecesores observa modales de unilateralidad que son propios de monarquías imperiales y no de regímenes con elección presidencial. Que se sepa, el presidente sólo hizo consultas consigo mismo y su equipo, recuerda Saxe Fernández.
El mandato verde y dinámico que publicitaba Joe Biden al tomar posesión de su cargo ha cambiado sus tonos a una paleta de números rojos y futuro negro, y la culpa no es del cambio climático. El ciclo de negocios estadounidense necesita ampliar sus opciones de empujar el Producto Interno Bruto de los números rojos, con la inflación desatada presagiando la subida más rápida e intensa de los últimos veinte años. Eso sí con el arsenal militar listo y dispuesto a consolidar la hegemonía nuclear de EEUU.
Porque una guerra es también oportunidad de negocios, como el de la venta de armamentos. La producción anual de armas de fuego en Estados Unidos se ha casi triplicado en las últimas dos décadas, según un nuevo informe oficial, mientras se registran niveles sin precedente de muertes por armas de fuego en todo el país, como incesantes incidentes de tiroteos masivos, muchos motivados por odio racial en su propio territorio.
No puede ser considerada una decisión autoritaria de un país que es el responsable histórico en nuestra América –su patio trasero- de centenares de intervenciones militares, de decenas de dictaduras, golpes de Estado, destrucción de democracias y matanzas de todo tipo desde el siglo 19.
Su excusa siempre ha sido imponer a los demás países sus propias leyes y lecturas de lo que libertad y democracia significan para los “wasp” (white- anglo-saxon-protestant, o sea blancos, anglosajones, protestantes) violando todos los acuerdos con los representantes de indios y negros, esas “razas inferiores” que soberanamente dejaron de beneficiar la interpretación de la doctrina Monroe de “América para los (norte)americanos”.
Una semana atrás el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador preguntaba: ¿Vamos a seguir con la política de hace dos siglos? ¿Del destino manifiesto o de ‘América para los americanos’ entendiendo que América es Estados Unidos?”
Cuando Monroe presentó su doctrina, el continente tenía entonces unos 30 millones de habitantes, pero hoy somos más de mil millones. Si el propósito de Washington en América Latina apunta a frenar a China (con mil 400 millones de habitantes), sería obvio suponer que no lo podrá hacer con una política de hace dos siglos.
Pero lo que sucede hoy es parte de un comportamiento que estuvo siempre presente a lo largo de una historia plagada de guerras y de una diplomacia de fuerza en la región, repleta de reconocimientos a regímenes dictatoriales (como los de Trujillo, Somoza, Batista, Pérez Jiménez, Pinochet, Videla entre muchos otros).
También derrocando a gobiernos legítimos, constitucionales y democráticos, como el de Jacobo Árbenz en Guatemala; Joao Goulart en Brasil; Salvador Allende en Chile; Manuel Zelaya, en Honduras, y Evo Morales en Bolivia. Y fallando en derrocar a otros (Fidel Castro en Cuba, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela).
En Estados Unidos, todo lo relativo a los países de América Latina y el Caribe, está lamentablemente en manos de senadores, diputados y lobbies de empresarios que responden, casi todos ellos, a la poderosa mafia cubana de Miami que pesa, y mucho, en el anacrónico Colegio Electoral de los puritanos demócratas y republicanos del norte. Y para ellas, la buena onda de las Américas, es cuento chino, señala José Steinsleger.
El gobierno de Washington y las corporaciones a las que sirve fueron los promotores de las sangrientas dictaduras derechistas en la región desde el siglo 19, así como los principales promotores del tan mentado “comunismo” y de la realidad social, política y económica actual de Cuba y Venezuela. Y el relato sigue siendo el mismo que durante la Guerra Fría, aquella que murió junto con la disolución de la Unión Soviética en 1991.
Un botón quizá sirva de muestra: el gobernador de Florida firmó una ley para enseñar sobre los males del comunismo en las escuelas.
¡Y pensar que los independentistas latinoamericanos de la primera hora, fueron admiradores del federalismo estadounidense, el libre comercio y las libertades individuales consagradas en su Constitución! Y así surgieron Estados Unidos de México, Estados Unidos de América Central, Estados Unidos de Venezuela, Estados Unidos de Colombia, Estados Unidos de Brasil…
A pesar de que los pequeños gestos de Joe Biden a Cuba y a Venezuela obedecen a lógicas distintas y singulares, es imposible no ver la coincidencia entre el creciente rechazo a las políticas arbitrarias de Washington en el continente y las súbitas concesiones estadounidenses a esas naciones, concesiones que resultan del todo insuficientes. Porque el bloqueo a Cuba sigue y el petróleo venezolano le es imprescindible en plena guerra en Ucrania.
Quizá alguien en Washington pueda recordar la ineficacia de las sanciones económicas, que son inmorales e injustas, provocan crisis económicas permanentes en las naciones que son víctimas de ellas, generan sufrimiento y carencia entre las poblaciones. La prueba está a 90 millas: el prolongado bloqueo contra la revolución cubana durante seis décadas no ha logrado inducir cambios significativos en la isla.
Todos esas invasiones, crímenes y robos a punta de cañoneras y soldados, embargos, bloqueos, sanciones económicas, siguen impunes. Vale resaltar que en 2010, el gobierno de Barack Obama pidió perdón por los experimentos con sífilis en Guatemala; sólo eso.
Dicen que la historia vuelve a repetirse. Seis décadas después Biden vuelve a tomar una determinación con la misma lógica de la Organización de Estados Americanos, la OEA, cuando en 1962 expulsó a Cuba en la Conferencia de Punta del Este, en tiempos de la Guerra Fría con la Unión Soviética.
Un mes antes de esta programada novena Cumbre, el secretario de Defensa de Estados Unidos en tiempos de Donald Trump, Mark Esper, reveló cómo el expresidente planeó junto a Juan Guaidó, a quien ungiera como virtual presidente interino, invadir Venezuela y secuestrar al presidente Nicolás Maduro.
Estas graves revelaciones debieron generar una condena y una orden de investigación por parte del gobierno de Biden. Pero en lugar de esto, se ha tomado como algo natural, quizá porque el plan sigue vigente.
In God We Trust (Confiamos en Dios) es el lema nacional oficial de Estados Unidos, elegido por el Congreso en el año 1956 durante la presidencia del general Dwight Eisenhower. La frase, impresa en los billetes y monedas de dólares, trata de imponer el imaginario que ese es el pueblo elegido y que sus acciones son protegidas por el ser supremo.
La fundación Freedom From Religion presentó una demanda judicial alegando que la frase es discriminatoria, establece un sistema monoteísta, y es una ofensa no solo para los extranjeros sino para aquellos ciudadanos que no son religiosos.
La impunidad, madre de todas las corrupciones, ha sido reforzada por una especie de Síndrome de Hiroshima, por el cual todos los años los japoneses le piden perdón a Washington por las bombas atómicas que los estadounidenses arrojaron sobre ciudades llenas de inocentes, señala el pensador Jorge Majfud.
Lo cierto es que gran parte de América latina ha sufrido y sufre el Síndrome de Hiroshima por el cual no sólo no se exigen reparaciones por doscientos años de crímenes de lesa humanidad, sino que la víctima se siente culpable de una corrupción cultural inoculada por esta misma brutalidad, añade.
*Sociólogo, Codirector del Observatorio en Comunicación y Democracia y analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)