Un futuro de muros o de liberación (o el negro historial de Israel en América Latina)
Alex Aviña
El gobierno israelí ha desarrollado muchas tecnologías y tácticas para gestionar su control del pueblo palestino. Y ha encontrado un mercado entusiasta para ellas entre los gobiernos de América Latina.
El lema activista “ninguno de nosotros es libre hasta que sea libre Palestina” resuena con fuerza en ciertas partes de América Latina. O quizás en casi toda la región. Desde la década de 1970, la exportación de armas, tecnologías, doctrinas de contrainsurgencia y asesores militares israelíes a muchos países latinoamericanos se ha traducido en el sangriento mantenimiento de brutales regímenes oligárquicos frente al desafío popular de abajo.
“Palestina es el taller de Israel”, es lo que escribe el periodista Antony Loewenstein en su nuevo e imprescindible libro The Palestine Laboratory, “un laboratorio para los métodos de dominación más precisos y exitosos”. La comercialización y exportación de esos métodos de dominación -desarrollados y probados con los palestinos de los Territorios Ocupados- encontró compradores bien dispuestos en la América Latina de la Guerra Fría. Todavía los sigue encontrando, incluido el “Coloso del Norte”, con su afición por la tecnología israelí de muros fronterizos y entrenamiento policial.
El cambio climático, las guerras imperiales y la afición de los Estados Unidos al castigo colectivo en forma de sanciones siguen generando cada vez más desplazamientos masivos de refugiados. Las naciones del Norte Global han respondido apostando por más muros de apartheid, más policía de fronteras, más vigilancia. Surge así una elección bastante cruda y sin complicaciones: ¿nos ponemos del lado de los constructores de muros y de su tecnología apartheid y contrainsurgente que mata a los refugiados en lugares como el desierto de Sonora o el mar Mediterráneo? ¿O con quienes anhelan asaltar y derribar muros con sus sueños de un futuro más justo y libre para todos?
En esta breve introducción, me centraré en los constructores de muros contrainsurgentes y su sangriento legado en la América Latina de la Guerra Fría, especialmente en Centroamérica. En guerra con su propio pueblo, privados a veces de la ayuda militar y económica norteamericana debido a sus políticas genocidas, algunos de estos regímenes asesinos recurrieron a Israel y a su tecnología de opresión “probada en combate”. Debido a que se trata del “mayor portaaviones norteamericano insumergible”, Israel ha servido como una especie de apoderado de los intereses norteamericanos en la región. Trabajaba con dictaduras y escuadrones de la muerte cuando los Estados Unidos no podían.
Un antiguo jefe de la comisión de Relaciones Exteriores de la Knesset explicaba sucintamente en 1985 por qué: “Israel es un Estado paria. Cuando la gente nos pide algo, no podemos permitirnos hacer preguntas sobre su ideología. El único tipo de régimen al que Israel no ayudaría sería a uno antinorteamericano. Además, si pudiéramos ayudar a un país al que a Estados Unidos le resultara incómodo ayudar, estaríamos tirando piedras contra nuestro propio tejado”.
Los habitantes de Centroamérica – “la delicada cintura de América”, por retomar al poeta chileno Pablo Neruda- siguen viviendo con las consecuencias mortales de la obra de los constructores del muro.
“Creíamos que los israelíes serían los mejores porque tienen la experiencia técnica”
América Latina e Israel poseen profundos lazos históricos. Así, por ejemplo, Anastasio Somoza, el dictador de Nicaragua, envió en secreto armas de contrabando a las milicias sionistas a finales de los años 30 y 40, que se utilizaron en ataques contra palestinos y británicos. En las Naciones Unidas de 1947-1948, la región votó abrumadoramente como bloque regional (con la excepción de Cuba) a favor de la creación del Estado de Israel. De hecho, diplomáticos de Guatemala y Uruguay “aportaron gran parte de la forma final del plan de partición de la UNSCOP”.
El periodista Víctor Perera recordaba de niño cuando el diplomático Jorge García Granados -uno de los tres autores del Plan de Partición- acudió a su sinagoga guatemalteca “para elogiar a los kibbutzim israelíes, un concepto que esperaba pudiera adoptarse en las zonas rurales de Guatemala”. Irónicamente, señalaba el periodista, sería el ejército guatemalteco genocida el que pondría en práctica ese modelo rural décadas más tarde como forma de control contrainsurgente de la población.
Tanto para los lazos entre América Latina e Israel como para la industria armamentista propia de este último país, 1967 representó un punto de inflexión clave. A pesar del apoyo constante a Israel en la ONU por parte de muchos de los gobiernos de la región durante los años 50 y 70, las calles y el campo de América Latina comenzaron a forjar críticas contundentes después de la Guerra de los Seis Días, y en respuesta a lo que el historiador Paul Thomas Chamberlin se refiere como “ofensiva global” multifacética de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
En el ámbito nacional, la guerra -y los posteriores embargos de armas decretados por su principal benefactor, Francia- convencieron al gobierno israelí para organizar rápidamente una constelación de empresas de defensa estatales y “privadas” en un complejo industrial militar fuertemente subvencionado.
En la década de 1970, este complejo ocupaba un lugar central en el conjunto de la economía israelí como lucrativo sector de exportación. La venta de armas en todo el mundo ayudó a mitigar una constante “balanza comercial negativa y una balanza de pagos en declive”. Los funcionarios de las empresas de defensa pregonaban sus Uzis, Galils, sistemas informáticos de vigilancia Tadiran y aviones Arava como “probados en combate o sobre el terreno”, especialmente contra los palestinos en los Territorios Ocupados o en el Líbano. Los imperativos violentos del colonialismo de asentamientos se convirtieron en ventaja comparativa.
Junto con su tecnología colonial de asentamientos, Israel poseía una ventaja adicional: vendía a casi cualquier país, sin hacer preguntas. “Le vendemos a todo el mundo… Es decir, no vendemos a nuestros enemigos ni al bloque soviético”, declaró en 1981 el Ministro de Asuntos Exteriores, Yitzhak Shamir, a Los Angeles Times. La lista de naciones parias es larga: la Sudáfrica del apartheid, la Indonesia posterior al “Método Yakarta”, el Irán del Shah, la dictadura militar argentina (1976-83), vilmente antisemita, que hizo desaparecer a 30.000 personas, el Zaire de los años ochenta bajo el régimen dictatorial de Mobutu Sese Seku, un Haití aterrorizado por los Duvalier, y el régimen hutu de Ruanda mientras llevaba a cabo su genocidio de 1994.
Según la CIA, el Chile de Augusto Pinochet valoraba “el equipo israelí probado en combate”. Tal como argumentaba el ministro israelí de Economía, Yaakov Meridor, “Les diremos a los estadounidenses: no compitan con nosotros en Taiwán, no compitan con nosotros en Sudáfrica, no compitan con nosotros en el Caribe o en otros lugares donde no pueden vender armas directamente. Dejen que lo hagamos nosotros… Israel será su intermediario”.
En la lista también se cuentan escuadrones de la muerte paramilitares, como los “Contras” nicaragüenses, que recibieron miles de fusiles AK-47 incautados incautados por el ejército israelí durante su invasión de Líbano en 1982 y el entrenamiento de asesores israelíes. El líder de la Contra, Adolfo Calero, prefería la ayuda israelí porque “disponen de la experiencia técnica”.
Carlos Castaño, jefe del sanguinario escuadrón de la muerte paramilitar de derechas colombiano Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) desde la década de 1990 hasta su muerte en 2004, afirmana en su autobiografía que había viajado a Israel para recibir amplio entrenamiento militar en la década de 1980. “Copié el concepto de fuerzas paramilitares de los israelíes”, es lo que escribió.
“Lo que otros consideran ‘trabajo sucio'”, explicaba en 1983 el psicólogo Benjamin Beit-Hallahmi, “los israelíes lo consideran un deber defendible e incluso, en algunos casos, una vocación exaltada”.
“De repente, los métodos que demostraron su eficacia en Nablús y Hebrón empezaron a hablar en español”.
Fue en los mortíferos campos de Centroamérica donde las armas, la tecnología y los asesores militares israelíes demostraron su impacto de contrainsurgencia más profundo y duradero. Durante las décadas de 1970 y 1980, una serie de gobiernos dictatoriales respaldados por militares y oligarquías terratenientes desataron una represión a gran escala contra sus respectivos pueblos.
A las demandas populares de democracia y justicia social se respondió con el terror del Estado. Y esto, a su vez, desencadenó una radicalización política masiva y, en países como El Salvador, Guatemala y Nicaragua, poderosos ejemplos de lucha armada colectiva. Una mezcla de Teología de la Liberación y marxismos heterodoxos alimentó a las organizaciones guerrilleras con apoyo popular.
Frente a estas amenazas revolucionarias, los regímenes intensificaron y ampliaron sus respuestas terroristas, armadas, entrenadas y apoyadas por el complejo militar industrial israelí. Estas respuestas asesinas obligaron en ocasiones al gobierno norteamericano a retener o suspender la ayuda militar durante finales de los años 70 y 80. Entonces intervino Israel. Las fuerzas del régimen de Somoza que el Frente Sandinista de Liberación Nacional (los sandinistas) derrocó en 1979 estaban armadas casi exclusivamente con armamento israelí (Jimmy Carter había suspendido la ayuda norteamericana en 1978). Entre 1975 y 1979, el 83% de las importaciones de material de defensa por parte de El Salvador procedían de Israel, después de que los Estados Unidos suspendieran la ayuda en respuesta a la represión gubernamental.
Esta relación se intensificó a partir de 1981, cuando el Congreso norteamericano le impidió a Ronald Reagan ampliar la ayuda militar a la junta cívico-militar gobernante, a falta de “progresos significativos” en materia de derechos humanos y reforma democrática. Israel proporcionó al menos 100 instructores militares, ordenadores, armas y, tal como reconoció el comandante de la Fuerza Aérea Rafael Bustillo en 1984, napalm. Privada de armamento norteamericano en 1977, Guatemala recibió también la gran mayoría de su armamento y asistencia militar de Israel hasta bien entrada la década de 1980. Llegó a tener Incluso su propia fábrica de municiones y piezas para los fusiles de asalto Galil.
En esos mortíferos campos centroamericanos, algunos oficiales militares formularon otra razón por la que recurrieron a las armas y métodos israelíes. Cuando un periodista preguntó al coronel salvadoreño Sigifredo Ochoa Pérez si sus métodos contrainsurgentes se basaban en la política norteamericana en Vietnam, respondió: “Perdieron. Los norteamericanos no saben nada… Los taiwaneses y los israelíes sí que saben”.
Tras haber recibido entrenamiento militar en Israel a mediados de la década de 1970, Ochoa Pérez también se vio influido por la política exterior de ese país hacia sus vecinos. Acusando a la Nicaragua sandinista de apoyar a las guerrillas salvadoreñas, quería promulgar la “solución israelí”: la invasión de su país vecino. “Para Ochoa”, tal como escribieron Milton Jamail y Margo Gutiérrez, “Nicaragua se convertiría en el Líbano de Centroamérica”.
Reaccionarios centroamericanos como Ochoa Pérez, sostenía el periodista George Black, admiraban la invasión de 1982 “en muchos planos distintos: Israel era un país que recurría a una fuerza militar decisiva para resolver sus contradicciones, lo hacía desafiando abiertamente a la opinión mundial y era capaz de doblegar a Washington a su voluntad.” Algunas cosas no han cambiado.
En Guatemala, la importación de tácticas, asesores y tecnología israelíes de “pacificación” desarrollados originalmente en los Territorios Ocupados resultó más profunda y extensa. En medio de un “genocidio silencioso” cometido contra las comunidades mayas a principios de la década de 1980 -campañas militares de tierra quemada diseñadas con la ayuda de asesores militares israelíes-, los guatemaltecos de derechas debatieron la “palestinización” de los pueblos indígenas del país, que constituían más de la mitad de la población del país. Los asesores israelíes les dijeron a los oficiales militares guatemaltecos que “trataran a los indígenas como a los palestinos, que no confiaran en ninguno de ellos”.
Esta clase de tratamiento condujo a la erradicación de pueblos indígenas enteros, a la demolición de lugares sagrados y a más de seiscientas matanzas. Algunas de estas matanzas -como la de Dos Erres, en la que soldados de élite violaron a mujeres y niñas, mataron a niños a mazazos y asesinaron al menos a trescientos aldeanos en diciembre de 1982- ponen de manifiesto la influencia israelí. Un informe de la Comisión de la Verdad de la ONU de 1999, informa Loewenstein, descubrió “fragmentos de balas de armas de fuego y vainas de fusiles Galil, fabricados en Israel”. En 1983, los militares habían matado a más de 100.000 mayas, obligando a otros 100.000 a huir a México.
En un reportaje sobre Guatemala de principios de 1983, mientras los militares llevaban a cabo su campaña genocida, Dan Rather, entonces presentador de noticias de la CBS, resumió sucintamente la ventaja competitiva de Israel en el negocio de las armas: “Israel ha ayudado [a Guatemala] sin hacer preguntas… y no les enviaron congresistas, activistas de derechos humanos o sacerdotes… establecieron su red de inteligencia, probada en Cisjordania y Gaza, diseñada sencillamente para vencer a la guerrilla.”
O, tal como afirmaba un vídeo promocional de 2011 de la empresa israelí de defensa y seguridad Global CST, tras describir una incursión militar colombiana en Ecuador en 2008, que asesinó a un alto mando de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), “de repente, los métodos que demostraron su eficacia en Nablús y Hebrón empiezan a hablar en español.”
En Perú, IDL reporteros develó que “Cuando el entonces comandante general del Ejército, Otto Guibovich, rechazó la oferta de la compañía israelí Global CST, Hernán Garrido Lecca apuntó más alto. Él, que había gestionado la reunión con Guibovich, logró reunir al general Israel Ziv, presidente de la empresa, con el entonces ministro de Defensa, Ántero Flores Aráoz, en mayo o junio de 2009. Garrido Lecca participó en ambas reuniones. Meses después el contrato se firmó”.
Para la década de 1990, esa transferencia asesina contribuyó a más de medio millón de muertes, desapariciones y refugiados de Centroamérica. A lo largo de ese proceso, Israel se había convertido en el mayor exportador de armas per cápita del mundo. Y lo sigue siendo todavía.
Conclusión: La frontera entre Palestina y México
En un mensaje de Twitter fechado el 14 de noviembre de 2023, el Dr. Ghassan Abu Sitta -cirujano plástico y reconstructivo hasta hace poco destinado en el Hospital Al Ahli de Gaza- describía cómo había acogido a pacientes con docenas de heridas de bala en el pecho y el cuello disparadas desde drones francotiradores israelíes que volaban a baja altura. “Cuando se trata de matar”, publicó en un mensaje, “son muy innovadores”.
Las formas de violencia cotidiana y genocida necesarias para mantener la ocupación colonial y el apartheid israelíes pueden desarrollarse en las lejanas Gaza y Cisjordania, pero sus tecnologías volverán -y ya lo han hecho- a casa. La innovación que describe el Dr. Abu Sitta resulta inmensamente lucrativa, con compradores propicios en todo el mundo que desean tecnología represiva “probada en combate”.
Escribo esto relativamente a poca distancia en coche de las más de cincuenta torres de vigilancia construidas por Elbit Systems que vigilan la frontera entre Arizona y México, posiblemente junto a agentes de la Patrulla Fronteriza que han viajado a Israel para recibir formación. Esta es la frontera entre Palestina y México: construida sobre los actuales proyectos coloniales de los Estados Unidos que siguen despojando a las comunidades indígenas de sus tierras y su soberanía, y mantenida con tecnología desarrollada violentamente en Gaza y Cisjordania. Muchos miembros de la nación Tohono O’odham no querían esas torres Elbit en sus tierras. Y, sin embargo, ahí están, desplegando su contrainsurgencia contra los refugiados.
El genocidio en curso en Gaza producirá nuevas tecnologías israelíes de represión y contención. Surgirán nuevos drones francotiradores, nuevos muros, nuevas bombas, nuevos programas espía -todos ellos probados en comunidades palestinas-, listos para venderlos a gobiernos más interesados en la contrainsurgencia y el control de la población que en la gobernanza democrática.
Así pues, la lucha palestina por la liberación nacional y la autodeterminación sigue teniendo una dimensión mundial vital. No se detiene ante los muros y las fronteras militarizadas de Gaza o Cisjordania. Apoyar su liberación es, en cierto sentido, apoyar la liberación de todos.
La liberación palestina está, pues, íntimamente ligada a la nuestra. Esto va más allá de la solidaridad. Tal vez los millones de personas que han salido a la calle en los últimos dos meses lo perciban así. Un científico y ecologista palestino, el Dr. Mazin Qumsiyeh articuló esta idea durante su visita en agosto de 2023 a la frontera entre Arizona y México. El periodista Todd Miller describe cómo, de pie bajo la sombra de una torre de vigilancia Elbit, el Dr. Qumsiyeh se refirió al cambio climático como una “Nakba global”.
Luchar contra las torres de Elbit era luchar contra la respuesta de apartheid del Norte Global al cambio climático. “Quieren que estemos divididos y que no sea una lucha conjunta”, declaró el Dr. Qumsiyeh. “No me gusta la palabra solidaridad. Lo mío no es la solidaridad con los indígenas norteamericanos. Su lucha es mi lucha”.